MI ABUELO TELE – Luis Miguel González Cabezas

Por Luis Miguel Gonzalez Cabezas

En la banca de madera, testigo fiel de toda su vida, pasa más tiempo mi abuelo ahora sentado. Mira atento las esquinas aprendiéndose las grietas para llevárselas. No se quiere ir.

Ahora comparto menos tiempo con él, pero siempre que puedo me acerco a verle y estar un rato. Mis pasos van por otras sendas, aunque continúan siguiendo los suyos. Él está orgulloso de su nieto, se lo dice a las visitas y no le importa que yo esté delante, es más, lo dice a propósito para que se lo escuche.

Me recibe siempre con una sonrisa y desde el rincón preferido de su banca comienza a interrogarme para oírme hablar de lo que hago. Me mira mucho. Le miro y sonríe. Seguimos mirándonos igual que siempre. Sin palabras, solo mirarnos.

Sus ojos no tardan en lagrimar; llorosos contrastan con la alegría que expresa su rostro. El paso de los días refleja cada vez más la pausa y los silencios entre palabras y frases. Hace esfuerzos por recordar y seguir como tantas otras veces. Bien nota él que ahora le cuesta más. Las cicatrices de los días que ya pasaron fueron ensayos en escenarios pintados de colores vivos de primavera. Ahora el tiempo está casi gastado y los colores son más pálidos.

Mi abuelo Tele se aferra a la vida agarrado a sus recuerdos viendo que se le van. La tiene llena en sus espaldas de tanto luchar.

Abrió los ojos la madrugada del 24 de julio de 1915 en la cama de sus padres. Así se nacía entonces si había suerte. Adivinó sin saber los ojos de su padre que estaba allí por casualidad. Se preparó el parto pronto, sin esperarlo todavía, y mi abuelo se adelantó deseoso por salir sorprendiendo a su padre antes de que marchara a limpiar grano. Al lado, la señora Juana limpiándose las manos.  Ese día mi abuelo despertó a la vida y esta comenzó a pedirle.

Mi bisabuela, la Tía Paula, no tuvo más reposo que unas horas de sol bajo el sombrero de paja. Suerte tuvo que a ella el parto se le presentara en casa, conoció a otras vecinas a las que les sorprendió en el surco, en plena faena. Allí nacieron sus hijos, algunos sin vida.

A mi abuelo le llamaron Francisco en los papeles, pero Telesforo en casa y calles. Cosas de entonces. Para sus siete nietos era el abuelo Tele. Corrió porque tenía que correr y darse prisa en crecer.  Al día siguiente de echar a andar anduvo tras «el pan y la sal» y aprendió a encontrarlo con cierta frecuencia observando al Tío Alberto, su padre. El pelo y la pluma conocían sus pisadas en la Dehesa y en la Vega; paso tras paso grababa en los barbechos el peso de su cuerpo ensimismado o doblegaba la hierba en primavera haciendo senda.

Yo le conocí desde el primero de mis días. Pasaba tiempo en casa de mis padres y ellos en la suya. Ocupaba poco en la banca de madera donde acostumbraba sentarse; era ágil y se presentaba algo agachado, con la tez blanca y ojos vivos. Su nariz respiraba astucia y por su boca pequeña siempre salían palabras justas y sabias. Jamás le oí un “mecagüen” ni nada similar. Sí le oí subir el tono enfadado, casi siempre con destino a algún animal. Dice mi madre que siempre fue así. La Guerra, nuestra Guerra, le dolió en la espalda y en su vida. Marchó obligado y regresó antes de tiempo señalado por dentro y para siempre. Y para que se notase, marcado también por fuera.  A mi abuelo no le gustaban ni los petardos, ni las películas de tiros ni las de sangre. Así las llamaba él.

Aunque pequeñito, caminaba yo tras él por los caminos seguro de su paso escuchando las sabias recetas que me daba. De él conocí hasta la última hierba de ese campo suyo que es mío ahora. Aprendí también el comportarse de los pájaros y el de los conejos y liebres.

Me lo anunciaba el día de antes si iba a venir a por mí. Lo veía aparecer a lo lejos, por la cuesta de esa calle que yo imaginaba que nacía en su puerta. Yo le esperaba en el peldaño alto de la terraza de la puerta de mi casa. Mi madre, para no dejarme solo, aprovechaba mientras para barrerla. Cuando llegaba cruzaba dos palabras con ella y salíamos caminando. Yo siempre tras él copiando sus pisadas.

Los pasos rítmicos se sabían de memoria el camino. En la riá -orilla del río- la sombra de los chopos se agradecía. El sonido del agua, el trino del mosquitero, el aleteo de una paloma torcaz o el zigzagueo de un conejo sorprendido eran una delicia.  A veces mi abuelo se detenía para indicarme con gestos un nido, una liebre encamada o rilear los perdigones tras la perdiz. Era mi maestro de Ciencias Naturales y aquel lugar mi parque; la tierra y el tiempo en los que soñé tantas cosas.

Un día me abandonó. Estaba cayendo la tarde y yo seguía jugueteando con piedras y palos cerca de la choza. Hasta ese momento mi abuelo estaba allí, a unos metros de mí. Ensimismado en mis juegos le sentía por ahí, más o menos cerca y eso era suficiente. De pronto levanté la cabeza y no le vi. Me puse de pie para otear el campo y no le vi. Peiné con la mirada el cachal y mi abuelo se me perdió entre cultivos y caminos. Tendría entonces siete u ocho años y aún no conocía bien la tierra. Alcé la voz llamándolo sin recibir respuesta. Quedé triste y asustado, quieto, casi encamado. Pasaron los minutos y el sol anunciaba oscuridad. Y yo casi inmóvil esperando que de pronto apareciera. Fueron minutos que se antojaron eternos. Mis ojos comenzaron a regar mi rostro y un silencioso llanto apareció haciendo mueca. Tuve miedo. Me sabía la lección: “Si alguna vez … tú no te muevas de la choza”, me había dicho mi abuelo mil veces.

Pasó el largo rato escuchando a los grillos y a un rítmico autillo. La calma era toda. De repente oí sus pasos. No podía ser otro ni otra cosa. Eran sus pisadas. Me sabía de memoria su cadencia y su peso. Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo tranquilizando mi respiración. Me puse en pie y adiviné su figura desde el borde alto de la cacera. Lo vi llegar como si nada hubiera pasado.

– ¿Te has asustado?, me preguntó.

– Un poco, contesté haciéndome el valiente mientras me limpiaba las lágrimas.

– No tengas miedo, dijo mirándome a los ojos y acariciándome la cara. El abuelo ha tenido que resolver un problemilla. Vámonos que hoy es tarde.

En su rostro esbozó una sonrisilla que yo agradecí. No dijo más. No dije nada. Sus ojos y los míos se entendieron. Cogió la talega donde tenía sus cuatro cosas y comenzamos a andar de vuelta a casa.

Ese día mi abuelo me despistó entre los cultivos y se agazapó como buena pieza de caza, ahora para cazar. Lo que tanto sudor le costaba arrancar de la tierra se lo robaba el vecino a escondidas cuando marchaba la luz. Las huellas y las faltas en las matas no dejaban duda de ello. Mi abuelo conocía bien el fruto de cada una de sus plantas. La luna era cómplice del hurto y ese día tocaba esperar. Despidiendo el último rayo de sol lo vio llegar en su Vespino azul oscuro donde tenía instaladas dos aguaderas para transportar el botín. A mí me había dejado como señuelo jugueteando en la choza. Él esperó agazapado en la linde del melonar. El ladrón entró confiado, tal y como lo había hecho otras noches.  Cuando estaba en plena faena apareció de la nada mi abuelo para darle las “buenas noches” cazándolo con la mejor pieza entre sus manos y un respingo de cuerpo entero. No fueron necesarios diálogos ni enfados.

Cumplido el cometido volvió mi abuelo a la choza para recogerme. Sin saberlo, yo había hecho bien mi trabajo.

Llegamos tarde aquel día al lugar -al pueblo- pero nadie estaba preocupado.

Le oí contar aquella historia mil veces, pero jamás con odio hacia nadie, más bien con cierta guasa. Cada vez que le oía contarla me sentía más protagonista. “Gracias al muchacho”, decía siempre.

Aquellos fueron días de mucho trabajo y gloria. ¡Qué pena me da verle contarlo todo sin respiro! ¡Qué orgullo tengo viendo sus manos tan llenas!

Ahora el tiempo es otro.

-No tengo tiempo, dice frecuentemente sentado paciente en el rincón preferido de su casa mientras rescata de su memoria historias “virídicas” -nunca pronunció bien esa palabra-.

– ¿Tiempo para qué, abuelo?

– Para contarte y quererte, contesta bajito siempre.

Mi abuelo tiene los años cargados de vida. Se aferra a ella y vive de las ganas de vivir que tiene. ¡Si no hubiera dado tanto…! Se le acaba la vida de darla. Pide más para seguir dando. Piensa en sus terrones de tierra deshechos en polvo y se ve polvo para caer en la tierra. Piensa y no le gusta pensar en ello. Repasa los días y se agarra a todo.

Una tarde fría de enero mientras asaba castañas para mí en la estufa de leña rompió el silencio de repente.

– ¿Te acuerdas de Pichistrán?, me preguntó.

– ¡Cómo olvidarle!, contesté ansioso invitándole a contarme.

– Se lo compramos al Tío Serafín. ¡Menuda compra hice aquel día!, dijo como arrepintiéndose.  El caso es que era un buen animal, pero costó que nos entendiéramos los dos, terminó diciendo.

Pichistrán era un burro cobarde que le acompañó algunos años en su camino. Blanco de capa, pero pintado de gris con lunares salpicados en el lomo, era de carácter miedoso y desconfiado. Caminaba bien y respondía con agrado a las caricias, pero veía fantasmas en el agua del charco y en las puntas quemadas de las cañas de la vereda. Se asustaba de su propia sombra y se ponía a dos patas sin avisar. ¡Volaba! Más de una vez caí de su lomo. Levantaba rápidamente el culo del suelo por dolorido que estuviera para evitar ser visto. ¡Qué vergüenza! Y además, no me dejarían volver a montarlo.

Pichistrán se marchó un día gris con un tratante del pueblo vecino de Santa Cruz. Nos costó llorar. La cuadra quedó vacía y las estampas del camino sin protagonista. El carro quedó olvidado y los arreos colgados en la habitación perdida del corral, abandonados al polvo. Llegaba el progreso. O eso decían.

La vida cambió y no volvió a ser la misma.

 

Llegué el primero aquel 24 de julio. Después del ritual de bienvenida de siempre sonrió y me hizo cómplice de sus tesoros. Del bolsillo de su camisa sacó una cartera marrón descolorida del roce y del paso de mil días; de ella unos papeles gastados de tanto ignorarlos. Entre ellos un calendario de la Virgen de Alarilla del año 1965 y un recorte de periódico que comenzó a desdoblar cuidadosamente siguiendo el orden de cada uno de sus infinitos pliegues.

-Mira. Ten, antes de que lleguen los demás, me dijo.

Aparecieron “unos verdes” -billetes de mil pesetas-  sin haber pasado por más manos que las suyas. Tenían tantos años como el calendario que les acompañaban.

-Cógelos. Son tuyos. Yo ya no los voy a necesitar. Tengo todo pagado, me dijo.

– ¡Pero abuelo!

– Cógelos antes de que lleguen todos, que no tengo más que estos y son los últimos.  Los llevaba para salir al paso de algún compromiso, añadió.

Me los dio con cariño, acompañando el gesto con una sonrisa; como quien no da nada y quien da todo. A mi abuelo el campo se le cierra entre cuatro paredes y la gorra de cuadros que le ha acompañado los últimos años está mejor colgada. Cree que no volverá a romper la tierra con sus manos. Piensa que el sol no tostará más su cara porque sabe que va rápido el tiempo.

Ha mandado comprar un jamón para celebrar su cumpleaños. Cumple ochenta, pero realmente celebrar, lo que se dice celebrar, solo ha celebrado los últimos. Ni siquiera veinte. Este año sí. Alrededor de él daremos buena cuenta y hasta el hueso del candil sus dos hijas, yernos y sus siete nietos. A decir verdad, mi tío y primos no sé si vendrán porque siempre tienen mucho que hacer.

 

Quiero creer que se equivoca. Me gusta pensar que se equivoca.

Se equivocó aquel día en el camino de Arenales cuando paramos a coger aceitunas. Los tiempos no son iguales que antaño, pero creo que se equivoca.

Aquel día salimos pronto. Él andando y yo sobre los grandes serijos a lomos de Pichistrán. El camino reluciente y los eriales claros daban pistas de la heladora noche. El campo quieto, despertando al sol de la mañana fría de enero. El olivo era grande y estaba cargado de fruto. Comenzamos a ordeñar las ramas bajas para seguir dando palos en las más altas. El olivo agradecía cada delicado golpe con lluvia de aceitunas. Pronto se llenó la espuerta de esparto al tiempo que se me hacía monótono el trajín. Las manos frías se me quejaban en la yema de los dedos y llegó el momento en que odié la labor de recoger. Me despisté y no hubo manera de hacerme volver a la tarea. Se equivocó mi abuelo aquel día gastando tiempo en intentarlo.

Volvió al lugar más enfadado que cansado. Yo, nervioso y siguiendo sus pasos pisada tras pisada. No me dejó montar sobre los serones que volvían cargados de fruto a lomos de Pichistrán. Esfuerzo, sudor y “pa´lante”. Lección aprendida.

“Abuelo, sé que te equivocas”, me gustaría decirle.

Miro atento a mi alrededor.  Veo, huelo, oigo y saboreo. La leña amontonada en el patio encalado me dice que tiene que calentar muchos inviernos; la parra está repleta de vida y sombra en sus sarmientos. Su rincón preferido recibe los cuatro justos rayos de sol colados entre las pámpanas verdes y los racimos pintones. Al joven olivo de la tinaja de barro le quedan por escuchar inmóvil muchas conversaciones de esas “sin importancia”. El aire sabe a verano.

Bajo El Castillejo le espera el fruto de la Tierra removiéndose por dentro. Aquellos espárragos quieren verte después de tres años dormidos al abrigo de la Tierra. “Ya vienen blancos, abuelo”, le digo. “Se tornarán verdes cuando vean la luz, como a ti te gustan”, termino diciéndole.

Los frutales de La Poveda te echan de menos, pero saben esperar. No les duele que tardes en visitarlos, les dolería que no aparecieras más. Te esperan cada tarde cargados de peso y anhelan mirarte mirar el horizonte para marchar tranquilo sin “moro en la costa” que arranque el fruto aun verde.

La senda duerme tranquila recordando tus últimas pisadas soñando con el día en que aparezcas ligero por la orilla del pobre río.

¡No! Agárrate a la vida abuelo. A tu vida y vuelve a recorrer y visitar la tierra viva de esperanza. Equivócate y sujeta el alma desprendida que aun teniéndola llena puedes rebosar la palma de tu mano. Sigue dando sin medida que al que más da más le mima el de arriba.

¡Abuelo! Equivócate. Aférrate a la vida, que aunque camine por otras sendas siempre sigo detrás y todavía me quedan por aprender muchas cosas. ¡Espera! Sigue cargando tus años de vida.

 

 

Mi abuelo era hombre de pocas palabras, hablaba mejor con sus gestos y sus ojos. Se marchó mirando los míos casi un año después de aquella estupenda tarde. Estuve con él un rato sentado en su banca. Me contó mil cosas. Salió hasta la puerta de la calle y se despidió para siempre. Levantó su mano que yo vi llena. Sus ojos, limpios de polvo y paja, miraron los míos. Los tenía más llenos que nunca de azul cielo; eran los mismos con los que me había dado tantas veces tantos besos.

Hasta luego abuelo, le dije sin saber que sería un “espérame allá arriba”.

Luis M. González

 

 

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