LA VUELTA A CASA – Rafaela Díaz Villalobos

Por Rafaela Díaz Villalobos

En Octubre del 2024 cumpliré 71 años. Nací en Hervás, provincia de Cáceres, en la Plaza del Convento, antes de Calvo Sotelo, nº 20.
Mi casa es un inmueble complejo. Hacia la Plaza, es un edificio de mitad del XIX de tres plantas con ventanas y balcones. En la tercera planta, protegida con una fresquera, en aquella cocina de la ventana central, de niña jugaba con muñecas de papel y muebles construidos con hojas de periódico. Percibía las copas de los árboles. Detrás la sierra. Silbaba el viento. De noche podía escucharse el caudal del rio Ambroz. En aquellos tiempos llovía mucho. Y nevaba, por lo que el invierno era dedicado al interior. Generaba entonces un hogar dentro del hogar con las cartulinas, ahora recortables, y las historias que cada muñeca con sus vestidos y nombres escritos por detrás, bien bien señalados, desplegaban en aquel minúsculo espacio recogido. Los nombres de las muñecas de papel eran muy pensados y los pretendía ligeros: María Jesús, Noelia, Mayte, Ana Isabel, dado que mi nombre era bastante pesado: Rafaela como mi abuela. Si había nevado, podía estirarme y comprobar quien había salido o entrado en las casas de la vecindad. Si eran huellas de hombres o de niños. Silencio absoluto. Yo creo que las mujeres cuando nevaba no salían. Si iba a la escuela, con las botas katiuskas, situaba con saltitos, los pies dentro de la huella dejada por mis hermanos, pues si me descuidaba y pisaba suelo limpio, me entraba la nieve y tendría los pies congelados todo el día.
El juego terminaba recogiendo cuidadosamente los materiales entre las páginas de un libro de lectura de mis hermanos, con un chiquillo rubio luminoso en la portada, intensamente amarilla. El amarillo era mi color favorito en aquellos días sin sol: iluminaba mi hogar y lo guardaba.
La escalera de acceso a la tercera planta era dinámica. Vivían otras familias en los pisos y no había luz. De día una claraboya. De noche… Bajábamos y subíamos. Ni linternas ni mecheros. En la entrada de mi puerta en la tercera planta, frente a la vivienda de la Sra. Catalina, que tenía 5 hijos y su marido era tallista, se me permitía jugar con una muñeca de pelo lila que me habían dado en el ultramarinos de la Sra. Margarita, en el Collado, a cambio de los envoltorios del chocolate “La Campana”. Le hacía alguna ropa, pero nunca he sido hábil con las agujas. Los dedos pinchados. Sentadita ahí, tuve trifulcas con mis hermanos, Pastor y Salomé, 6 y 7 años mayores que yo, porque me negaba a limpiarle los zapatos. Cobraba, me sorbía los mocos y las lágrimas, murmuraba, y limpiaba los zapatos. El betún, siempre negro. Mis manos negras. Tampoco aquí era hábil.
En la planta baja, junto a la puerta de la calle, teníamos otras habitaciones para el verano. Frescas. Con alcoba. Dormir en una alcoba es volver al útero materno. La Oscuridad abraza. Claro, que eso depende. Hay personas que nunca podrán enclaustrarse en ella.
Atrás, se encontraba un espacio de conexión entre el edificio principal, los anexos, y los huertos. (En las escrituras lo denominan “obrador”, aunque actualmente no responda exactamente al concepto). Se accedía a varios espacios artesanales y de viviendas. El Sr. Moisés, tallista; mi padre, carpintero; Paulino y la Sra. Andrea, que tenían un burro, con el que me asustaban o entretenían para obligarme a comer, pues al parecer, era un poco “misclera”, decíamos entonces. Coexistían cochiqueras y gallineros, y unas reducidas estancias, de suelo de madera de castaño, donde mi abuela Rafaela y mi tía Juana, antes de que yo naciera, habían dado clases, y, un taller de carpintería de mi abuelo Pastor, al que tampoco conocí. El taller de carpintería, posteriormente, fue utilizado por mi padre, Salomé, al que afortunadamente conocí. Nuestras estancias y el taller se abrían a un huerto bordeado por paredes cubiertas de yedra, emparrados de uva carrasqueña, y rosales. Y un chiringuillo que invadía de olor y colaboraba con las señoras que decoraban las Iglesias del pueblo en mayo. Por allí quedarán las huellas de sus zapatos, que no alpargatas.
Cercana, una higuera, que como lo de la alcoba, solo el que se cobijó debajo sabe lo que es su sombra. A la sombra de ella y del parral, justo al lado de la pared cubierta con yedra que linda con una calleja, me dejó la cigüeña, según me dijeron. La calleja. En los pueblos la calleja era y es el lugar de tránsito que todo lo recoge, además de servir de límite comunal. En Hervás decían que “las paredes de las callejas se movían de noche”, tal era la ambición por la tierra.
Ambición por la tierra también teníamos las niñas: “al clavo” jugábamos en cualquier hueco sin plantar. Robábamos espacios lanzando certeramente el instrumento clave del juego y señalando en la tierra húmeda la propiedad. Yo, como era hija de carpintero, en lugar de clavo, tenía una lima. Recuerdo el tacto de la parte rugosa en el interior de la mano al lanzar hacia la tierra. Ciertamente era un juego peligroso, creo que con el clavo más, porque la parte roma podía quedar trabada en la palma, y saltar hacia el ojo de cualquiera de las jugadoras. Variadas las calidades de la tierra. La de mi huerto era muy oscura, de buen sabor y humedad, pero constreñida a las órdenes de los adultos. La perteneciente a la Iglesia del Convento, en la calle, era más dura y de sabor más seco, como de incienso, menos rica, pero podíamos jugar con más soltura y pelear con más libertad. La del patio de la escuela no servía para este juego porque los chicos la tenían pisoteada y meada.
Del taller de carpintería al huerto, siempre hubo un espejito incrustado a la derecha en el mortero ocre de la pared, al que cuando fui adolescente pude asomarme. En esencia la evocación está mantenida por un pequeño espejo de marco oscuro que compré en una tienda que me gustaba casi tanto como una librería, en la calle Benito Gutiérrez de Madrid, ya de mayor, entre sesión y sesión de psicoanálisis.
No pude mantener una gran piedra de afilar que estaba por el suelo, ni un artefacto en madera, de afilador, con piedra de pernal y pedal, porque se lo llevaron o lo extraviaron los albañiles cuando hice la reforma. Tampoco pude mantener la pila que a la izquierda de este porche de acceso al huerto, sombreado como los cuadros de Solana, componía el lagar donde mi padre pisaba la uva para hacer la pitarra. Era costumbre que se reunieran los hombres en las casas para catar un vino oscuro que dejaba huella en el vaso, de olor ácido. Con posos. También era costumbre que fumaran picadura, con lo cual, ahora cuando lo pienso, imagino que estar allí sería delito. Pues yo estaba. Se me permitía jugar con los gatos. A veces los escondía y los subía hasta la cama. ¿Cómo lo lograba? Imposible llegar a comprenderlo, pero por las noches había sonadas bullas en la sala del tercer piso del edificio principal a cuenta de los gatos.
Cuando yo aún no había nacido, en ese huerto aprendieron a leer los niños y adultos de la Calle Abajo, ahora Barrio Judío. Me enternece pasear por aquel barrio donde soy re-conocida:
– “Chiquilla, a mí me enseñó a leer tu madre, Julia Villalobos”, puede decirme con orgullo en su tienda de cestería, la madre de Longinos, el policía.
– “Qué recta era tu tía Juana”, desde su sitio al fresco en la puerta de su casa en la calle Sinagoga, el señor Felipe, que fue camionero y vivió en Madrid.
Una vez, en el pueblo alto, por el Paseo de la Estación, Mari “la Seroja”, le señaló a su nieta:
– “Mira, la abuela de esta señora, Rafaela, enseñó a leer a mi madre”.
– En su moto, cuando va o viene a la finca, el padre de Javi, el maestro, habitualmente saluda: “Cómo me recuerdas a tu abuela, que me enseñó a leer en aquel emparrado que estaba junto al taller”.
Qué importante aprender a leer. Ellos lo agradecen con sus palabras.
Al no haber conocido yo a ninguna de estas mujeres, a excepción de mi madre, me agrada escuchar sobre ellas. Y siento orgullo por aquella tarea que tuvieron de iniciar al conocimiento a gentes de escasos recursos en tiempos difíciles. En Hervás no había apenas analfabetos. Podían trabajar en las fábricas y leer mensajes de maquinarias, de pasquines, de patronos y de sindicalistas.
Repelús me da recordar que en aquel huerto también se sacrificaron cochinos, se recogió su sangre y se los quemó finalmente con helechos recogidos en el monte. He llorado mucho con sus chillidos de muerte. Por sus gorgoteos. Por el sonido de la sangre sobre el cubo de zinc y el movimiento circular entrevisto, del brazo de la mujer para que la sangre no coagulara. Incluso recordar la figura del matachín, el matarife, por mi casa un hombre pequeñito y silencioso, aún hoy me inquieta. En contradicción, la sopa de freje, elaborada con la sangre del cerdo diluida, sal, pan y cominos, me encanta. Se repite tu sabor durante tres días al menos; es un deleite extraño.
Esa tierra de mi casa absorbió muchos elementos. Certezas y narraciones, mensajes, secretos, silencios, aprendizajes, letras y números, pizarras y pizarrines, restos de cuadernos, lascas de jabón de sosa; vino y picadura de tabaco… Sangre, lágrimas, serrín, clavos, cristales, listones y virutas sin dudas ninguna.
Entrando en mi tiempo de ahora:
En abril del 2024, una compañera de Facultad en Cáceres, Irina, me invitó a la exposición de su padre, Abel Rasskin. “Ostinato Rigore”, en “Arte Espacio Ronda” de Madrid. Me impactó. Aún mantengo la huella, sobre todo, de dos piezas grandes situadas en el Salón de Actos, correspondientes a la muestra que se realizó en el 2021: “Negra Niebla”. Bajo tierra o sobre ella, el artista dispone experiencias de historia de la humanidad. Su historia y la de los suyos. Dramáticamente. Intensamente. Sin resquicios ni engaños. Invaden los sedimentos de las existencias. Sobre tierra, bosques saturados de naturalezas antiguas, aún vivas, con troncos añosos, cubiertos de líquenes y huellas de tiempo. Nos mete en la atmósfera del cuadro, y asalta nuestra propia experiencia. Recordé mi pequeño sitio de tierra donde estaba depositada nuestra historia familiar y local; un espacio íntimo y mínimo. Bajo tierra y sobre tierra.
Le comenté el impacto a Luis Canelo, amigo pintor extremeño. Me señaló la exposición de Mari Puri Herrero en su Galería, Álvaro Alcázar en Madrid. Fui. Me liberó. He ahí el poder del arte. La artista, igualmente, trabaja en bosques y espacios impregnados de misterio y profundidad. Con la trascendencia. No escapa. Las formas evanescentes, diluidas en distintas tintas, sobre papeles variados, muy finos, que se tornan casi transparentes, alivian los contenidos de mucha densidad. Los matices anaranjados, verdes, azulados, ocres, incluso gama de grises-negros, se adueñan de la persona que, como yo, se detuvo frente a su obra con la necesidad de cambio. Contemplarla, me puso sencillamente sobre el suelo en la luz de Madrid.
Finalmente, vuelvo a los recuerdos:
Las niñas elaborábamos lo que decíamos “un mundo”. Guardábamos en un hoyo en la tierra pequeños objetos significativos, y lo cubríamos con un trozo de cristal bajo el cual relucían los envoltorios dorados o plateados de caramelos. El papel exterior del caramelo, brillante y colorido, era reservado para Julita la peluquera, que los utilizaba en los bigudíes para las permanentes. Por ello, mis mundos solo pudieron ser de oro o de plata. De vez en cuando, cada una exploraba su mundo con cuidado, respetando o ignorando el mundo de las otras. No están ya pero permanecen. La tierra absorbe y guarda
Este lugar que refiero, donde ahora vivo, es rico de suelo y de vuelo. En ese espacio cochiquera-escuela-carpintería-huerto- gallinero, de mis antepasados, rehabilité una pequeña vivienda: “Le petit paradis”.

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