LOS VÍNCULOS – Ana María Mira Navarro

Por Ana María Mira Navarro

Entre todos los niños que poblaban la modesta ciudad, Luis se erigía como una luz emergente que no dejaba nunca de brillar. Su presencia disipaba las preocupaciones de quienes se acercaban a conversar con él. La inocencia de sus cinco años despertaba sensaciones difíciles de reproducir, pero que desembocaban en una alegre reflexión. Escucharle entrañaba una exhibición de educación y buenas formas que me devolvía la memoria de mi infancia.

Yo le admiraba y me sentía orgullosa de él. A su lado, olvidaba las jornadas interminables, las enfermizas planificaciones y el estrés que provocaba tener que “sobrevivir un día más”. Frente a ello, sólo su cercanía era capaz de resituar mi perfeccionismo y las exigencias que generaba mi trabajo. Aparecía siempre una “excusa formidable” que acababa interponiéndose y moldeaba, silenciosamente, mis prioridades. Me acostumbré a anteponer cualquier cosa antes que a mí misma. Era incapaz de dejar a medias las tareas y funciones que me habían encomendado. La palabra vocación terminó por convertirse en una letanía para justificar una carga desmesurada en tiempo y desgaste emocional.

De forma casi imperceptible me dejé atrapar por un desproporcionado sentido de la responsabilidad. Mi vida se convirtió en un lienzo en blanco sobre el cual cada uno imprimía sus particulares creaciones. Yo me esforzaba en prepararlo, en unificar las texturas para facilitar el despliegue artístico que otros realizarían sobre él. Así fue como una disponibilidad ininterrumpida, se convirtió en el requisito esencial de mi desempeño laboral. Me fui habituando a realizar favores, a transitar por donde otros no podían -o no querían- llegar. Ingenuamente pensaba que mi abnegación sería recompensada. Soñaba con que descubrieran el alcance de mi celo profesional; sin embargo, este reconocimiento no llegó jamás. En pocas ocasiones recibí un gesto de agradecimiento excepto por parte de aquellos que pertenecían a mi círculo más cercano. De ellos recibía múltiples advertencias, sonrisas de complicidad y hasta miradas sarcásticas… Pero, ¡nada me hacía reaccionar! Estaba a punto de descubrir lo distorsionada que era mi visión de la realidad.

Cuando fui consciente de lo que ocurría era demasiado tarde. La costumbre había dejado inercias destructivas que me atrapaban y que no sabía bien cómo afrontar. Tuve la sensación de estar empequeñeciendo. Un silencio aterrador se instaló en mi vida y me fue enmudeciendo hasta dejarme sin voz.

-Aquí tienes los informes. Revísalos y cuando lo hayas hecho, avísame para que los firme -dijo una voz desde la puerta de mi despacho-. De inmediato tuve que girarme para proteger mi cabeza de la fuerza de aquel lanzamiento.

– Pero, ¿qué es esto? ¿Por qué no lo haces tú? -pensé contrariada-. Cuando quise contestar, mi compañera de departamento se había marchado, a pesar de haber transcurrido tan sólo unos segundos.

Este fue el principio de un sinfín de situaciones similares marcadas por el desprecio y una latente agresividad. Pero me acostumbré a ellas. Su aparente insignificancia hacía difícil poder denunciarlas. Ahora reconozco la peligrosidad de estas prácticas cuando terminan convirtiéndose en hábitos.

En cierta ocasión, mientras compartía una charla distendida con otros compañeros, irrumpió ella en la sala. Me miró. Con un gesto altivo se dirigió a todos los presentes y rompió las conclusiones del informe que tan cuidadosamente había elaborado. Al instante, su presencia instaló un ritmo silente que, como en otras ocasiones, sólo se rompía cuando abandonaba cualquier estancia. A través de estos actos trataba de cuestionar mi profesionalidad. Mi autoestima comenzó a sentirse gravemente dañada.

Con el transcurso del tiempo, estas provocaciones se fueron llenando de sutilezas y matices. De todas las formas posibles se esforzó en evidenciar supuestas negligencias que dejaran en entredicho mi trabajo. Se acercaba a mí, con maquiavélica bondad, para liberarme de ciertas responsabilidades. Ante la proximidad de reuniones importantes, se ofrecía para realizar las copias necesarias a los asistentes. Rápidamente evidenció la intención oculta de tanta amabilidad… Descubrí que faltaban ejemplares entre la documentación que la empresa debía aportar a los participantes. Al principio fueron únicamente hojas sueltas consecuencia de pequeñas equivocaciones. Más tarde, advertí con preocupación, que se trataba de déficits graves que dificultaban el seguimiento de los contenidos en dichas sesiones. Frente a tales certezas, Mariela se justificaba con una dulzura exquisita atribuyendo al estrés la causa de aquellos olvidos. Pero yo sabía lo que estaba ocurriendo y cómo estaba afectando a la proyección que ofrecía de mi misma. Sentía vergüenza por las equivocaciones que me atribuían a pesar de no haberlas cometido.

Comencé a notar cómo mis compañeros me vigilaban. Sabía que su percepción sobre mí estaba cambiado. Sus miradas se tornaron esquivas y referenciaban una trama oculta que no podía controlar ¡Estaba fuera de mi alcance! Un distanciamiento progresivo y una contención cargada de prejuicios me alejaba de las aspiraciones que, tan fehacientemente, trabajaba por construir. Sin poder entender por qué ocurría todo aquello, mi mundo relacional cambió por completo. Ya no había momentos de pausa relajada. Las risas se volvieron entrecortadas y fingidas…

Y mientras esto ocurría, yo callaba. Actuaba con la misma normalidad de siempre aunque me descomponía y lloraba internamente. Hasta tuve que defenderme delante de mis superiores, dar explicaciones frente a unas acusaciones de las que ni siquiera era consciente. Cada día me despertaba con un “chisme” nuevo y me sentía siempre observada. Me dejaba perpleja que se diera crédito a tanta mentira. Mi conducta y mis intenciones eran rectas incluso podía garantizar que mi trabajo se había realizado correctamente. ¿Por qué me pasaba esto entonces? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo para despertar sentimientos de odio tan fuertes en una persona? La dirección de la empresa conocía lo que estaba pasando y, por ello, me generaba gran desconcierto sus reacciones. Me pidieron que tuviera paciencia. Me refirieron circunstancias familiares dramáticas para justificar tales comportamientos y tratar de mantener la situación bajo control. Pero yo no sabía qué pensar. No entendía cómo la realidad podía haber cambiado con tanta facilidad. Experimenté un gran desorden que, de forma arrolladora, precipitaba mis emociones. Estaba confusa, herida y tremendamente afligida. Sólo el trato cercano con alguno de mis colegas, me aportó algo de alivio y me puso sobreaviso de un problema inexistente para mí. No era la primera vez que ocurría, pero se había dilatado en el tiempo más que en ninguna otra ocasión. Esta condición la convertía en una conducta dolosa.

Me refugié en mi familia en busca de consuelo. Rota, como estaba, trataba de imaginar escenarios idílicos donde huir de aquel sufrimiento. Sin darme cuenta, reproduje las mismas conductas altruistas buscando la aprobación que no conseguía encontrar… No fue fácil. Mi nivel de exigencia escondía un desproporcionado ejercicio de dominio, aquel que no podía ejercer sobre mi vida. Comenzaron a surgir las disputas. Mi estado anímico me impedía corresponder al cariño que intentaban darme. Apreciaba los gestos que hacían por mí aunque no conseguía disfrutar con ellos. Cansada por toda esta situación, decidí ocultarme entre las tareas domésticas. Me dejé llevar. Aprendí a trabajar, sin descanso, fuera y dentro de casa. Intenté convertirme en la madre y la esposa perfecta, pero no funcionó. No obstante, me ayudó a despertar de aquel letargo.

La cocina me aportaba importantes momentos de ocio y sosiego. Me involucré en los juegos infantiles y le prometí a mi hijo intentar bailar con él, al menos una vez al día. Las sonrisas y la algarabía se hicieron habituales. Volvieron a devolverme la alegría y la mansedumbre que tanto añoraba. Disfrutaba con cada actividad por pequeña que fuese. En realidad, no tenía que demostrar nada. Al amparo de toda esa ternura entendí que buscaba mi presencia, mi proximidad; que me quería tal como era. Dejé de autoimponerme tareas extenuantes y me dispuse a aprender de mis propias experiencias vitales. Entendí que la plenitud personal no la lograría a costa de mi propia identidad; tampoco en soledad, lejos de mis seres queridos.

-Mamá, ¿por qué no vas a parques de mayores para jugar un rato como yo? Seguro que te pondrías contenta y así sólo estarías triste algunos ratos porque…¿sabes qué? Siempre no podemos estar alegres, claro.

-Creo que tienes razón, Luis. Debería intentarlo, ¿no te parece?

-Claro. Es muy fácil. Cuando llegas dices: Hola me llamo Clara, ¿queréis jugar conmigo? Seguro que te hablan y sois amigos. No te preocupes mamá.

Escuchar a mi hijo darme consejos sobre cómo restablecer mi vida social, volvió a conectarme con mi propia historia. Descubrí que mi vocación no se explicaba desde una ocupación, desde la realización de múltiples tareas, ni siquiera desde la familia. Se trataba de algo mucho más profundo; la construcción de aquello que soy, de mi singularidad, con independencia de lo que pudiera realizar en cada momento. Así, cualquier actividad diaria se manifestaba como una oportunidad para disfrutar de la belleza, para ilusionarme y para gozar. Ese fue el regalo que mi hijo me ofreció, la posibilidad de recuperar mi personalidad y de abrir espacios hacia la consecución de mi autonomía. Me devolvió la confianza en mí misma. Con esa entereza, el anhelo por renacer me puso, de nuevo, en el camino. Y así, con cada paso, se fueron disipando todos los miedos.

Como cada noche, me acercaba junto a Luis y le cogía de la mano esperando que se durmiera. Me quedaba con él para disfrutar de esa calma que sólo me otorgaba su presencia. Poco a poco, me dejé vencer por la placidez de esos momentos… Aquel sosiego me iba adormilando hasta alcanzar un sueño profundo que se prolongaba durante horas.

Los días comenzaron a ser diferentes…

Aquella mañana, Luis se levantó antes de lo habitual. La ilusión con la que amanecía me llenaba de una fortaleza contenida. El alborear gélido de la mañana iba encontrando calidez a través de su mirada. Yo permanecía a su lado contemplándole, llenándome de la energía que transmitía su cuerpo pequeño. La fascinación que me provocaba aquella escena hizo brotar en mí un gesto emocionado de agradecimiento. Sentí la necesidad de continuar allí permitiendo que la vida se desplegara en toda su majestuosidad. Se abrían ante mí multitud de alternativas y, por primera vez después de mucho tiempo, me sentí con fuerza para afrontarlas. La luz de la mañana fue dejando atrás la oscuridad y la incertidumbre generadas en la noche. Resuelta a no dejarme vencer, descubrí la solidez que me proporcionaba seguir descubriéndome bajo el resguardo alentador de mi familia. Entendí que ya nada sería igual, pues yo no era la misma. Aproveché esa ventaja para salir reforzada. La libertad de aquellos vínculos me devolvió la capacidad de soñar, me conectó con todas mis particularidades. Y era feliz. De lo demás… ya me ocuparía más tarde.

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