LYDIA – Mª Lorena del Hierro Sánchez

Por Mª Lorena del Hierro Sánchez

«La persona desaparecida es la persona ausente de su residencia habitual sin motivo conocido o aparente, cuya existencia es motivo de inquietud o bien que su nueva residencia se ignora, dando lugar a la búsqueda en el interés de su propia seguridad y sobre la base del interés familiar o social”. (Consejo de Europa, 2009)

Mujer, 58 años, 1,75m de estatura, cabello rubio, complexión delgada, ojos castaños. Propietaria de automóvil Mercedes Clase B color rojo, encontrado en la Carretera Nacional VI – KM 581 – Espíritu Santo, 15160 Sada, Galicia, España. Desaparecida en zona Chamberí – Madrid (02/01/2021).
Son las ocho de la tarde de un día dos de enero. En el parking del apartahotel de la carretera que lleva a A Coruña sólo se escucha el crepitar de las ruedas de una maleta de mano sobre la gravilla. Bajo las tenues luces se adivina la silueta de una mujer, que la arrastra de manera apresurada y encogiéndose de frío. El lugar parece uno de esos alojamientos de carretera del medio oeste americano, algo lúgubre y con el luminoso verde parpadeante: “Welcome Venus”.
Antes de cruzar el umbral de la recepción, la mujer hace un gesto de dolor: es el maldito dolor de espalda, la punzada de garfio otra vez. Se esfuerza en disimularlo y, en un impulso casi adolescente, abre la puerta y una campanita le da la bienvenida. Con un ligero ademán se recompone, se ordena el pelo en un movimiento perfecto y consigue perder el miedo. Consigue parecer todo lo contrario a esa larga lista de complejos enfundados hoy en un abrigo largo de napa roja y unos tacones de diez centímetros de alto.
Es la primera vez que se aloja en un hotel sola. Siempre ha sido acompañada. Acompañada bien y acompañada mal, y a veces incluso tan mal que bien podía haber tirado esas ganas de calor por la ventana. Pero eso ya es historia.
Ha huido y, con el fin del traqueteo de la maleta de ruedas sobre la alfombra del hall, siente que finaliza su periplo, y solo tiene ganas de cerrar los ojos y tumbarse a dormir. Enseña su reserva al recepcionista y una tarjeta de identificación. Un par de mocasines trasnochados la conducen por unas escalerillas, en silencio, hasta la habitación.
Fin de la primera escena.
Habitación 202. La mujer abre la puerta y la golpea un fuerte olor a cerrado. A polvo. Se arrepiente inmediatamente de haber llegado hasta ahí, se arrepiente tanto de todo que le entran unas enormes ganas de llorar y corre a abrir la doble cortina y la puerta del balcón. Sale, respira hondo y reprime el maremoto de lágrimas que amenaza con desbordar sus ojos desde el primer minuto en que inició la fuga.
La moqueta es del color de la lava. La mujer se baja de los tacones, cierra el asa de la maleta, clic, y cae a plomo sobre el colchón como un fardo de ropa. Tumbada boca arriba, ahora sí, las lágrimas brotan interminables en su recorrido desde las sienes hasta la cama, y recuerda cuando de pequeña miraba el artesonado de la casa de sus abuelos desde el sofá de piel durante las largas siestas, e imaginaba que el mundo era al revés y que el techo era el suelo y que había que saltar muretes para pasar por las puertas, y que aquel pasillo tan largo estaba lleno de luces que habría que esquivar andando. Se imagina ahora cómo poder poner el mundo al revés sin que medio mundo aplaste al otro medio. Imagina qué fue de aquella niña rubia, de aquellas siestas, de aquella media sonrisa, de aquella casa en el techo de los abuelos que nadie más que ella veía, y cómo ha sido que ha acabado en este punto de la vida, con la lava bajo los pies. Qué fue de aquella Eva.
Fin de la segunda escena.
Sale a la terraza y aspira agradecida el frío polar. No tiene nada de hambre. Tiene un agujero dentro de la barriga que no le apetece llenar. Se enciende otro cigarro y llama al servicio de habitaciones. Un café largo tras otro y, finalmente, saca el ordenador de la maleta. El ordenador maldito, su pesadilla. Abre una carpeta donde pone NOVELA y dentro de ella un archivo en blanco. El cursor parpadea en la esquina izquierda de la pantalla: tic tac tic tac. El tiempo se acaba. La cabeza llena de ideas y las manos abarrotadas, torpes, fundidos los mecanismos de los dedos ante un teclado hostil.
Cierra de golpe el PC. Intenta no pensar en ello y por fin se sonríe recordando aquellas hojas dobladas y requetedobladas por los cuatro puntos cardinales donde guardaba todos sus secretos en el interior de las fundas de almohada de su abuela. Secretos dentro de secretos que jamás trasladó a un teclado. También recuerda el último mensaje de él:
“Eva, no hay bien más preciado que sentirse en PAZ
a mí me está costando,
no lo estoy haciendo bien,
te aviso.”

Apenas han pasado unos meses de aquello y a ella le parece un mundo. Ese aviso de él que simbolizó el giro radical de sus vidas, la inmolación de su paraíso privado, el final de sus encuentros furtivos.
Es verdad, en el fondo Eva sabía que él tenía razón, que ninguno de los dos lo estaba haciendo bien, pero sólo uno supo reconocerlo.
Ahora no lo echa de menos, o al menos eso cree, pero le ha dejado el cuerpo deshabitado, sin huéspedes, sin prisas, sin la vorágine de una creación literaria desmedida y colosal, sin la ebriedad del éxito. Le ha dejado una crisis de identidad en toda regla, a ella, a la imbatible, la ecléctica, la que nunca daba un paso en falso, la poderosa. La más fructífera. Le ha dejado eso y un mensaje de su agente martilleando cada día su móvil: “Eva, por favor. Hace un mes que debíamos haber entregado la novela”.
Fin de la tercera escena.
Son las seis de la tarde del día cuatro de enero. La mujer sale con su coche del parking del apartahotel escapando del silencio que la ha mantenido aislada los dos últimos días. Su única comunicación humana ha sido con los chicos de la recepción para pedir sándwich de pollo, frutos secos, café, zumos de naranja y cigarrillos. Y un mensaje de wasap a sus hijos el primer día: “Está todo bien. Os quiero”.
Después, la desconexión. Y el tic tac de la página en blanco. Y el tic tac del sueño. Y el balcón soltando humo como una chimenea y los coches entrando y saliendo del parking como hormigas con linternas yendo y viniendo de sus hormigueros.
Llega al centro comercial y baja una planta, dos plantas, y hasta la tercera por una espiral que le recuerda a las hechuras de su cerebro. Se fija que aparcó en la zona Amarillo A. Si no lo memoriza, nunca encuentra su coche en los garajes de los centros comerciales y, a veces, ni aun así. Se quita el ticket de la boca y lo mete en el bolsillo trasero del pantalón vaquero. Está nerviosa, bueno, más que nerviosa, desquiciada. Hay razones para ello.
Sube por las escaleras mecánicas.
En el primer sótano ya se escuchan los villancicos por el hilo musical. Empieza el hervidero humano y le entra el pánico escénico. Con lo que ha sido ella, la actriz perfecta disimulando los miedos, de pronto se mete las manos en los bolsillos del abrigo y se siente insegura otra vez, se ajusta ladeada la boina en un gesto y se alegra de haberse calzado hoy más cómoda.
Las tiendas de la primera planta están llenas de personas cargadas de bolsas. Entra en una perfumería buscando algo de inspiración, algo que la aleje de la maldita habitación, del sándwich, del olor a polvo, de los frutos secos. En el hilo musical los villancicos en inglés, y se acuerda de sus hijos y una punzada de añoranza la impulsa a buscar el perfume que usaba cuando eran pequeños. Al olerlo le invade un sentimiento contradictorio de pena y alegría al mismo tiempo. Titubea y se compra el perfume, y también una colonia de bebé sin la que, de pronto cree, ya no podría vivir.
Suben lentas las escaleras mecánicas a la Planta 2 y fija su atención en unos calcetines de rayas de colores unos escalones por encima de ella. Los lleva una niña de unos once años que se mueve inquieta arriba y abajo y juega y mira hacia delante hacia detrás, hacia sus padres, risueña. Los calcetines de rayas de colores contrastan con sus mocasines gastados azul marino. Le enternece ese detalle. Que no combinen ni los calcetines con los zapatos, ni ninguno de ellos con la niña. Ni tampoco el chaquetón beige con pelo en la capucha dos tallas más grande. Ni la fina diadema dorada sobre su pelo negro. Ni la pulsera de bolas verdes y blancas que asoma por su muñeca delgada. Ni siquiera su sonrisa franca, deformada por un corrector de dientes, combina con las caras del resto de las personas.
A Eva le enternece esa niña impaciente con diadema y pelo largo y padres mayores, porque encuentra que es lo más bonito que esa tarde podría encontrar en la vida. Y le entran unas ganas terribles de abrazarla, de hablar con ella, porque le recuerda a su hija, o a lo poco que queda de ella misma en una moderna escalera del día cuatro de enero aparcado en el sótano 3 zona Amarillo A de un desconocido centro comercial.
Se llamaba Lydia y, después de verla, decidió que iba a escribir sobre ella.

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