MI PEQUEÑA FARAONA

Por Miren Goiz Argi Aristi Albizua

Hubo un momento en mi vida en que algo cambió en mí y empecé a ronronear. Primero fue un ruido casi imperceptible, una leve vibración, un gesto inocuo cuando me sentía satisfecha. Me embargaba una satisfacción efímera pero gozosa cuando me sentía tan felina… Lo malo era que pocas veces me sentía satisfecha porque había muchas cosas de las que carecía en mi vida y por mucho que me empeñara en autoconvencerme de que mi vida me complacía, ni siquiera conseguía engañarme a mí misma.

 

LLevaba una vida de soltería acompañada de mi gata egipcia. Años ha, había optado por vivir mejor sola que mal acompañada tras la  decepción que devino del fracaso de mi única relación: pensé que había sido afortunada al encontrarlo pero los gestos de cariño (tanto los míos como los suyos) se perdieron en algún rincón de nuestra convivencia y ya no volví a tentar a la suerte para no salir escaldada.

 

Aunque pensaba que mi tren hacía tiempo que había partido, no era inmune a los encantos de ciertas personas y entre ellas se encontraba mi vecino, con el que por desgracia, sólo compartía el rellano y la traicionera compañía de mi gata, que de vez en cuando se colaba por la barandilla para tumbarse gozosa al sol, en su balcón. Yo la entendía. Yo también me hubiera deslizado sigilosa entre hierros y geranios si supiera que cuando él me encontrara, podría acurrucarme en sus brazos y recibir sus caricias y atenciones. Cuando él tocaba nuestra puerta para devolverme a mi Nefertiti, era a mí a quien daban ganas de empezar a ronronear y frotarme contra sus pantorrillas como lo hacía ella con descaro como despedida.

 

Una mañana aciaga, cuando todavía remoloneaba en bata por casa, me pareció que alguien golpeó con los nudillos en mi puerta. Recelosa la entreabrí un palmo pero fue suficiente para que la traidora de  Nefertiti aprovechara la ocasión para correr huyendo escaleras abajo. Me asomé al hueco de la escalera para ver hasta que piso había descendido, pero lo hice con tanto ímpetu que desgraciadamente me desetabilicé y terminé asomándome demasiado sin posibilidad de asirme a ninguna parte. Mi mente visualizó todas esas aspiraciones que siempre había postergado y sentí con crudeza que ya nunca las llevaría a cabo. Mi último pensamiento fue ¡me he matado sin querer! y terminé con la crisma partida, la bata abierta y con decenas de deseos sin llevar a término.

 

Abrí los ojos, aturdida, todo era violáceo. Sentí la imperiosa necesidad de  estirarme y percibí un pequeño tirón en la parte trasera derecha y cuando me miré para comprobar que aquel percance había sido menos aparatoso de lo que en un principio creí, me percaté de que ya no quedaba en mí rastro de forma humana: me había transmutado en Nefertiti. Asustada y desubicada, subí sigilosamente, como un espectro, y volví a entrar en mi piso.

 

Con el paso de los días, decidí que yo también podía permitirme hacer una visita a mi vecino, al fin y al cabo, él siempre había sido muy afectuoso con Nefertiti y yo necesitaba de su afecto. Al anochecer me deslicé entre los barrotes y me colé en su salón. Él estaba sentado en un taburete mientras mordisqueaba restos de alguna cena precocinada. Me causó ternura verlo así, solo, desaliñado y sin pensármelo dos veces, salté sobre su regazo y allí me quedé. 

 

– ¡Nefertiti! ¿Dónde se había escondido mi gatita pelona? Creí que la gruñona no te dejaba venir a visitarme.- Su voz grave y sus caricias me reconfortaron pero mientras me dedicaba a amasarle sus fornidos muslos, no dudé en clavarle  las uñas con disimulo por el agravio que había soltado contra mi antigua persona.

 

Él creyó que me adoptaba y yo dejé que así lo creyera. Pasé de atisbarle por la mirilla a disfrutar de su compañía todos los días. A él le interesaban muchos temas, entre ellos ,el antiguo Egipto, la música clásica y las mujeres, pero llevaba un par de meses de convivencia con él y no le había conocido ninguna amiga. Me sentía la dueña y señora de su casa y a falta de otras actividades, nos dedicábamos a escuchar música cuando  volvía de alguna de mis incursiones nocturnas. Como un niño inocente y juguetón solía ponerme una grabación del Duo de los Gatos de Gioacchino Rossini y se desternillaba de la risa cuando yo, por seguirle el juego, maullaba como una descosida mientras me afilaba las uñas en la pernera de su pantalón.

 

Por una vez en la vida, podía decir que me sentía amada, ¡que era feliz! Sus abrazos y achuchones me llenaban de regocijo, esperaba ansiosa a que llegara de trabajar para poder sentarme en su regazo y llevar a cabo mis abluciones sobre el calor de su cuerpo. Aprovechaba para lamerle los antebrazos  y él se dejaba mimar mientras se quejaba de lo rasposa que era mi pequeña lengua rosada mientras sonreía. Por las noches, él se desvestía mientras yo lo miraba con fruición y cuando estaba listo, me acostaba con él y dormía tranquila y segura entre sus piernas.

Pero como la suerte siempre había sido bastante esquiva conmigo, pasó lo que pasó y comenzó el declive de nuestra relación. A él se le metió entre ceja y ceja que era perentorio que me visitara un veterinario porque la caída por el hueco de la escalera me había dejado una leve cojera en mi pata trasera, con tan mala fortuna que fue a llamar a una clínica veterinaria que había dos calles más arriba donde hacía prácticas una joven canaria que acudió a su llamada.

 

La tarde en la que ella se presentó en nuestra casa, nada mas atisbarla tras el sofá, la odié con todas mis garras. Era una mujer arrebatadora. Su acento canario llenó la estancia tal que un ave cantora. Alberto no pudo disimular su atracción. Se enderezó, engalanó su voz, y empezó a andar y a trastabillar tras ella y a cortejarla sin ningún disimulo. Ella se mostró encantada de conocer a “Albeto”( sin pronunciar la erre) y finalmente, por educación, se interesó por mí. Para entonces, yo ya me había marchado sigilosa por la gatera, reprimiéndome las ganas de arañarles la cara. Él adujo que yo era muy celosa y conjeturó que me habría sentido cohibida ante semejante beldad y que habría hecho mutis por el foro. Empecé a vislumbrar que lo que tenía de galante, lo tenía de cretino.

 

A los dos días de nuevo se personó en nuestra casa. Yo volví a dejarla plantada y él entre tartamudeos, le mostró mi cuenco de comida como si ello justificara mi existencia. Tenía un brillo de diversión en los ojos y atisbé que creía que flirteaba con ella. Entre chanzas y risas acordaron una tercera visita para que ésta fuera la vencida, y para mi desgracia así fue. Tanto, que en cuanto ella entró en casa y le miró con sus ojos de hechicera, comenzaron a desvestirse con urgencia y a trompicones terminaron en la habitación de Alberto, dando comienzo a una serenata de gemidos y jadeos que ni siquiera yo en mis noches de celo podría llegar a igualar.

 

A partir de ese día comencé una guerra encubierta contra la princesa guanche e hice todo lo posible para dejar como un mameluco a su “amorsito Albeto” pero cada disputa que yo propiciaba en la sombra, Idara lo solucionaba “escarranchándose” ante él, aunque ella, en su fuero interno, empezara a sospechar que él desvariaba. Dudaba de mi existencia. Muerta de celos porque ya no era el foco de atención de los cuidados de mi amado y  hastiada de morder y arañar todo lo que me oliera a ella, decidí que ya hora de dejarme ver.

 

Esa noche, una vez más, osó pernoctar en nuestra casa. Los escuché aparearse. Decidí que sería la última noche que me hicieran infeliz. Esperé a escuchar los plácidos ronquidos de los amantes y recorrí el pasillo silenciosa. La habitación estaba a oscuras pero mis pupilas se agrandaron y pude verlos a ambos. Con un liviano salto, me planté en la cama. Estaba decidida a dar caza a mi presa pero en el último momento, la muy pérfida, se despertó. Le salté a la cara y le bufé con todo mi ahínco para noquearla con mi aliento a pescado. Intenté arañarle la cara pero ella se escondió bajo las sábanas. Ciega de rabia, contraataqué colocándome sobre su cara e intenté ahogarla con mi peso. Ella resoplaba y yo maullaba guturalmente mientras su amorsito dormía a pierna suelta. Bajé la guardia al empezar a saborear mi victoria y en ese momento, la muy animal, me empujó con todas sus fuerzas y me arrojó contra el armario. A Dios gracias, los gatos siempre caemos de pie y pude sobreponerme al golpe pero antes de huir, aproveché para orinarme en la negligé que la descocada había dejado en el suelo.

 

Al amanecer, mientras ellos dormían, salté al patio interior y de un zarpazo conseguí sacar de su jaula al pajarito cantor de mi vecino del tercero. Lo asfixié entre mis fauces y antes de que despertara, se lo dejé a mi rival en su almohada para que supiera cuál era el destino de los canarios en esa casa.

El amor de la guanche no debía de ser tan incondicional, porque en cuanto vió al pajarraco, huyó despavorida y despeinada y no supimos nunca más de ella. Idara tenía nombre de princesa pero yo era una faraona.

 

Sé que mi amado, más pronto que tarde, volverá a conocer a alguna otra pelandrusca, pero mientras tanto, permítanme que me tome la licencia de seguir disfrutando de su afecto y de su masculina compañía.

 

 

 

 

 

 

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