MARCELA Y EL POEMA PRESTADO – Daniel Ferrer-Vidal Cortella

Por Daniel Ferrer-Vidal Cortella

Conocí a Marcela en el tren camino de la facultad, el primer día del segundo año, y después en los pasillos y en las aulas me la crucé tantas veces que acabó siendo para mí un generador permanente de desconcierto, cuando todo en mi vida estaba estable y yo en paz conmigo mismo. Llegamos incluso a salir algunas noches con el grupo, pero no alcancé nunca, en los cinco años restantes de facultad, a manifestarle mi amor, mi profunda y sumisa devoción.
Años después, siendo ya psiquiatra, me reencontré con ella gracias a su poema prestado. Estaba en Tomé, ella debió descubrir que yo había comprado por internet un viejo libro suyo de poesía, y mi teléfono sonó, en forma de mensaje. Era un frío día de enero del año 2006:
«SMS Marcefacultad”: el hannover es un b. sitio. 8.00. t akordars de mí?
El libro que compré se titulaba “Latigazo de la memoria”. Con este libro Marcela había ganado un premio, hace casi treinta años, a los veinticuatro, y desde entonces no me consta que haya vuelto a publicar nada más. Lo pedí en la página “El mundo de los libros”, un portal de Internet de venta de viejos títulos, al que accedí escribiendo los apellidos de Marcela -Gracián, Majoy- en el buscador. Lo hice seguramente en un día de desesperación, recordaba que ella había escrito algo de poesía y necesitaba encontrar algo suyo, íntimo: sorprendentemente, allí estaba. Lo encargué. Quería leerlo y revivir algo de ella, pero pretendía sobre todo precipitar una cita: en mi fantasía imaginaba una complicidad secreta entre la autora y el librero, o mejor, la librera: imaginaba una librera ya mayor, garante de un imaginario mundo de los libros, que reportara personalmente, a todos los escritores de libros mediocres, cualquier avance en cualquier venta. Seguramente solo fue un sencillo y automatizado programa informático lo que propició el enlace entre editor y escritor, en este caso, la venta de un ejemplar de un olvidado libro de poesía en este país, en este siglo. Sea como fuera, el que Marcela supiera de la petición del libro provocó el SMS desequilibrante que finalmente me envió, justo lo que yo quería y no quería (no tenía por qué hacerlo, podía callarse para siempre, podía convertir mi anhelo en su silencio, guardarlo en esa recámara de la mente que la desmemoria consume del todo con los años). Tenía, de momento, un mensaje pendiente de respuesta, el mensaje pendiente de respuesta.
En mi paseo por la red, además de comprar su libro, descubrí también todos sus avances profesionales, que no eran muchos: al finalizar la carrera eligió Bioquímica como especialidad, eso yo ya lo sabía, y descubrí que trabajaba entonces en el Centro de Regeneración Celular, un instituto privado de investigación subvencionado, seguramente de prestigio creciente, joven, pues sólo mostraba en internet las memorias de los últimos tres años. La sede estaba ubicada en la zona más nueva, cerca del mar, donde el ayuntamiento intentaba situar todas las organizaciones innovadoras para convertir al barrio, o mejor, a la ciudad, en un referente en biomedicina y genética de ámbito internacional. Había en Internet varias referencias con su nombre, sobre todo artículos publicados que se repetían, algún artículo sobre su limitada actividad literaria y una entrevista sobre su último trabajo científico publicado en Nature, en el que recuperé en un audio su voz: reconocí y recordé su voz dura y rugosa, lo repetí tantas veces como pude, después de tanto tiempo, necesitaba escucharla, aunque fuera aquella voz enlatada y sucia. La entrevista versaba sobre las marcadas diferencias en las cadenas de nucleótidos del ADN entre las personas (¡podía llegar hasta un 20%!) y la importancia que ello podía tener para provocar enfermedades o proteger a las personas de estas. Me sorprendió, porque, si bien no disimulaba su acento, estaba claro su origen norteño, se expresaba con soltura, seria, con naturalidad. Después, seguí buscando nuevas referencias, y me llamó la atención encontrar la relativa a su graduación como doctora en la Universidad Autónoma de Barglar. Su tesis doctoral se titulaba “Bases genéticas de la fobia social”, lo cual me dio mucho que pensar, precisamente era en lo que yo estaba trabajando como psiquiatra, aunque desde la órbita relacional, no de la genética. Menuda coincidencia. Decidí que, si finalmente contactaba con ella, el tema de su tesis me ayudaría a entablar un punto de conversación que podría justificar, aunque con mucho retraso, mis repetidas miradas en los pasillos de la facultad, que jamás derivaron ni en una simple cita, es decir que se tratara mi caso (o el nuestro) de un simple ejemplo de fobia social. Dediqué al final mucho tiempo a buscar una foto suya, reciente o no. Me costó, pero en la última de las memorias del Centro, la del 2004, encontré una foto en la que salía acompañada de su grupo de trabajo. Al ampliar la imagen para apreciar el detalle, perdía definición, pero se dejaban intuir en la foto algunas cosas: mantenía sus mismas facciones, los pómulos que ensanchaban sutilmente su larga cara, su nariz grande como ya entonces lo era, aunque no la recordara, y su cuerpo delgado, con una pose centrada y serena que parecía permitir ya ceder paso lentamente a la madurez.
Tenía su foto, y tenía su voz.
En mi vida tras la facultad, durante el abandono emocional en el que caí (me había casado y divorciado por aquel entonces ya dos veces) jamás dejé de tener a Marcela en la mente, y jamás evité que saliese su nombre espontáneamente de mi boca, a veces a gritos, sin control, en mis momentos de máxima angustia, en forma de crisis. Su nombre, al final más que su recuerdo: solo el pronunciarlo había llegado a ser para mí un verdadero tic que rebajaba mi insatisfacción momentánea o mi insatisfacción vital: «Marce, ¡Marcela…!». En mis peores momentos llegaba a causarme conflictos: recuerdo una tarde de verano, en mi segundo piso después de la segunda separación, intentando torpemente rehacer mi vida, después de una noche seguramente de sexo frustrado y sobre todo de complicidad abortada, recuerdo gritar su nombre salvajemente, desinhibido por el alcohol o por alguna droga cara, sin control: quien quiera que hubiera intentado entretenerse conmigo aquella noche no debió de entender al principio a qué o a quién gritaba, y seguramente debió de mostrarse presto a interpretar lo peor, seguro debió pensar que era el nombre de una mujer de carne y hueso entonces por mí añorada (competidora tal vez), y no lo que realmente era, una mujer fantasma, el simple nombre de un recuerdo. En el libro, Marcela había escrito (quizás refiriéndose a mí, ¡ojalá refiriéndose a mí…!), entre otros, el poema que tomé prestado aquellos días:
Buscando la inequívoca imagen/el silencio te rodea los pasos/y entretanto te pide prestado el esfuerzo:/no eres tú sino tu errar/quien ha salpicado el pretendido camino. *
*M. G. M.
Cuando no se ha sentido nunca el amor, o nunca ha sido realmente compartido, o la persona o personas con las que se ha estado algunas veces o muchas no han sido en realidad la persona amada, los sueños recogen el testigo, insolentes, y uno vive por fin el amor, mientras sueña. Y puede ser completo y profundo, sentido, olido, entrado, penetrado. Solo en los sueños, traidores, uno recuerda lo que nunca ha vivido, pero existe, y entonces el sueño encarna una reivindicación: todos tenemos derecho a ser felices, todos tenemos derecho a ser amados y a amar, y además a hacerlo a la vez, amar y ser amados, simultáneamente.

El reencuentro:
Es fácil responder un mensaje escrito, con un simple impulso basta, hacerlo no requiere del esfuerzo que comporta sobrevivir a los segundos de la espera a las palabras, las palabras del otro, basta con un momento de duda y la decisión nos gana.
SMS.de acuerdo, mañana a las ocho, nos vemos!
El Hannover era un bar céntrico, tenía una terraza amplia que abarcaba toda la acera en la esquina sur de la plaza mayor. En invierno, olía discretamente a quemado por lo antiguo de sus calefactores, pero los coches enturbiaban el aire con sus escapes y así compensaban la calidez. La gente integrada se entrecruzaba cargando los paquetes de sus compras con los pobres que invisibles se acercaban y reclamaban entre las mesas, redondas y frías, alguna limosna. La luz de las farolas no vencía en todos los casos, el callejón de la derecha espantaba soberanamente por su oscuridad.
Allí entablamos una conversación que mató de golpe tantos años de especulación y de auto mortificación. Gracias a su saber estar, mis nervios de la anticipación duraron poco. Marcela me explicó mucho sobre sus avances en el Instituto, y la coincidencia en nuestros estudios fue excusa para programar nuevos encuentros. Yo le hablé de mis dudas, pero no de mis miedos. Era una mujer real, en sí misma mucho más rica que su recuerdo: era exclusiva en su sonrisa, y mantenía el viejo tic que cada poco deformaba su boca, tic que ya tenía entonces y que entonces me intrigaba, me fascinaba.
Dormí con Marcela varias noches. Ella estaba como yo divorciada, combinábamos con facilidad con nuestras respectivas exparejas los días libres de hijos, ambos manteníamos una relación cordial con cada cual. En esos días tan nuestros recorrimos otros bares tranquilos por las tardes para debatir sobre esos intereses más profesionales -publicaremos tal estudio, yo puedo aportar casos de mi consulta, tú tu visión más científica…- y dibujamos propósitos que no llegaron a nada; por las noches recuperamos los antiguos pubs de cuando jóvenes, que compartíamos entonces sin tocarnos y que ahora nos servían para mantener vivas conversaciones y roces. Pero no fui capaz en ninguno de los encuentros de revisar con ella mis antiguos sentimientos, ni de preguntar por los suyos si es que alguno había, si es que algo llegó a sentir por mí algún día.
Una noche, una de las últimas, le revelé mi relación con su poema prestado, cómo me había acompañado estos últimos días, antes del reencuentro y también después, cuando ya nos estábamos viendo, como seguía siendo compañero en mis recogimientos y noches en silencio. Marcela me confesó que no era a mí a quien se refería, no había camino, ni pasos, ni imagen ni errar, que tuviera que ver conmigo. Se rio. Descubrí entonces que nada había pendiente en mis anheladas cuentas, que no había débito. La presencia, a veces tan cruel y concisa, es la manera pragmática de diluir la fantasía. La realidad contrastada, sus palabras tan directas, disiparon mi devoción, para transformarla primero en decepción y después con los encuentros siguientes, en simple paz.
Poco a poco nos distanciamos hasta que las excusas dejaron de ser necesarias para que el tiempo pasara. Nos dejamos de ver. Luego los meses, los días y los años se auto alimentaron para ser los de siempre, los mismos de siempre. Nuestro reencuentro fue sobre todo una puerta abierta a envejecer, como un permiso, una especie de confirmación; y también la evidencia de como un aprendizaje puede restar como un poso de café amargo, como una decisión fácil, inmediata, irreversible, resuelve un sufrimiento largo, como el contacto que tanto hiere no sangra como esperamos, como con la derrota acabamos siendo un poco menos torpes, un poco más expertos, un poco menos jóvenes, un poco más huraños. Y entonces los sueños dejan de ser reivindicaciones y los poemas prestados se confunden de tan usados, no dicen ya lo que sienten, no precisan ser retornados.
Ahora, quince años después, recuerdo esos días ocasionalmente, con una nostalgia breve, el nombre de Marcela ya no aparece abrupto en mis silencios. Mis dos hijas han crecido, estudian en la universidad donde se relacionan con sus pares y disfrutan y sufren, se encuentran y se enfrentan, o sueñan o comienzan historias sin sentido que acaban o no acaban, los nuevos ciclos.

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