LA VIDA DE FONDO

Por Silvia Fernandez

—Mamá, mamá, ¿sabes que el padre de Adriana te conoce? —gritaron mis hijas a la salida del colegio.

Aquella tarde, mis episodios de migraña habían vuelto. Últimamente, el divorcio me estaba haciendo pasar por momentos no muy agradables.

—¡Chisss, niñas, no gritéis, por favor!

Tenía la esperanza de que se haría el silencio que necesitaba mientras subíamos al coche de vuelta a casa, pero no fue así. Les encanta contarme todo lo ocurrido en el día: la clase que ha impartido una profesora, el nuevo novio de la madre de una compañera, la recomendación de una amiga cuando a una de ellas se le hinchó un dedo por el golpe con un balón… Todo ésto y mucho más. Hablan y hablan sin esperar respuestas, algo que agradecí esa tarde. Mi cabeza mareada no podía ni siquiera entender lo que trataban de explicar.

De repente, les oí pronunciar un nombre que me hizo salir de la niebla en la que me encontraba y poner atención a su historia.

—Mamá, el padre de Adriana se llama Rodrigo Salvatierra. Dice que fuisteis muy amigos hace muchos años. Te vio ayer en el cole y te reconoció —mi hija Mara estaba feliz por la coincidencia, que encontraba familiar con su mejor amiga.

En ese momento, lo que pareció un puñetazo a la altura del estómago hizo que un seísmo subiera hasta la garganta, volcando además el corazón a su paso.

Como la calma que llega tras la tormenta, mi cabeza había quedado despejada para recordar a Rodrigo Salvatierra y el cansancio en el que estaba sumida desapareció. Había vuelto a la vida y me trasladaba instantáneamente al lugar de mis sueños.

Todo comenzó en la primavera de 1991. Nos conocimos en Conil, un pueblo de Cádiz al que iba con mis padres todos los veranos, con esa ilusión que transforma la vida.

Flores cada día, charlas que se hacían carne. El tiempo convertido en hombre, los abrazos en refugio y la vida en amor.

Con Rodrigo Salvatierra pasé cuatro años felices e intensos. Me hizo crecer y me acompañó en mis decisiones de una incipiente mujer, porque él me conocía como si hubiésemos coincidido en otra vida. Su madurez y su cuidado lo convertían en el amante, el amigo y el padre que nunca tuve.

Pero se acabó. Una tarde de octubre, Rodrigo, con una actitud tan fría como para helarme el espíritu, se dirigió hacia a mí y no lo dudó:

«No te quiero, no estoy enamorado de ti».

No pude creerlo. Estaba convencida de que el amor permanecía, pero me dí cuenta de que había sido tocado y estaba derrumbándose por uno de los pilares que lo sustentaban: la confianza, y no lo culpaba.

Comencé entonces a escribir. Era lo único que extraía los residuos de mi alma; un lugar convertido en oscuridad y frío al que no llegaban ni siquiera las lágrimas.

¡Cuánto puede doler el amor!

Cuando llegamos a casa del colegio, fui rápidamente a mi despacho para buscar mi Diario del dolor, ese con el que había compartido mis más profundos sentimientos. El que realmente fue testigo de la depresión en la que quedé sumida por la ausencia, la soledad y el desamparo.

Lo había conservado haciéndome la promesa de destruirlo cuando ya no me importase, cuando hubiese podido olvidar, pero allí seguía, guardado en la caja de mis recuerdos, como quien conserva una foto cuando pierde a un ser querido.

4 de octubre de 1995

 Nunca pensé que iba a seguir mi camino sin ti.

Te amo más de lo que puedo amarme a mí misma. Eres mi vida y no puedo vivir sin mi vida. Eres mi alma y no puedo vivir sin mi alma. Eres… yo misma. ¿Cómo voy a seguir existiendo sin mí? 

8 de noviembre de 1995

Tengo algo en mi interior que cuando lo miro me duele, que no quiero sentir porque me trasforma, un ser negro y sin nombre del que intento escapar y que me persigue como mi propia sombra.

15 de diciembre de 1995

Se fue bruscamente, cerró dando un portazo, ya no soy nada para él.

Y en medio del llanto, la desesperación, la humillación, pensé en el oscuro túnel en el que me había introducido y del que no podía ver el final.

Siento otra vez esa congoja en el pecho que me provoca la angustia, tengo henchidos los pulmones de tristeza y las lágrimas, esperando a que las mire, para salir huyendo del secuestro al que las tengo sometidas.

Doy la espalda al paso del tiempo, pretendo resistir, acumulo pesar cada día, alimento este abatimiento y lleno cada vez más la fuente del llanto. Pero a menudo se desborda y las aflicciones fluyen en cascada para vaciarme y dejarme en coma emocional.

Y la rueda del dolor vuelve a girar…

 

El diario sigue durante varios años, relajando el tono abatido para hacer frente a la infelicidad con otras moras que intentan limpiar esta mancha.

Al leerlo de nuevo, el dolor sobrevino y comencé a no entender el motivo por el que no me había deshecho de él antes.

Pero la vida es realmente un viaje curioso y a veces, incluso, extravagante cuando quiere jugar con un camino que ya parecía establecido.

En estos momentos en los que sufría otra dolorosa ruptura, aunque ya en una etapa adulta, en la que el sufrimiento se torna más hacia la existencia de unas hijas, reaparecía Rodrigo. Aun no sabía en qué forma, pero volvía.

La ilusión por este encuentro llenó mi cabeza de extrañas posibilidades, como volver a recuperar unos sentimientos que ya suponía en él, e incluso reiniciar la relación donde la dejamos.

Al día siguiente, me levanté una hora antes de lo habitual y sustituí vaqueros y jerséis usados por ropa recién comprada. Eliminé la coleta que solía llevar y terminé con un toque de máscara de pestañas. El pudor del envejecimiento me hizo pretender borrar el paso de los años.

Desperté a mis hijas con cierta ilusión por tener que volver a llevarlas al colegio.

—Mamá, ¡qué guapa! —comentó Sonia, siempre tan observadora.

—Gracias, hija. Vamos arriba, no lleguemos tarde.

De camino y sin querer levantar muchas sospechas, les pregunté por los horarios de recogida del padre de Adriana y sutilmente hice que me hablaran de su madre.

—No sé, mamá, creo que están separados. Ella vive con su padre y su abuela.

Habían llegado a principio de curso al colegio. Con la separación de su mujer, el cambio de domicilio había hecho que uno de sus hijos se trasladase con él, y afortunadamente, fue su hija pequeña.

No lo vi esa mañana. La verdad es que había pasado un trimestre y aún no habíamos coincidido.

La cercanía de Rodrigo me había aportado una seguridad con la que me estaba siendo más fácil abordar mi situación personal. Comencé a ser más amable con mi expareja, me sentía menos estresada y la tensión contenida durante años se estaba disolviendo porque tenía la certeza de que, de una manera u otra, podría de una vez unir mi corazón por donde se había roto y dejarlo libre para siempre.

La situación me estaba dando unas infantiles esperanzas de finalizar uno de los capítulos más amargos de mi juventud.

Por las noches solía imaginar nuestro primer encuentro. Debía estar preparada para cualquier situación, pero soñaba con poder hablar, con la distancia que nos daba el tiempo, del cambio de rumbo de nuestras vidas.

Pasaron algunas semanas, y el encuentro se dilataba, pero un jueves por la tarde, justo después de recoger a las niñas del colegio, recibí un WhatsApp de Adriana:

Hola, perdona que te moleste, es que me gustaría hacer algo con Mara y Sonia mañana por la tarde. Ya lo he hablado con mi padre y me ha dicho que nos recoge a las tres para pasar la tarde en casa.

Mientras mi corazón de nuevo comenzaba al galope, me invadieron mil dudas a las que no supe dar respuestas, pero ¿cuántas veces te brinda la vida la oportunidad de cerrar capítulos? No tuve que pensar mucho la respuesta y me atreví a contestar:

   —Hola Adriana. Agradece a tu padre la invitación. Por mí, encantada. ¿Podrías, por favor, pasarme su teléfono para poder hablar con él y acordar la hora de recogida?

Desde luego no iba a ser yo quien le chafase los planes a la extravagante y caprichosa vida.

Me quedé frente el teléfono, mirándolo como una adolescente enganchada a una red social.

«¿Habré sido demasiado atrevida? Quizá debería habérmelo pedido él a mí. Creo que me he pasado…no contesta…cálmate ya, con tu edad…»

Cuando ya me sentía al borde de la humillación y a punto de eliminar el mensaje, me llegó un WhatsApp con una tarjeta de contacto adjunta:

   —Papá. Añadir a contacto existente. Nuevo contacto.

Pulsé Nuevo Contacto y sustituí «Papá» por «Siempre te querré».

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