MI MADRE, SOLO HAY UNA

Por Gema Galbis Olivares

Supongo que la muerte de su madre tuvo que marcarla de alguna forma. Nunca hablaba de cómo se sintió y si lo hizo, fue siempre de forma superficial. De inmediato le salían las lágrimas contenidas y dejaba de hablar del tema. Se crio con su abuela y su hermana en la casa del pueblo donde siempre habían vivido. Era un edificio grande, con dos enormes ventanales que daban a la calle que custodiaban la puerta principal. Tenía dos alturas, aunque la parte de arriba solo se usaba a modo de granero. Allí trabajaban las conservas, las carnes del cerdo después de la matanza, el arroz…-Según la temporada, hacían verduras en conserva. A Atalía le gustaba especialmente ese momento, cuando preparaban tomate en conservas y tenían que empujar los tomates, previamente escalfados, con unos palillos para meterlos bien apretados contra el cristal. En el borde, una tela de hilo blanca sellaba el bote atado con una cuerda. Los días en los que trabajaba en la casa con este elemento junto a su hermana, dos años mayor, a ella le parecían divertidos. Tenían ocho y diez años.

Su hermana parecía que tenía siete años más. Tan seria, tan madura, tan en su papel de hermana mayor. Ella en cambio era la niña que correspondía ser. Impulsiva, espontánea y traviesa, o al menos eso parecía comparándola con su hermana. Sus amigas, primas e hijas de amigas de la familia, parecían seleccionadas solo para ella. Se juntaban dos claras generaciones. Por un lado, estaban las amigas de la hermana y por otro las de ella. Cortadas por los mismos patrones, unas eran las serias niñas de familia, formales y responsables, y las otras eran un atajo de revoltosas que no dejaban nada a la imaginación sin intentar llevarlo a cabo. Les gustaba ir a pasear por el camino que bajaba del pueblo hasta el rio. Andaban entre campos con sus canciones y sus juegos. Adoraban los frutales cuando estaban en su esplendor, y no dudaban en servirse directamente de los árboles, naranjas, albaricoques, melocotones, y siempre se quedaban con las ganas de tomar algún melón o sandia que tan preciosas se les mostraban. Un día, si se atrevieron y cogieron un melón, lo abrieron contra el borde de la acequia que delimitaba las propiedades y se sentaron a comerlo con las manos. Rieron, y cantaron y por supuesto se mancharon. Fue una de esas tardes tan divertidas que pasaban fuera de casa. Tampoco había mucho más que hacer.

Vivian en un pueblo muy pequeño que durante la guerra civil quedó atrapado en medio de los dos frentes y habían, todos, aprendido a llevarse bien con ambos lados sin decantarse claramente por ninguno de ellos. El papá de Atalía había estado en la guerra con la suerte de pasearse por ambas prisiones acusado de espía en los dos lados. Había sido muy raro y propio de una guerra que libraban cuatro políticos, y un montón de ciudadanos arrastrados por las circunstancias que poca escolarización habían tenido. Pues en medio de estos enfrentamientos se habían encontrado Vicente, su papá, que sabía leer y escribir perfectamente, y que ambos bandos habían utilizado como autor de sus correos de combate. Atalía hablaba de él como si hubiera sido un héroe de guerra. Ella le vio salir de la casa con uniforme y regresar con él, Supongo que su cerebro lo grabo y guardo de ese modo y siempre nos ha hablado de él así y así lo recordamos.

Atalía creció ahí, entre la posguerra, la dictadura y más tarde, la llamada nueva democracia.

No había tenido ocasión de ir al colegio, ya que los tiempos llevaban a los mayores de la casa a la escolarización, pero las pequeñas quedaban en casa dedicadas más a las labores del hogar. Así pues, a ella le había tocado la casa, y sabia cocinar, hacer la compra organizando perfectamente el dinero para que no les faltara de nada. Recordemos que en su casa el papel de la mamá lo hacia la abuela y ella era su mejor alumna.

 

 

 

 

 

Su hermana Eloina estudiaba fuera, en un internado, así que se veían en periodos vacacionales. Cuando venía le enseñaba a leer, y escribir, y todo cuanto había aprendido. Elo fue su maestra. Atalía la ponía al día de lo ocurrido en el pueblo. Bodas, bautizos y comuniones y alguna que otra defunción.  Nunca hubo competencias ni celos entre las dos. Las dos querían vivir y ser como la otra y cuando se juntaban no dejaban de maravillarse mutuamente por sus vivencias que tan distintas les parecían.

Los tiempos y la economía solo fueron suficientes para dar a Elo una educación escolar básica, de modo que a los diecisiete años ya estaba en casa. Su paso por los internados y las escuelas había acabado para siempre, y consecuencia, para Atalía también. Ahora su vida era el día a día del pueblo. Ir a buscar el pan, a comprar alguna verdura o algún trozo de pollo al ultramarinos, y si todo iba bien por la tarde podían salir a jugar a la plaza y subir paseando la calle Mayor con sus amigas. Se cruzaban con pandillas como ellas, de niños que también salían a pasear y a corretear por las calles. Hay que decir que las pandillas de entonces jugaban con varias franjas de edad, ya que los mayores llevaban a los pequeños de carabinas y, al contrario. La adolescencia trajo lo que tenía que traer. El tonteo de chicos con chicas, las risitas, y las miraditas. Y en estos tiempos de juegos prohibidos, Atalía conoció a Antonio. Ella tan atrevida, siempre dispuesta a cantar y bailar, a entrar en los campos y tomar unas frutas, tan espontánea, tan risueña, tan alegre, tan atrevida, tan bonita en general. Encantó así a Antonio que a su vez la deslumbró a ella con su energía, con su osadía, con su físico arrogante y guapo. Alto, delgado, son su bigote a lo Clark Gable. Era como un personaje de película, o al menos así lo veía ella.

Comenzaron así una relación de «novios”, que se formalizaría unos años más tarde, después de pasar por la presentación obligatoria de Antonio a Vicente. En aquellos tiempos, en los meses de primavera verano y parte del otoño, era costumbre en los pueblos, sentarse a cenar delante de la puerta de la casa. En la calle. Se sacaba una mesa y sillas de dentro, y se cenaba al aire libre, o “al fresco” como llamaba la gente a esta acción. A las chicas les gustaba mucho, era divertido y sobre todo entretenido. En todas las casas había gente cenando. Los vecinos iban de mesa en mesa y se intercambiaban platos para degustar todos de todo. Se charlaba de una casa a otra, y luego lo jóvenes se juntaban y podían pasear hasta la heladería. Parecía una gran fiesta popular.

Una de estas noches Antonio acudió para presentar sus respetos a Vicente, y así pedirle oficialmente permiso para cortejar a su hija. Atalía tenía 17 años y Antonio 19. Él vivía en un pueblo cercano. Su madre regentaba una venta, algo así como una posada. Era lugar obligatorio de parada para comerciantes de la zona y carreteros. Corría el rumor de que dicha venta era un negocio que encubría a otro, “el estraperlo”, algo muy recurrido en aquellos tiempos de posguerra. Es verdad que, en estos pueblos, muy rurales, se vivía bastante bien. Todos tenían sus pequeños terrenos que les proporcionaban verduras y frutas, y en casi todas las casas, en el interior, podíamos encontrar los corrales, con sus gallinas, pollos, conejos. Lo que no tenían unos lo compraban a otros o simplemente lo intercambiaban. Era una vida tranquila, sin lujos y la verdad es que sin pretensiones de ellos. Supongo que las andaduras de abuelos e incluso de ellos mismos de niños, en una época posterior a una guerra civil les hizo apreciar verdaderamente la esencia de los pequeños detalles diarios que a las generaciones actuales tanto les cuesta disfrutar.

Tras la presentación a Vicente, algunas noches, en el grupo de cena en la calle, también se unió Antonio. Atalía era feliz, tenía a su amor allí con ella. Pasaron cuatro años, y llegó el momento de formalizar en serio aquella relación. Ya no eran suficientes los paseos, y las cenas, los enamorados querían dar un paso más, y la familia también lo estaba deseando. Su niña pequeña estaba enamorada y ya era momento de una boda y de plantearse la vida más en serio, e intentar formar una familia.

 

 

 

 

Su boda fue todo un acontecimiento en el pueblo. Se casaron a las 12 del mediodía, en la iglesia enfrente de la casa de Atalía que vivía en la plaza. Después de la ceremonia, la familia de Antonio invitó a todo el pueblo a una paella valenciana y como entrantes se sirvieron unos platos de tomates partidos en dados con aceite y sal, se abrieron varias lechugas aderezadas de igual forma, y luego un plato de paella y de postre helados y tarta que habían preparado las amigas de la novia.

Atalía no podía imaginar cuantas aventuras iban a acompañarla el resto de su vida. A veces, en petit comité, las chicas comentaban cuánto les cambiaria la vida después del matrimonio, una meta que en aquellos tiempos cualquier joven que se preciara debía intentar conseguir.  El futuro era el matrimonio. Estaban educadas para ser las perfectas esposas y amas de casa, cuidar de sus maridos y que estos procuraran todo lo indispensable y más a sus esposas. Ser buen o buena esposa, era un reto. Y si les salía bien, todo un triunfo para sus vidas.

Antonio no sabía el buen casamiento que había realizado. Atalia era una mujer sencilla, natural, espontánea y adaptable. Jamás imagino lo feliz que iban a ser los dos, ella en su mundo de yupi, siempre dispuesta para apoyar a su marido en cuantas decisiones tomara. Siempre iba a estar a su lado, literalmente, para lo bueno y para lo malo.

Eloina se había casado dos años antes, y se había marchado a vivir con su marido, topógrafo militar, a Palma de Mallorca. De modo que el papá de las chicas se quedaba solo. Como la venta de Antonio estaba cerca, él y Atalia decidieron quedarse a vivir en la casa del pueblo. Formaron allí su familia. En veinte meses de matrimonio, dos hijos habían confirmado esa unión.

Antonio iba todos los días para atender su negocio, su madre había fallecido recientemente pero su temple y su carácter responsable ante la familia y el trabajo le habían ayudado a crecer personal y profesionalmente, y su venta de niño, ahora se había convertido en un restaurante con cierto nivel para la época. Los clientes llegaban con coches. Ya no eran carros ni caballos. Hasta él mismo tenía un coche. Atrás quedaron los duros tiempos del estraperlo y ahora parecía que las oportunidades estaban para todos a la vuelta de la esquina.

 

FIN DEL CAPITULO 1

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