LA SOMBRA Y LA LUZ – Fernando Gastón Guirao

Por Fernando Gastón Guirao

Subirse a su adorada BMW R80 y perderse por las carreteras siempre había sido su escapatoria cuando llegaba a uno de sus, cada vez más frecuentes, bloqueos vitales en los que nada para él tenía sentido. Huía de los olores a moho de las cortinas, de los sonidos de las tuberías de la calefacción llenas de aire, del tacto áspero de las viejas sábanas raídas, de las soporíferas rutinas, … de todo lo que le había acompañado en su decadencia. Los síntomas de que todo iba peor siempre eran los mismos: acúfenos que rompían el silencio, sobresaltos por el quebrar de una hoja, y sueño a deshoras, pero imposibilidad de dormir por la noche. Ahora estaba tocando fondo. Desde la última ruptura con su pareja, con el mundo y con todo, en ese deambular por toda la orografía española ya no buscaba una salida, tan solo un lugar donde morir.

Quería paz, reducir la complejidad en la que vivía sumergido, minimizar los estímulos externos para pensar en calma; por ello, a los pueblos en lo que acababa recalando les exigía tener menos de cincuenta habitantes, bar y alojamiento, como aquella pequeña aldea a la que llegó tras 25 kilómetros de curvas y bosques, sin cruzarse ni un solo vehículo, tan solo dos ciervos, un jabalí y un tejón. El sol se escondía, las sombras se proyectaban hasta el infinito y el frescor otoñal invitaba a refugiarse, paró su moto y levantó su visera frente a aquellas cuatro casas que sí no fuera por el humo en alguna chimenea, parecerían abandonadas.

Tuvo que entrar en el bar para encontrar al primer habitante: una radiante, sonriente y singular belleza que le contemplaba desde un butacón junto a la chimenea sin sorpresa, como si le esperase. — Buenas tardes, quería una cerveza — dijo él. — Extraña sombra — le contestó ella, mientras contemplaba la mancha gris anaranjada en el suelo que se balanceaba al ritmo de las llamas. Se levantó, se colocó al otro lado de la barra y le sacó un botellín de Ámbar. Él se quedó sin saber qué decir, sorprendido por su comentario, y se sentó junto al fuego a saciar su sed. — Disculpa si te ha molestado mi comentario, soy Isabel. Puedes conocer mucho de una persona por su sombra, la tuya es muy rápida. ¿Qué te ha traído por aquí? —

Daniel se quedó extrañado mirando a aquella especie de ángel de voz hipnótica. La pregunta había sido como si una suave mano le entrase en el cuerpo, le agarrase todo lo que llevaba dentro que tanto odiaba y estirase para arrancárselo. De manera que, en aquel momento, no le apetecía ahondar en el extraño comentario sobre su sombra, sino obedecer a los deseos de aquella mujer y contarle lo que nunca nadie había oído. —Toda la vida he querido hacer algo que mereciese la pena, que cambiase el mundo— empezó y ya no paró. — He creado

empresas, invertido en el desarrollo de nuevas tecnologías, escribí un libro, … pero en lo humano, solo he sabido rodearme de gente a la que todo lo que hacía les parecía poco. Gran error por ambas partes, ya que nunca he tenido demasiado a repartir de lo que las personas que me han acompañado en la vida deseaban: dinero, estatus o poder… por lo que todos se han acabado alejando de mí, incluidas mis parejas. Nunca he pedido ni esperado nada a cambio ni lo he tenido. Yo siempre he querido inspirar a los demás, tengo facilidad para generar ideas, soy creativo, resuelvo problemas complejos, me gusta ayudar, lo que nunca pretendí era convertirme en el chivo expiatorio de sus desgracias, para eso ya existen Dios y los demonios a los que maldecir. Pero a las personas que no son capaces de generar ideas y se las das tú, eso no les basta, es más les incomoda tener que agradecer nada. Lo que realmente bloquea a las personas es el miedo al fracaso, así que, aunque les hagas propuestas de éxito, que ellos ni pierden el tiempo en generar, no las pondrán en marcha si tú no lo haces, pues en caso de defectuosa ejecución seguirán corriendo el riesgo de tener culpa—. Y con resignación terminó — Llevo toda la vida equivocándome y ya no sé seguir ni me quedan fuerzas para ello.

Había ido creando esta narrativa para dar coherencia a lo que le había sucedido; pero como cada una de las mil veces su voz interior le había repetido esa historia, se quedó con una sensación agridulce. No sabía si se la contaba para recibir palabras de apoyo, de las que ya había recibido miles, y convencerse así de que no él no era tan inútil para la vida, para ver si encontraba alguna brecha en su narrativa que le diese esperanza o para convencerse de que sería capaz de rematar algo, al menos la que sería su gran obra, el fin de su vida.

Se hizo un silencio y aquella mujer, casi en un susurro, habló. —A mí, como a ti, también me gusta dar ideas. — E hizo una pausa antes de seguir. — Pero a diferencia de lo que a ti te pasa, la gente no puede evitar hacerme caso— Y le miró fijamente a los ojos. — A 300 metros de la salida del pueblo arranca un camino cubierto de la hierba más verde que encontrarás en lugar alguno y flanqueado por arbustos: zarzas, avellanos, alguna encina y rosales silvestres. Cuando salgas de ese túnel sigue por el camino que hay a continuación. Coge cien metros más adelante el desvío a la izquierda y descenderás entre rocas recubiertas de líquenes de todos los colores, musgos de un intensísimo color verde, protegido a ambos lados por macizos de boj de más de tres metros de altura. A continuación, el camino atraviesa un bosque, que empieza siendo de encinas, después de pinos y acaba transformado en un hayedo que parece que arda en rojo y amarillo y cuyo suelo crujiente y esponjoso te hará sentir que flotas. En medio del hayedo hay una enorme formación rocosa cuya parte superior supera a la más alta de las hayas. Podrás encaramarte ascendiendo por una escalera natural que se ha formado entre las rocas de arenisca y que permite auparse por encima de las copas de los árboles. Desde esa plataforma tendrás las mejores vistas que jamás hayas visto. Las montañas frente a ti espolvoreadas con las primeras nieves, rodeado de los dorados del otoño y con vistas a una sucesión de cumbres azuladas que conforman muros azules que se extienden hasta perderse en el horizonte. A tu izquierda una ruidosa cascada rompe con el silencio y alimenta el río que recorre el fondo del valle— Nueva pausa, en la que Isabel cogió un tronco, lo colocó encima de las brasas que chisporrotearon y giró su cabeza para mirar con firmeza a los ojos de Daniel, que incapaz de permanecer en silencio aprovechó para decirle — ¿Qué tiene que ver este paseo conmigo?— Y ella le contestó —Si subes mañana al mediodía a esas rocas, morirás como siempre habías soñado, después de dar el paseo más bonito que se puede ver, con unas vistas que te robarán el aliento y lo más importante… la sombra, que siempre se mueve un poco antes que tú, morirá contigo. Solo tendrás que subir, sentarte y esperar— Daniel que no entendía nada fue a objetar y aún no había abierto la boca que ella le dijo. — Ahora ya es de noche. Puedes quedarte a dormir en el alojamiento rural que hay junto al cementerio. Está abierto y encontrarás en la nevera alguna cosa que comer, además de pasta, arroz y café. — Y de forma brusca, en contraste con su hipnotizante discurso, le dijo —Ahora, marcha, a la cerveza invita la casa. Mañana ya no nos veremos. Muere en paz—

Enmudecido y circunspecto, Daniel cogió las llaves que le entregó Isabel y se dirigió a la parte alta del pueblo de calles adormecidas donde fácilmente encontró la residencia tras seguir las instrucciones que le había dado. En todo el recorrido no se cruzó con nadie, ni oyó el más mínimo ruido, tan solo alguna ventana iluminada como único signo de vida. No pudo parar de pensar sobre lo sucedido en el bar. No entendía por qué se había callado, por qué no había preguntado nada. ¿Estaba hipnotizado? ¿Había una droga en la cerveza? Ahora se le ocurrían mil preguntas que hacía 5 minutos había callado, pero una por encima de todas. Ser objeto pasivo de su suicidio subido en la cima de un roquedal era perfecto para él, pero … ¿Cómo se supone que iba a morir? Tanto dar vueltas por España buscando la muerte, quizás no era más que una búsqueda de excusas para hacer lo que no se atrevía, acabar con su vacío existencial de su propia mano. ¿Qué perdía por seguir las instrucciones? En el peor de los casos disfrutaría de un recorrido impresionante. ¿Y lo de las sombras? Era tan absurdo, inquietante, surrealista… especialmente, para un tipo tan cartesiano como él, más acostumbrado a las aristas que a las curvas. No pudo evitar pensar en las sombras débiles del Kafka de Murakami, esos ambientes irreales que el escritor japonés pero que se parecen tanto a la realidad de los atardeceres en lo que creemos que es verdad se desdibuja. Pensando en el autor japonés acabó por no preguntar, total, solo una respuesta absurda podía recibir, tode es absurdo y calló. Quizás ese era su problema, toda la vida callando y dando demasiadas cosas por supuesto. Envuelto en este tipo de reflexiones existencialistas y metafísicas, atravesó la madrugada y vio amanecer. Sin apenas cenar, sin ganas de desayunar, sin ganas de vivir, se dejó arrastrar por las palabras de Isabel y emprendió ruta con los campos cubiertos de rosada.

Las instrucciones recibidas eran precisas, las siguió y en unas horas estaba volando por encima de las más altas hayas, con unas vistas que cortaban la respiración y aceleraban el corazón. Se sentó contemplando el paisaje con un cielo limpio, una atmósfera transparente, aclarada por los primeros vientos secos y fríos del otoño y el suave rumor del agua, del aire, de los pájaros.

… Y no pasó nada. Miró a un lado, miró al otro, miró arriba, miro al valle, … nada. Si no se levantaba y se tropezaba, si no había un terremoto y se desmoronaba el púlpito de roca en que descansaba, si no se estrellaba un meteorito justo donde estaba, … no veía forma de que nada letal aconteciese en ese punto en ese momento. Ni una fiera podría encaramarse a ese púlpito, al menos las de la fauna ibérica. Tic, tac, tic, tac, … ¿Habría sido una broma de aquella mujer? ¿Eran unos pueblerinos dados a las chanzas?

Estaba empezando a imaginar todo tipo de contubernios rurales que se acumulaban a su vida de abusos, cuando empezó a soplar con fuerza un cálido viento de poniente. Las nubes empezaron a cubrir el cielo y en cuestión de segundos el azul había desaparecido dando paso a enormes cumulonimbos que crecían con velocidad en formidables columnas. Sin tiempo ni para levantarse, el agua empezó a caer con fuerza, las cimas de los árboles se mecieron violentamente como olas enormes. Al estruendo del agua golpeando las hojas se sumó el bramar de los truenos cada vez más cercanos. Enormes goterones golpeaban todo su cuerpo, la tierra temblaba, el aire vibraba, su piel se estremecía de frío y calor, de dolor y suavidad, de vida y de muerte. El cielo pasó del blanco al gris, y del gris al negro, anochecía al mediodía cuando un fogonazo iluminó la escena, deslumbró de tal manera que por un instante no se vio nada. Las sombras murieron al instante, todo era luz, dolor y ruido. Daniel salió despedido violentamente, cayó rodando y golpeándose por entre las rocas por las que se había encaramado unas horas antes y quedó tendido inerte sobre la alfombra de hojas doradas.

Cinco horas más tarde el silencio del bosque se rompió. Daniel abrió los ojos e inmóvil observó el verde de las copas más altas, refulgentemente doradas por el sol que se ponía. Se incorporó quejándose de dolor, miró a su alrededor confundido y se incorporó lentamente. ¿Estaba vivo? Lanzó un fuerte alarido y calló. Nada más pasó. A los pocos minutos se puso en pie, tambaleándose al principio y andando ligero después, se dirigió de vuelta al pueblo huyendo de las tinieblas. Se fue de cabeza al bar, donde entró buscando a Isabel en cada rincón. Aquel viejo, con los ojos hundidos por el alcohol, poco acostumbrado a foráneos, que refunfuñaba a todo y a todos en la barra, le saludó con brusquedad —Buenos días, ¿qué quiere tomar? — Daniel, sin hacer caso a la pregunta y ni tan siquiera saludar, contestó en tono similar —

¿Dónde está Isabel? — Y el camarero que no conocía Isabel alguna, contestó. —¿Qué Isabel?

En este pueblo no hay ninguna Isabel. Debe equivocarse de persona— Daniel, pasó a explicarle el encuentro de la tarde anterior, la conversación, su paseo, … pero siguió sin sacar nada en claro. Roberto, el del bar, le dijo que sí que habían visto que alguien había dormido en la casa rural y que evidentemente alguien le había suplantado la tarde anterior, ya que él había cerrado y se había ido de compras a la capital más cercana. Desconcertado, dolorido y mareado marchó a su alojamiento.

Daniel se quedó unos días en la zona buscando a Isabel, alguien como ella no habría pasado desapercibida. Se acercó a todas las poblaciones del entorno, fue progresivamente ampliando el radio de búsqueda, aun así, no encontró persona que la reconociese. Pasaron las semanas y no quería alejarse de allí, sentía que estaría abandonando algo que no podía dejar atrás; marcharse podría significar no volver a encontrarla. Sentía la necesidad imperiosa de volver a verla, de aclarar lo sucedido, de entender quién era ella, lo de las sombras, … Conforme fueron pasando los días, la idea de quitarse la vida perdió fuerza, así que optó por quedarse en el pueblo y empezar a escribir para matar el tiempo y poner en orden sus ideas. Al principio escribió sobre su vida, sus recuerdos y sus preocupaciones vitales. Poco a poco fue descubriendo que ese ejercicio de introspección, escritura y búsqueda de respuestas tenía poder terapéutico, a pesar de que la búsqueda parecía no llevarle a nada. Su vida ahora funcionaba al revés, Isabel le había dado ideas que el sentía que tenía que desarrollar y llevar a su fin, era el asesorado, apoyado, el comodón,… le gustaba.

Al cabo de un año, por primera vez había terminado algo por sí mismo y él no había sido el inspirador. Su ópera prima “La muerte de la sombra”, inspirado en dos breves frases de aquella mujer misteriosa, no le hicieron falta más, se convirtió en un super ventas que le permitió vivir confortablemente sin retomar su pasado. Era la primera vez que remataba algo de verdad y por sí solo; bueno, sus contactos en el mundo editorial le habían ayudado. Pasó de residir en la casa rural a rehabilitar una vieja casa abandonada del siglo XV en la que plácidamente fue dejando pasar los años…

El día en que se cumplían 20 años desde que conoció a Isabel, decidió que sería la última en que subiría al peñascal. Lo había venido haciendo de manera seguida todos los días desde que un fogonazo le borrara la sombra y cambiara su vida para siempre. En aquel punto se sentía inspirado y sistemáticamente recurría a aquellos paisajes cuando quería seguir escribiendo en momentos de bloqueo. Llegó con mucho esfuerzo al mirador y contempló por última vez aquel paisaje que podría dibujar con los ojos cerrados. El sol estaba alto y no proyectaba sombras. Se sentía satisfecho con su vida, ya no tenía nada que escribir, ni la necesidad de hacerlo. Tan solo un punto de tristeza por no haber podido agradecerle a Isabel la forma en que le había cambiado la vida. Estuvo varias horas disfrutando las vistas, reflexionando sobre su vida, recordando aquel dulce rostro que se le aparecía todas las noches en sus sueños, y acabó por descender sin poder dejar de pensar en ella. Volvió al pueblo, pasó por el bar y, como cada noche durante los últimos 20 años, se tomó unas cervezas mientras esperaba que se produjera lo que ya le parecería un milagro, que ella entrara por la puerta. Como cada noche, Isabel siguió sin aparecer y solo, y cargado de melancolía, se fue a dormir cruzando el pueblo, renqueante, apoyado en su bastón. Pero esa noche algo cambió, y es que, al ir a abrir la puerta, encontró clavada en el enorme portalón de madera de su casa una nota que decía:

“Durante muchos años tu sombra iba por delante de ti, alguien en tu vida la había secuestrado y en vez de responder ella a tu movimiento, acabaste siendo el que reaccionaba frente a ella, era más rápida que tú. Desde entonces pasaste a ser la persona incompleta que conocí y que vagaba condicionado por los demás sin ser consciente de ello, esperabas que te completasen, sabías que en realidad tu sombra era un agujero en tu alma. El día que tu sombra desapareció por unos instantes supiste lo que era una firme determinación por primera vez y ya no la perdiste, no necesitabas nada más, ni tan siquiera encontrarme. Aquel día moriste de verdad, el pasado dejó de pesar, tu anterior ser murió y te transformaste en alguien distinto con el mismo nombre. Nunca te dejé, yo fui tu sombra desde entonces, sabía que allí no me encontrarías. Te dejé decidir siempre y decidiste bien. Finalmente tuviste una vida plena que has sabido rematar. Gracias”

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