MI REGALO – María Lasa Sarasua

Por María Lasa Sarasu

Empezaba a amanecer, asomaban pequeños rayos de luz por las rendijas de la persiana. El reloj de la mesilla marcaba las seis cuarenta y uno y Marcos nunca solía llegar tan tarde. Su austero mensaje había sido exactamente igual que las anteriores veces, nocturno y sin excusas, un simple hoy salgo, no me esperes despierta, pero algo hacía que esta vez Ana no dejara de dar vueltas en la cama, rumiando, nerviosa. Ella, que aparentaba tanta felicidad y saber estar, que parecía tan resuelta e independiente, no recordaba el día en que había empezado a sentirse tan sola.

Se levantó antes de su hora y desconectó la alarma sin que llegase a sonar. Se lavó la cara con mimo, despacio, observándose en el espejo del baño. Recogió su larga melena castaña en un moño alto e intentó relajarse practicando algunas posturas suaves de yoga antes de salir hacia su querido taller. Allí se sentía feliz. El ejercicio matutino solía sentarle muy bien para calmar los nervios, y esa mañana que Marcos no estaba para interrumpirla con sus malos humos, era el momento perfecto. Colocó su esterilla en el suelo del salón, bien alineada ante el espejo, e intentó sacar de su cuerpo la mala sensación con la que había amanecido.

Hacía catorce semanas y cuatro días que se cuidaba con más esmero, con más cariño. Se quería más. Una niña. No dejaba de imaginar cómo sería su carita, sus ojos, su pelo. Pensaba en su futuro, y en hacerla feliz. Se imaginaba también, algunas veces, a las dos viviendo en la casa de la playa, compartiéndolo todo, peinándose la una a la otra, solas, contándose confidencias y siendo dichosas, sin tener miedo a nada, ni a nadie. Invencibles. Acto seguido intentaba desterrar esos pensamientos.

“No pienses eso, seguro que en cuanto nazca la niña todo se arreglará” solía decirse intentando convencerse.

El timbrazo de la puerta la sobresaltó durante su tercera inspiración en la postura de la cobra. “Maldito cabrón, ya ha perdido las llaves de nuevo, a ver cómo llega hoy…” Pero los ojos que la miraban desde el rellano del cuarto piso de la calle Montera diez no eran los de Marcos, y antes de que el hombre le entregase el austero sobre sin sello y manuscrito a su atención, un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

Dos horas más tarde, con los ojos rojos e hinchados y sin ser aún demasiado consciente de la situación, Ana leía y releía aquella terrible carta mientras aguantaba la incómoda presencia de su suegra, que miraba al suelo recogida en un rincón, sin siquiera poder llorar, y a su cuñada, y sus desplantes, y sus malas maneras, y a ella únicamente le apetecía llorar y quedarse sola.

― ¿Pero estás completamente segura de que es su letra? ―le preguntó la más joven, mientras clavaba los ojos recelosos en las manos de Ana, que no paraban de temblar, sujetando aún la misiva entre los dedos. Y Ana entre sollozos, que sí, que estaba segura, pero que no entendía nada. Quitarse del medio de esa manera no parecía su estilo, ni mucho menos, y eso de llamarse monstruo a sí mismo, eso menos aún. Marcos era, más que cualquier otra cosa, vanidoso, y Ana dudaba mucho de que alguien tan soberbio y altivo pudiera, en el transcurso de una noche, darse cuenta de su naturaleza. Y mucho menos suicidarse por ello. Pero esa nota la había escrito él, de eso no cabía duda, esa forma tan peculiar de dibujar las erres…

―Nunca elegí nacer así, pensar así… ser un monstruo, una mancha en el mundo… no merezco vivir― había escrito.

 

Las preguntas y las insinuaciones maliciosas de la bruja estaban sacando de quicio a Ana, que intentaba ordenar sus ideas entre tanto cacareo, sin demasiado éxito. Que si debían dinero a alguien, que si alguno de los dos tenía una aventura, que si su hermano andaba metido en drogas, que si había visitado a algún loquero, que si esto, que si lo otro… y la vieja allí, en su esquina, sin decir ni mu, ni moverse, ni plañir ni nada, y Ana con ganas de gritarle y que espabilase de una vez… “¡Que se ha suicidado tu hijo! ¿Te has enterado?”

Pero no lo hizo. Aquella mujer, que desde que enviudó hacía un año y algún mes bebía como si lo fueran a prohibir y jugaba a las tragaperras como oficio hasta en festivos, bastante tenía. Un marido maltratador y alcohólico que al morir no le dejó más que deudas y dolorosos recuerdos en forma de moratones, una hija mandona y chupasangres, que menos dar cariño daba de todo, sobre todo problemas, y ahora su hijo que se suicidaba… su ojito derecho… su Marquitos.

Había pasado de ser una apuesta y presumida joven por la que todos los muchachos del pueblo hubieran matado, a la esposa de un hombre que, aunque a priori parecía un buen partido, alto, guapo y con buen futuro laboral, había resultado ser un pobre varón con la autoestima muy por debajo de la media, que intentaba disimular sus carencias a base de humillar a la madre de sus dos criaturas, en la intimidad primero, y en cualquier parte después. Y así, poco a poco, aquella belleza jovial se fue convirtiendo en la mujer amargada y desagradable que era hoy. Y aunque la viudedad le alivió en muchos aspectos, seguro, desde entonces había decaído un poquito más cada día. Y se había transformado en alguien tan gris que el simple hecho de tenerla al lado convertía un buen día en funeral. Una mujer tan triste que haría llorar a la misma muerte.

Ana nunca pensó que pudiera sentir pena por ella, aquella mujer siempre le había hecho sentir, sin decirlo, que esperaba algo mejor para su hijo. Su perfecto hijo, si ella supiera… Pero era verdad, sentía lástima. Era por la única que lo hacía, ya que después del shock inicial, y aunque la culpa le gritaba y le insultaba desde el subconsciente, Ana empezaba a sentir una sensación de alivio increíble.

A pesar de las frases incriminatorias y demás desplantes de la arpía de la “hermanita”, como Marcos la llamaba, quien más intimidaba a Ana en aquellos instantes era la madre. Había algo en su actitud que la turbaba terriblemente. Apenas levantaba la mirada del suelo, pero un par de veces la sorprendió Ana observándola, escrutando sus movimientos, su comportamiento… En cuanto las miradas de las dos se cruzaban, la doña volvía a dirigir, rauda, su vista hacia el suelo de la cocina, y se volvía a sumir en sus cavilaciones privadas, dejando los ojos fijos en un punto, como ausente. ¿Acaso la estaba acusando en silencio? ¿Había decidido la señorona que ella era la culpable de su desgracia? Puede que ya la hubiera juzgado, sin darle derecho a réplica ni a defenderse, pero no le importaba, ya nada le importaba. Ana bien podría contárselo todo, hablar en su defensa, explicarles su infierno, mostrarles los mensajes y las fotos, pero eso significaría tener que reconocerse como víctima y, a estas alturas, no lo veía necesario, no quería sentirse vulnerable ante aquellas personas tan poco cercanas, tan poco familiares. Al fin y al cabo, solo tenía que callar y disimular, y eso sabía hacerlo muy bien.

En la otra esquina, la cuñadísima seguía con su parloteo insolente, como ajena al estado de su madre, como quien habla de un famoso de la tele, tan fría que helaba la sangre escucharla, un iceberg desvergonzado, ofensivo. Una vez que vació su saco de reproches y soltó todo su veneno, la bruja creyó conveniente hablar de incineraciones, de féretros, de facturas y seguros de vida, también de funerarias, esquelas y demás formalismos, y quedaron las tres al día siguiente para terminar de concretarlo todo. Por supuesto, no dejarían que se ensuciase el buen nombre de su hermano, abogado de prestigio, generoso marido y bellísima persona (y putero, cocainómano y agresivo, pero eso quedaba debajo de la alfombra). Para ello, dirían a todo el mundo que el pobre Marcos había sufrido un ataque al corazón mientras dormía plácidamente con su querida esposa, ―Que las mierdas familiares se quedan en casa, faltaría más―había dicho con ímpetu la coruja. Que fría, esa víbora. Y en cambio la madre, como muerta, con la mirada perdida, como alguien sin nada más por lo que luchar en la vida, ni opinó ni abrió la boca para nada, tampoco en esos temas. Y mira si había sido de opinar, la señora.

Se despidieron por fin, tres, o cuatro, o seis interminables horas después, con cariñoso frío, o con frío cariño. La bruja fue la primera, lo hizo sin apenas rozar la cara de Ana con sus mejillas, no tanto por despecho sino por altanería, y como quien sale de un salón de belleza o de un cine, con el maquillaje impecable, sin rastro de llantos ni demasiada pena, más bien molestia, o interrupción. Como cuando te ponen anuncios en el momento álgido de tu serie favorita. Y la madre después, con su lento arrastrar de pies, cheposa por un día, proyectando su aliento caliente y denso a anís del mono, sujetó la cara de Ana entre sus manos firmes, torcidas y frías como de iguana. Y tras un larguísimo segundo en silencio, interminable, le susurró, bajito, un apenas audible ―esto queda entre nosotras― que Ana no entendió.

Un rato más tarde, por fin a solas en su habitación, y tras haberse deshecho de las sábanas que aún olían a él, volvió a leer, con esa sensación de déjà vu, el papel que la señora había deslizado, sigilosa, en su bolsillo al salir. No pudo evitar fijarse en cómo la señora dibujaba las erres, exactamente como lo hacía Marcos, y al fin comprendió. Y volvió a llorar, pero esta vez fueron lágrimas de alivio, de complicidad, de agradecimiento infinito.

Yo lo quería, de verdad que sí, pero tenía la misma mirada que su padre, esa mirada afilada, vidriosa, como de águila. Sí, fue eso, fueron sus ojos. Desde que empecé a sospechar lo que te hacía, poco a poco, fui decidiendo acabar, como hice con su padre, con su miserable existencia.

Este es mi regalo, el regalo que os hago a ti y a la pequeña Lucía, espero que lo sepas apreciar. Es el regalo más costoso que he hecho jamás, pero también el más satisfactorio.

FIN

 

 

 

 

 

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