MI CACCHI RICCI CON CHIPI CHIPI – Mª Rosario Padrón Rodríguez

Por Mª Rosario Padrón Rodríguez

Me fui del salón porque no podía resistir aquel dolor en el lado derecho de mi abdomen. El condenado sufrimiento llegaba hasta tal punto que parecía que me apuñalaban.
Llevaba diez cólicos nefríticos en los últimos siete años.
Corrí a buscar a mi amigo Adolonta, el número uno de los medicamentos para las dolencias fuertes, aunque estuviera en la última gaveta del infinito mueble del baño. Siempre guardado por si las moscas. Allí, juntito con otros analgésicos para aliviar el daño, hasta que lograra llegar a Urgencias, que se encontraba a siete kilómetros de mi casa.
Impensable coger el coche y franquear las peripecias del tráfico. Además, me dejarían ingresada varios días.
Cada vez más intenso, Cacchi Ricci, o sea, mis riñones, me instigaron a pensar con rapidez.
Llamé a un taxi que tardó una eternidad. Logré subirme al asiento trasero y me coloqué como un faquir que mortificara todo su cuerpo.
Mi cabeza daba vueltas. Se mezclaban todos los tecnicismos de los últimos nefrólogos, esto es, cistinuria, nefrolitiasis, oxalato, etc.
En fin, el semáforo no cambiaba a luz verde. El conductor pensaba bastante despacito y me hablaba sin cesar. No había forma humana de que entendiera lo que significaba mi suplicio de Cacchi Ricci.
Mi mayor obstáculo para llegar a Urgencias era el color rojo de un elemento vertical que regulaba el tráfico. Es decir, explicado en primaria: es un aparato eléctrico que sirve para organizar la circulación en las calles de nuestros pueblos y ciudades.
Santa Bárbara bendita, los noventa y cinco segundos más largos de mi vida. Esa duración es el cambio de la luz roja a la luz verde. Vi colores, estrellas y el firmamento entero.
Por fin, apareció un policía municipal que asomó la cabeza por la ventanilla izquierda, justo enfrente de mi cara. Atiné a decirle lo apremiante del episodio y todo empezó a arreglarse.
Los dos hombres hablaron entre ellos y llegaron a la conclusión de que yo estaba de parto inminente.
—Pero que no estoy de alumbramiento, señores.
—A pesar de todo, llegaremos en un pispás. Hay semáforos averiados y con la lluvia todo se ha puesto fatal —explicó el chófer.
—Pero si aquí no llueve nada, cómo es qué hay tanta agua —pregunté.
El vehículo empezó a moverse a una velocidad moderada, sin embargo, desde el asiento trasero y recostada, todo lo sentía, lo veía, lo respiraba tan pausado…
Era como una película a cámara lenta.
Observaba una finita llovizna, las cabezas de las personas que transitaban la calle, las luminarias de los negocios, desde una tintorería hasta el estanquito de las quinielas, pasando por la Cafetería Imperial.
Por unos segundos me acordé de mi padre, que me contaba la historia del señor Barraquito. Me pareció que mi nariz se perdía un instante olfateando el café, el aroma dulce y delicioso de las almendras, en unión con el único grano marrón tostado, el licor, la canela y la piel de la lima.
Mi segundo de paz se vio empañado en cuanto el taxi pasó por encima de los rieles del tranvía. La sacudida en las ruedas fue tal que las piedras del riñón se clavaron hasta el alma.
Yo seguía rezando a todos los santitos o beatos del santoral.
Pero me costaba entender dónde estaba mi embarazo.
¿Acaso estoy soñando?
Verdaderamente, el trabajo de los taxistas es mucho más que conducir y llevar a los pasajeros de un lugar a otro. Esta labor implica enfrentar largas jornadas, lidiar con situaciones estresantes, manejar a los pasajeros “difíciles”, el tráfico, los horarios intensivos, etc.
A pesar de todo, lo entiendo.
En el espejo retrovisor interior del taxi colgaba una bolsita de neutralizador de olores, posiblemente era de lavanda. Pero mis riñones no estaban para florituras ni fantasías.
El dolor intensísimo ya se irradiaba hacia la zona de la vejiga. Me tumbaba. Me hundía en el asiento. Quedé engullida por la tapicería gris. No parecía de lujo, ni ostentosa, pero resbalaba y pude amoldarme.
Los aromas de lavanda trastornaban mi cabeza.
Efectivamente, la fragancia era buenísima, pero yo necesitaba mucho Valium mezclado con algún sucedáneo fuerte.
“Haga la respiración profunda, inhale lentamente por la nariz, llenando completamente sus pulmones y luego exhale lentamente por la boca. Realice este proceso varias veces hasta que se sienta más relajada y llegaremos a la clínica”.
No sabía quién hablaba: ¿el conductor?, ¿el policía?
—¿De cuántas semanas está, señora? —me preguntaban.
Me imagino qué cara tendría yo, me sentía descompuesta, hecha un trapo, como tres en un zapato y otro intentándose meter.
—Los taxistas no conducimos ambulancias, pero sabemos un poco de todo. Sin ir más lejos en este coche han nacido dos de mis tres hijos. Mi mujer siempre me dice que los dolores de parto no les llegan a los tobillos a los dolores del nervio trigémino.
—¡Qué barbaridad! —apunté.
Lo más pendiente que estaba yo en hacer valoraciones, ni estadísticas de los dolores de la mujer del chófer, ni del trigémino, ni del parto. Sólo quería llegar a mi destino y volver a sentir el agobio de las camillas, enfermeras… Apreciar todas las batas blancas y verdes que hubiera en el mundo. Ese olor característico e indescriptible de los pasillos de los hospitales.
Imaginé los megáfonos llamando al nefrólogo de guardia.
Percibí una parada momentánea del vehículo. Un toque seco y brusco en el cristal, giré como pude la cabeza y vi al policía municipal que me indicaba que ya estábamos llegando.
Otro semáforo rojo, quizás era carmesí o grana cochinilla. En definitiva, dejó de gustarme el rojo.
Se abrió la ventanilla y escuché “llegaremos en un minuto”.
No sabía si me dolía la cabeza, el riñón, las pestañas, los lunares o simplemente estaba mareada de la conversación con mi “amigo conductor”.
Pues bien, llegamos a la puerta del recinto hospitalario. Ese rótulo verde con letras grandes, iluminado. Qué alivio y consuelo.
Vi a un celador, al segurata, enfermeras, etc.
Oí que tenía que esperar a la atención médica inmediata. Para mí el verbo esperar no estaba en el diccionario. Ya la fatiga se apoderó completamente de mi ser y casi me desmayo.
Como era de esperar, la valoración inicial de los médicos fue cólico nefrítico agudo. El triaje estaba hecho.
Medio desperté. Y empezó mi tranquilidad. Tenía cables, vías intravenosas, máquinas que hacían pipi pipi pipi. Los sujeta sueros, altos y pomposos, eran dignos de ver.
Yo parecía un árbol de Navidad. Me faltaba la estrella de Oriente en la testa. Las luces ya estaban incorporadas en el pulsómetro. Los villancicos eran los pasos ensordecedores del personal de la planta que entraba y salía.
Me recordó al carnaval de febrero o al camarote de los hermanos Marx.
La metralla entraba por la vena, me calmó enormemente los dolores. Creo que apaciguó el hambre que tenía.
Cerré los ojos y pensé mucho. ¿Qué necesidad imperiosa nos llevaba a la vorágine de la vida?
Había reflexionado tantas veces que la salud es lo realmente importante… Todo existe en un espacio de tiempo tan pequeño, nada es eterno.
La delgada línea que separa el éxito del fracaso es sólo unos milímetros…
Lo realmente importante es Ser y no Tener…
Se mide dos veces y se corta una…
Me gustaría ser feliz…
La vida pequeña…
Hoy sólo estamos pendientes de la estética y no de la ética…
Con esos pensamientos algo existencialistas, la oscuridad y el silencio de la noche, ambos tres, se congratularon para embelesar mis sentidos y me ayudaron a dormir. Los poquitos movimientos de mi molido y exhausto cuerpo fueron cesando.
Me despertaron los recambios de medicamentos, con toda la parafernalia salvadora y liberadora que tenía en los brazos. Me explicaron las marcas violáceas y los hematomas.
“Cuando se termina el suero que se está infundiendo, no se ejerce presión para introducir el contenido del sistema a la vena, por lo que lo peor que puede pasar es que el suero se llene de sangre, se obstruya y tenga que volver a pincharse. Lo haremos en la mano”.
Con más herramientas médicas envolviéndome parecía un juguete de Lego complicado y colorido.
Tocaron en la puerta de la habitación 117 de la primera planta. Entraron dos hombres vestidos de forma campechana, muy risueños y alegres.
—¿Ya tuvo el bebé? —dijeron.
Me puse tan contenta y agradecida al reconocer las voces. Esas ondas con la frecuencia, amplitud y timbre característico que aún me sonaban y que me acompañaron en el tremendo y agotador viaje por las ramblas, un día con chipi chipi.
No pude reconocer sus caras. No las tenía definidas. En el fastidioso trayecto había extraviado las gafas, aun así, supe inmediatamente quiénes eran.
—¿La entretuvimos, verdad?
—¿A que no se aburrió con nosotros?
—Somos Ismael e Isaac. Su conductor preferido y el policía municipal a domicilio. Pertenecemos al 112.
—Ayer nos tocó traerla a usted. Estábamos un poco preocupados, por eso avisamos a admisiones e informamos para que fueran preparándose, así podían tener su historia clínica y tomar medidas.
—Gracias, por todo.
Miré a los dos hombres y las lágrimas bajaron por mis mejillas.
Tenían una mirada tan limpita…
Me acompañaron toda la tarde.
—¿Hablé mucho? —dije—, no me acuerdo.
—Solamente suspiraba de dolor —se reían.
Los dos me interrogaron por turnos. Querían saber todo lo relacionado con los refranes y dichos que solté por mi boquita.
Aquello fue igualito al CSI en busca del cuarteto de la felicidad.
Además, se unió la esposa y madre de los tres hijos. Al igual que su marido no se calló ni un momento. Pero no me importaba. Su taconeo en la habitación me trasladó a las castañuelas del Bolero de Ravel.
Me puso al día de todos los “tíos buenos” de las novelas turcas con nombre y apellidos. Intenté abrir los ojos al máximo para disfrutar de aquella simpática mujer vestida de colores y llena de abalorios.
Obligado un descansito. Terminó el festejo.
Entró el especialista de guardia a darme algunos resultados y prepararme para el día siguiente.
Llegó la noche.
Me aislé. La sensación de paz y serenidad apareció ipso facto. La verdad es que no sé por qué mis pensamientos tomaron un camino de bienestar tan rápido. Hablé con mi “yo” más profundo. Me dediqué a viajar por la habitación, aunque estuviera acostada en mi cama articulada: el somier rígido parecía que me había tragado una tabla. A cada centímetro me paraba y filosofaba acerca de los placeres más básicos. No tengo más remedio que pensarlo a gritos en el interior profundo y recóndito de mi cuerpo. “¡Soy feliz!”. Me dormí.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 10 comentarios

  1. Bea

    Excelente relato muy ameno, me encantó un saludo

  2. Lourdes

    ¡Soy todo lectura, querida Ro…!.Espero con ansia la continuación 💋 💋

  3. Julio Govantes

    Deliciosa lectura, derrochando mucha frescura. Grande Charo

  4. Auxi

    Brillante, no he dejado de leer hasta el final . Felicidades, amiga Rosario

  5. Rosi

    Está genial 👋👋👋

  6. ALICIA

    Excelente publicación como su autora, una persona tan grande y de buenos sentimientos, tengo la dicha de haberla conocido un buen día que Dios me la cruzó en mi camino.
    Me encantó su relato, no podía dejar de leerlo hasta llegar al final.
    Muchas gracias por las vivencias compartidas contigo, mi querida y gran «PRINCESA».

  7. Mercedes

    Rosario, gracias por contarnos esta tragedia hecha comedia con tanto salero y la dificultad que conlleva. Me parece buenísimo.

  8. LOREDANA

    Decir que me parece un gran trabajo es decir poco, querida compañera. Encuentro que tienes un gran talento escribiendo y que eres capaz de transformar un momento complejo en una historia hilarante.
    ¡Bravo! te deseo grandes éxitos.

  9. Loredana

    loredanavitale.com
    info@loredanavitale.com
    192.168.200.11
    Decir que me parece un gran trabajo es decir poco, querida compañera. Encuentro que tienes un gran talento escribiendo y que eres capaz de transformar un momento complejo en una historia hilarante.
    ¡Bravo! te deseo grandes éxitos.

  10. Ramon Fernandez-Aparicio Arroyo

    Excelente relato, me ha divertido mucho Rosario, te he visto en la masterclass ultima con Carmen Posadas, y me parece fantástico que hayas sido capaz de escribir algo tan divertido con tu «timidez», adelante, y solo queda seguir escribiendo.
    Un saludo.
    Ramón

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