LO QUE DEVUELVE EL VIENTO – Mª José Montes Gil

Por Mª José Montes Gil

Jaime volaba con una aerolínea inglesa y vivía entre Madrid y Londres. Con su sueldo de piloto podía permitirse tener una vivienda en España y otra en Reino Unido. Nunca se hacía valer de su posición para ligar y consideraba que el uniforme y los galones eran sólo para trabajar. Sin embargo, azafatas y pasajeras se le insinuaban constantemente. Pero él, con educación exquisita, sabía cómo enfrentarse a ese tipo de situaciones.
Siempre que llegaba a su piso de Madrid, Sara, su esposa, y su hija Silvia, le ofrecían un gran recibimiento. Aunque fueran pocos días de ausencia, Jaime llenaba la casa de una luz especial. Su familia le echaba de menos en su ausencia. Él también notaba la falta de “sus chicas” y sus deseos de volver permanecían intactos cada semana. Los sábados de descanso hacían planes por la ciudad: paseos, teatros, museos y quedadas con amigos. Los domingos, él preparaba una rica paella que luego tomaban en la terraza.
El mundo de la aviación tiene la máxima actividad en verano y, por ello, Sara y Jaime solían tomar una semana de vacaciones en octubre. Eligieron una bonita playa en las Islas Canarias y dejaron a su pequeña al cuidado de los abuelos. Tumbados en la arena y con vistas al mar, Sara aliviaba la pesada carga de cuidar de la casa y la hija en solitario durante los días laborables de su marido, y Jaime daba por finalizada la temporada con más carga de trabajo del año. Sin las interrupciones de la niña, ahora tendrían tiempo para hablar de todo lo que ya no era urgente y también para disfrutar de los benditos silencios, amenizados con el sonido de las olas del mar.
Sara necesitaba este descanso más que ningún otro año. El verano había sido especialmente duro en Madrid por el asfixiante calor, Silvia mostraba signos típicos de preadolescencia, los problemas crecían en su oficina y su padre se consumía entre quimioterapias. Jaime aprovechaba todo momento para mostrarle su amor: siempre iban de la mano, la abrazaba a todas horas, la acariciaba por la espalda cuando tomaba el sol, la besaba lenta y dulcemente tras beber un San Francisco, y no tenía pereza en proporcionarle a su esposa todo tipo de atenciones. Sin embargo, Sara tenía una intuición y, a los tres días de llegar al hotel, no pudo contenerse más:
—Jaime, te noto raro. Y, por favor, no me digas que estás cansado. Creo que hay algo que no me has contado y que te ronda la cabeza.
Jaime se quedó inmóvil y, aunque no se sentía extrañado porque su mujer fuera capaz de percibir cualquier estado de ánimo suyo, sabía que no podía seguir escondiéndose y debía afrontar la situación.
—Sara, verás, me pasó algo en Londres. No te lo he querido contar antes porque necesitaba pensar en ello y aclararme yo en primer lugar.
Ella enmudeció. Se le agolparon todos los pensamientos. En un segundo, había elaborado cientos de hipótesis sobre el motivo que llevaba a su marido a estar así y pronunciar esas palabras, que no auguraban un desenlace agradable. Como no hablaba, él se armó de valor y continuó dando explicaciones.
—Hace un mes, cuando iba de pasajero en un vuelo de Madrid a Londres, una de las azafatas me ofreció café y me invitó a un croissant. Entablamos conversación y estuvimos casi todo el vuelo charlando. Me pareció una chica realmente agradable y quedamos al día siguiente para tomar té en Londres. ¿Te acuerdas que te hablé de una azafata llamada Helen?
—Sí, lo recuerdo. Pero sólo me dijiste que te pareció una persona atractiva y que hablaba muy bien nuestro idioma porque tuvo una pareja española. Con tanto caos familiar lo último en lo que pienso es en profundizar sobre una persona desconocida con la cual quedas para tomar algo.
—Pues ese día que nos vimos nos dio tiempo a hablar de muchas cosas. Por supuesto, siempre presumo de ti y de Silvia y muestro algunas fotos para que vean lo preciosas que sois. Pero cuando ella vio las fotos, dejó de hablar y se le saltaron las lágrimas. En ese momento yo no sabía si ella estaba sufriendo un síndrome de Stendhal al ver tu belleza…
—¡Calla, bobo! Qué exagerado eres— interrumpió.
—De exagerado nada. Tú sabes que todo el mundo se te queda mirando cuando vamos por la calle. El caso es que también pensé si podía sentirse desdichada por ver la familia tan bonita que tengo y que ella no tiene, pero no me dio tiempo a preguntarle qué le pasaba porque se levantó y se fue.
—¿Y no has vuelto a saber nada de ella?
—No. Había pensado en llamarla y preguntarle que cómo está pero me dejó tan confundido, que tengo miedo de que me dé una respuesta que no me vaya a gustar. Y perteneciendo a la misma empresa, aunque no me importe hacer amistades, no me gusta que una relación pueda interferir en mi trabajo.
—Vayamos a descansar— zanjó Sara.
Vestida sin más adornos que un kimono perlado de seda transparente, se dirigió desde la terraza hasta el dormitorio del hotel y Jaime la siguió con ojos hipnóticos, observando sus kilométricas piernas y el vaivén de sus glúteos.
A la mañana siguiente, el matrimonio despertó enredado entre sábanas y almohadas. Tras abandonar el campo de batalla, fueron a reponer fuerzas en el desayuno. Sara quiso continuar la conversación del día anterior:
—Creo que deberías llamarla. Hasta que no sepas lo que ocurre, no vas a estar tranquilo. ¿Por qué no lo haces ahora?
—¿Por qué tanta prisa? ¿No es mejor esperar a que terminemos las vacaciones?
—Unas vacaciones con incertidumbre no son vacaciones: son una tortura. Para ti y para mí. No dudo de tus sentimientos hacia mí, pero aún no sé qué sientes hacia ella o qué siente ella hacia ti. Y quizás tú tampoco lo tengas claro.
—Cariño, estoy locamente enamorado de ti. Eso es imposible de fingir. Respecto a Helen, admito que me gustó y conectamos realmente bien. Por momentos, me sentía atraído por ella, pero nada más. Cuando me dejó tirado en la cafetería, cambió mi visión. Llegué a pensar que estaba desequilibrada y pasé de la atracción al miedo. Ya sabes que la inestabilidad emocional me aleja de las personas.
—Te entiendo, pero insisto en que deberías llamarla.
—De acuerdo— contestó Jaime. Y cogió de inmediato el teléfono y llamó a Helen. Al otro lado, se escuchó una voz:
—Hi!
—Hola, Helen, soy Jaime. Disculpa que haya tardado tantos días en llamarte, pero simplemente quería saber si dije algo que te molestara, ya que me quedé preocupado cuando te fuiste sin mediar palabra.
—Discúlpame tú a mí, my dear. Tendría que contártelo en persona. Es algo complicado.
—¿Y podrías venir a Tenerife a contármelo? Estoy de vacaciones con Sara y me gustaría aclarar este tema.
—Jaime…no sé si es conveniente.
—Sí, lo es. Además, nuestra compañía tiene dos vuelos diarios a Tenerife desde Londres. Y no tendrías que preocuparte por los gastos.
Tras unos interminables segundos, se escuchó al otro lado:
—De acuerdo. Lo haré por ti y porque te debo una explicación. Hay un vuelo que aterriza mañana a las siete de la tarde.
—Iré a recogerte. Te lo agradezco mucho, de verdad. Hasta mañana.
Helen no sentía las piernas. El corazón le latía a toda prisa. Ni siquiera llegaba a entender por qué se había puesto aquellos malditos tacones, por qué se había arreglado tanto el pelo para desembarcar en medio de una humedad relativa del setenta por ciento o por qué había gastado medio bote de perfume. Ella había ido allí a contar la verdad, le pesara a quien le pesara. Pero sabía que aquello iba a tener un coste emocional incluso para ella.
Jaime fue al aeropuerto solo. Durante el trayecto de vuelta, no articularon palabra. Ni siquiera se atrevió a comentar, aunque fuera por cortesía, lo guapa que estaba la azafata. Sara los esperaba en un pequeño jardín delante de la puerta principal del hotel. Cuando ambos se bajaron, la esposa quedó pálida y permaneció inmóvil. Se agarró a una columna cuando dudó si podría mantenerse en pie y empezó a murmurar:
—Tú… no puedes ser tú…de todas las Helen del Reino Unido…dime que no eres tú.
Sara acababa de retroceder quince años de golpe. Era como si no hubiera pasado el tiempo y la presión en su pecho era tan fuerte como la última vez que se despidieron.
—Me duele simplemente mirarte…Sigues tan sumamente preciosa.
—Sara— respondió Helen sollozando— yo también creía que mis sentimientos estaban enterrados, que en mi corazón ya no había sitio para ti y que había superado nuestra separación. Pero el otro día, al visualizar tu foto, me di cuenta de que nunca había llegado a olvidarte. Me alegro de que pudieras rehacer tu vida. Yo también lo he intentado, pero no he tenido tanta suerte. Jaime es un hombre maravilloso y sentía que le debía una explicación, aunque reconozco que la razón principal por la que estoy aquí es porque me moría de ganas por verte y sabía que no tendría una oportunidad como esta de poder contemplarte, al menos, una vez más.
Ambas mujeres se fundieron en un abrazo. Durante el mismo, las dos inspiraban fuertemente el aroma de la otra y, mientras se respiraban en su microcosmos particular, el mundo desaparecía por unos instantes.
Jaime, observador de tan inesperada escena, por fin era conocedor de las lágrimas de Helen y, ahora también, de las de su esposa.

 

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