LO QUE UN DÍA SUCEDIÓ BAJO UN SOL DE PRIMAVERA – Alicia Pilar Fernández González

Por Alicia Pilar Fernández González

Alivió sus entrañas en el interior de Angelita, corrompiendo con sus embestidas cada rincón del alma de la pequeña niña.

Pocas veces he conocido a una persona como ella: tan suave, tan buena, tan gentil. Con una mirada dulce, inocente; congelada en una infancia perpetua que, a pesar de necesitar olvidar, pesaba cada día sobre ella como una aplastante piedra.

Treinta y cinco años después, seguía sin poder hablar.

Su madre Angustias nunca entendió por qué su tierna campanilla, que hasta ese día siempre fue alegre y pizpireta, había enmudecido de repente, sin aparente motivo, apagándose igual que un girasol en la noche.

-¡Yo creo que se la ha robado el demonio! -relataba una desesperada Angustias a sus vecinas cada vez que podía-. La ha visto tan bonita a mi estrellita, tan feliz y saltarina, que ha sentido envidia y le ha ido a quitar lo más precioso que tenía; porque todos saben, y el mismísimo Oscuro también, -decía siempre enarbolando el dedo índice de la mano derecha en alto, como sentenciando- que si por algo brillaba mi Angelita era por su voz.

-¡Que se lo pregunten si no a don Federico!, que nada más escucharla me suplicó que le dejara encauzarla con ayuda de su piano para que de más mayor pudiera estudiar canto en el conservatorio de Sastros. ¡Un santo ese señor!

Poco se imaginó nunca su madre que detrás de aquel súbito silencio de su hija, se ocultaba una razón que si bien podría parecer proveniente del mismísimo averno, tenía un origen muy terrenal, con cara y nombre muy concretos: los del afable y venerado profesor de piano y canto de su inocente Angelita.

-Con esa voz se puede hacer de oro su hija, doña Angustias -le había dicho un día fingiendo interés sincero por el porvenir de la niña el virtuoso de don Federico-. Solo le falta aprender a afinar un poco mejor, pero para ello va a necesitar la ayuda de algún instrumento.

Como bien sabe, yo tengo un piano y en mis tiempos mozos estudié en el conservatorio de Argandía, el mejor de la provincia -dijo arqueando la ceja derecha con gran pompa-, y aunque ya tengo las manos algo oxidadas, lo normal que nos pasa a los músicos con la edad y la falta de práctica diaria, aún conservo cualidades suficientes como para ayudar a Angelita a perfeccionar aún más los matices de esa voz que yo le digo señora, sin ningún género de duda, que ha sido afinada antes de nacer por los mismísimos ángeles.

Con aquella perversa excusa, la de ayudarla a embellecer su ya de por sí angelical voz, don Federico sometió a la pequeña Angelita al acto de mayor indefensión que su macabra mente, ávida de poder y dominación, fue capaz maquinar: encerrarla sola en su habitación con LA BESTIA.

Así llamaba don Federico a su secreta personalidad oscura y así se la presentaba cada martes y jueves de aquellos interminables dieciocho meses a la pequeña Angelita: desnuda, cubierta de pelo negro en cada rincón de su cuerpo, con un brillo en sus colmillos como recién afilados y con una lengua larga y viscosa con la que le hacía cosas cada vez más asquerosas.

Al menos así lo veía ella desde sus indefensos ojos de siete años, porque a los ojos de los demás del pueblo ese hombre era de todo menos una bestia. Más bien se compadecían de él por su corta estatura, metro sesenta y seis no es mucho para un hombre, y la delgadez de su cuerpo que parecía provenir de una juventud llena de penurias: eso habían elucubrado tiempo atrás las dos infatigables investigadoras del pueblo, doña Paquita y doña Ernestina, que con sus incansables pesquisas mantenían entretenidas al resto de vecinas cada interminable día.

Todos lo veían pequeño, muy poca cosa. Todos menos Angelita. Ante ella, LA BESTIA crecía tres metros y le obligaba a realizar actos tan depravados que su pequeña mente asustada solo supo hacerla enmudecer para protegerla de la muerte segura que, según él, le esperaba si en algún momento se atrevía a desvelar el secreto que escondía su, a ojos de todos, gran maestro.

-Si te atreves a contar algo de lo que hacemos aquí, no tendré más remedio que cortarte en pedacitos y darte de comer a los cerdos. Ya sabes que me encantan tus coletitas, Angelita, y que me lo paso muy bien jugando al balancín con tus preciosos muslitos -le dijo con una mirada tan pervertida que a la indefensa niña le producía dolor de barriga-; pero si se te ocurre hablar de ello, esos gorrinos van a comprobar a lo que sabe esta niña -le dijo mientras le señalaba la pocilga en la que descansaban cinco gigantescos puercos y apretaba el dedo índice contra la punta de su respingoncilla nariz con tres toques en señal de advertencia- ¿o-í-do? Te mato y les doy de comer esas coletas ¿te enteras? -inquirió clavando en sus abiertos como platos y llorosos ojos marrones una mirada azul tan gélida como el hielo de un mar congelado.

Tras vivir ese infierno, toneladas de dolor hervían en su interior.

Durante muchísimos años intentó recuperar la voz. Visitó logopedas, médicos especialistas, hasta a una pitonisa fue a ver, según me contó, fruto de la desesperación, con un papel en la mano en el que le escribió: hazme un conjuro para que recupere mi voz.

Pero ni siquiera aquella bruja tan afamada pudo obrar el milagro que también le pedía a Dios cada noche antes de irse a dormir.

Se había mudado a una ciudad lejos de su pueblo natal con la intención de pasar página y olvidar. Pensó que si empezaba de cero en un lugar donde nadie conociera la historia de la niña que un día perdió la voz, el dolor se apagaría; pero jamás lo logró.

La desazón interior y el vacío existencial la consumían por dentro. Sentía su corazón congelado en el daño, su alma no descansaba. Estaba agotada de sufrir.

Por más que lo buscaba, no lograba encontrar ningún rincón en el mundo, ni tampoco en su interior, en el que no sintiera dolor.

Bullía de desesperación por dentro cuando el veinticuatro de agosto de mil novecientos noventa y uno, le sobresaltó una noticia en la tele en la que hablaban de un viejo pianista jubilado que había construido en Berdocho, su pueblo natal, un pequeño conservatorio al que podían acudir de manera gratuita los niños más necesitados de todos los pueblos de alrededor para cuyos padres, muy escasos de recursos, el prestigioso conservatorio de Sostres parecía inalcanzable.

La reportera se afanaba en elogiar al bueno del músico, al que todos en ese pueblo parecían admirar como si se tratara de una gran personalidad.

Mientras, de fondo, proyectaban unas imágenes de don Federico abrazando a dos niños morenos de unos cinco años, en cuya mirada perdida Angelita, de inmediato, reconoció la suya.

Tres días después, la encontraron vagando desorientada por las calles del pueblo: caminaba desnuda, con el cuerpo y la cara completamente cubiertos de sangre; en su mano izquierda sujetaba la cabeza recién decapitada de don Federico, cuyos ojos reflejaban la sorpresa y el terror que había sufrido al final de su recién cercenada vida; y con la mano derecha en alto agitaba el corazón, aún caliente, a la vez que, con una voz grave y ronca, como salida de un pozo, gritaba con un tono rítmico y repetitivo que recordaba a los rezos de una tribu: ¡hoy TU BESTIA soy yo!

Aquel día, la voz de Angelita al fin volvió.

 

La primera vez que la vi fue envuelta en una manta azul que los dos policías que la traían a la clínica habían utilizado para cubrirla.

Miraba al infinito, ajena a quienes la rodeábamos, mientras que en voz muy baja aún murmuraba: ¡hoy TU BESTIA soy yo!

El diagnóstico fue muy claro: un episodio psicótico derivado de una esquizofrenia que a día de hoy aún no comprendo cómo pudo estar tantos años sin diagnosticar.

Cinco días después de ingresar, y sin que todavía hubiéramos podido controlar por completo el episodio, encontré en su habitación este relato que había escrito con un Plastidecor verde:

Dime, mariposa, dime, ¿qué estamos haciendo aquí?

En este antiguo salón, lleno de muebles viejos que agitan mi corazón. Yo no pedí venir, pero llevo tanto tiempo así que ya, hoy, ni siquiera sé salir.

Hay demasiadas fotos aquí, demasiados ojos antiguos que atormentan mi interior.

Esa que está ahí, ya no soy yo.

Enormes muros de piedra, construidos al azar.

Paredes de sangre, de carne del mal.

Diez dormitorios vacíos y un único lugar en el que poderme esconder de estos horribles monstruos de sábanas de satén que una y otra vez me gritan para que atraviese su pared.

Úteros sanguinolentos recubren esa pared y ahora ya no me dejan ver.

Los muros se estrechan, la casa me agobia,

los muebles se encogen, la casa me ahoga.

Mi vida se escapa: ¡ay, mariposa!

Cuéntame los secretos que encierra esta casa hoy.

¿Qué sucede, mariposa? ¿Por qué no te puedo ver?

Ayúdame a salir de aquí: de este infierno de hiel.

Oigo gritos de mujer.

Ya no crecen las petunias en el parterre de fuera que ayer sembré.

Me angustia no poder ver a las abejas libando.

Ayúdame, mariposa. Ayúdame a poder ver.

Está todo muy oscuro y ya no me puedo esconder.

El reloj de pared suena. Creo que toco su pie. Me da mucho miedo verte por si no te logro reconocer.

Ven, mariposa, ven. No me dejes perecer.

No logro oler los lirios que mi padre me dio aquella vez.

Igual si hoy los consigo me da ese beso otra vez.

– ¿Qué es lo que me sucede?, dime, ¿qué es lo que puedo hacer?

– Eso yo no lo sé…solo soy una mariposa y tú, una mujer.

 

Con el paso de los años Angelita se convirtió en nuestra interna más querida. Y no era para menos, pues su enorme sonrisa, su actitud siempre dispuesta a ayudar y sus constantes abrazos, hacían imposible no quererla.

Con el tiempo, con mucho cariño, paciencia y terapia, logró relatarnos la barbarie que había vivido de niña, encerrada entre aquellas cuatro paredes con LA BESTIA.

A menudo nos hablaba de su madre, Angustias, que a pesar de sus ochenta años y la dificultad para caminar debido a la fuerte artrosis que padecía, no faltaba ningún día para visitar a su hija.

En nuestras conversaciones, nada parecía poder aliviar la culpa que doña Angustias sentía por no haberse dado cuenta de lo que ese sádico, así lo llamaba, le había hecho a su pequeña Angelita.

Todos conocían su historia en el centro y, a pesar de su macabro final, el que más y el que menos justificaba ese acto como una especie de mal necesario.

Todavía hoy no sabemos cómo logró burlar los fuertes controles de seguridad de la clínica y subir a la azotea.

Cuando llegamos, Angelita nos esperaba de pie en el muro, exhibiendo su escuálida y pálida desnudez, fruto de tantos años de sufrimiento.

Una leve brisa agitaba suavemente su melena, mientras que en la espalda portaba dos enormes alas de mariposa naranjas, que ella misma había fabricado cinco días atrás en el taller de costura y que brillaban como nunca bajo el intenso sol de primavera.

Todos supimos en cuanto la vimos que no había marcha atrás. La distancia era muy grande. No íbamos a llegar a tiempo para salvarla.

A pesar de ello, lo intentamos.

Corrimos todos tan rápido como pudimos.

Mientras, ella, nos contemplaba serena.

Cuando solo nos separaban unos escasos quince centímetros, nos miró y con su dulce y angelical voz nos dijo:

Y la triste mariposa al fin voló.

Después, cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás, extendió los brazos en un gesto de libertad, respiró hondo, sonrió y saltó.

Aunque yo, prefiero creer que voló.

 

 

 

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