OLOR A TABARDILLAS – Jose Manuel Paz Carreira

Por Jose Manuel Paz Carreira

El manzano está irreconocible. Lo recordaba enorme, lleno de tabardillas, mis manzanas favoritas, verdes, ácidas y con un olor penetrante que me acompañó durante toda la vida. Ahora el pobre levanta poco más de dos metros del suelo y casi no tiene fruta.
Subiendo y bajando a ese manzano pasé mis primeros cinco años. Vivíamos en una casa sencilla, en las afueras de Lugo, con una planta baja, donde estaba la cocina-comedor y un cuarto pequeño que hacía de despensa. El piso de arriba disponía de tres habitaciones: la de mis padres, la mía y la de la abuela Flora y un baño (todo un lujo en aquellos tiempos). Del sótano se accedía, desde la parte trasera, a las cuadras. Sólo recuerdo haber criado cerdos. En la parte norte teníamos un cerezo y el gallinero. Al sur estaban los frutales, manzanos y perales, y, separada por un muro de contención de medio metro que me encantaba saltar, la huerta. Jugaba con una especie de escarabajos que no tenían caparazón y yo los llamaba cerezas, para consternación de mi madre por si se me ocurría comérmelos.
Recuerdo con nitidez el día que no quise ir al cole. A la abuela Flora le llamó la atención, ya que me gustaba mucho ir a clase, pero me dejó quedarme en casa. En el barrio los niños estudiábamos en una escuela unitaria. Solían sentarme con los mayores porque la profesora, que había sido monja, me decía que yo iba muy avanzado para mi edad. Eso no le hacía ninguna gracia a mis compañeros. Mi madre repetía que con nueve meses me puse a andar y hablar con corrección, y que con tres años leía los periódicos. Esto último lo recuerdo y no me gustaba.
El festival de Eurovisión fue todo un acontecimiento. Bajó gente de todo el barrio al bar de Maruja, donde había el único televisor, en blanco y negro, puesto en lo alto de la pared para que pudiese verlo todo el mundo. En sillas en fila vimos cómo ganaba Massiel y todos entonamos el “La, la, la, la, la, la, la”.
Y a los cinco años se acabó. Mi padre era albañil y no encontraba trabajo. A través de unos parientes contactó con una empresa de Siderurgia en Teixeiro, en la provincia de La Coruña. Tuvimos que dejar la vivienda y trasladarnos a vivir cerca del cementerio de San Amaro, en Coruña ciudad, a casa de una hermana de mi padre que nos la dejaba en alquiler. Los buenos recuerdos de esa época son las meriendas en los jardines a la entrada del cementerio. La abuela Flora me daba chocolate los jueves.
La abuela Flora tuvo once hijos y treinta y siete nietos que crio, quedándose viuda cuando el menor tenía tres años, con la ayuda de su padre, el bisabuelo Brais: un hombrón lleno de niños, paciencia y dulzura. En el molino, donde nunca faltaba pan para tantas bocas, corrían historias y cuentos con la fluidez del río que movía la rueda de moler la harina. En una aldea de Lugo fabricaba zuecos para poder alimentar a tantas bocas.
Siempre vestida de alivio, con su pelo blanco recogido en un moño alto, no abusaba de adornos en su vestimenta; únicamente se permitía unos pendientes de perlas y una cadena de plata con un crucifijo. Aún me parece percibir el olor a tabardilla en su cuarto. Poseía la elegancia de lo antiguo y la paz del campo. De la aldea trajo la mesura, una actitud sosegada y su gallego perpetuo. Llenaba la casa de alegría con canciones del siglo XIX trasmitidas por su madre y que, por desgracia, cesaron cuando se murió su quinta hija, con apenas 40 años, de un infarto. Desde ese día cambió el alivio por un luto que conservaría hasta el fin de sus días y se cortó el pelo.
Aún tuvo energía para criar a mi hermano, un regalo que me hicieron mis padres con doce años. ¡Cuántos pañales de pico le cambié a ese bebé que tanto tiempo había esperado!
Mi padre hacía muchas horas extras—apenas lo veía un ratito. Le gustaba el diálogo más que reñir y nunca me puso la mano encima. Jugaba al fútbol con nosotros, los niños de la calle, siempre que podía. Mi madre limpiaba en cafeterías y por las casas. No era tan cariñosa como mi padre, pero tenía un carácter de hierro. Uno de los locales donde trabajaba, el Siete puertas, tenía azulejos dibujados y sillas de madera tapizadas de cuero. Un sitio muy fino para la época.
El colegio estaba a cinco minutos de casa. Era mucho más grande y los alumnos estábamos distribuidos por cursos y secciones. Me encantaba el dibujo, las matemáticas y el inglés. Me sorprendieron las combinaciones de color con ceras que nos enseñó la profesora de dibujo de sexto. Nos introdujo en la perspectiva y la luz, combinando colores que me parecían imposibles: azul, rojo, lila, ¡para el tronco de un árbol! El profe de inglés era muy malo y me desesperaba el hecho de que, a pesar de hacer exámenes sin fallos, me pusiese bien y notable en las tres primeras evaluaciones. Al de matemáticas, a quien llamábamos “deditos” (le faltaban las falanges de dos dedos), lo recuerdo como justo y muy claro.
Yo era el rey del colegio, buenas notas y éxito con las chicas. Por eso me enfadé tanto con mi madre cuando en octavo de EGB me cambió de centro. ¡Los de octavo eran los reyes! Había un festival con música, una obra de teatro y actuaciones para despedirlos.
Mi madre por aquel entonces trabajaba en el colegio de los jesuitas en la ciudad y yo, como hijo de empleada, podía estudiar con beca. No hubo opción: haría el examen de ingreso y si lo pasaba estudiaría octavo de EGB, BUP y COU en un colegio de pijos.
A pesar de unos comienzos difíciles —era un colegio muy clasista y no soportaban que sacase buenas notas el hijo de una limpiadora—, aprendí mucho. En octavo, el método científico, las enseñanzas del profesor de ciencias, me resultaron muy útiles toda la vida. En primero, estudié el inglés de Norman, que tan bien me vino en mi experiencia americana. En tercero conseguí una beca para hacer un curso en Estados Unidos.
Fueron tantas las experiencias vividas el año americano: me integraron en una sociedad distinta, como un hijo más; cursé fotografía, practiqué tres deportes (balón volea, cross y atletismo), gracias a lo cual viajé por todo el estado de Nueva York y sus bosques llenos de color. Llegué a respetar una sociedad adonde llegué lleno de prejuicios y que me asombró por su respeto por el trabajo y la libertad. El único punto negro es que la distancia mató el amor y mi novia, en una carta lastimosa, me abandonó. De haberlo sabido antes habría aprovechado mejor las fiestas de bienvenida. Al finalizar el curso me ofrecieron continuar mis estudios allí, con una beca del Estado, pero no podía, ya que echaba demasiado de menos a mi abuela Flora.
COU pasó como un suspiro. La combinación de confianza en mis notas y rabia (se mató en un accidente de circulación la novia que me había abandonado y de la que seguía enamorado) casi me cuestan la selectividad. Fue un mes terrible; creí que no entraría en medicina. Gracias a Ana, la que años más tarde sería mi esposa, logré superarlo y entrar en la Facultad de Medicina de Santiago.
Viví los últimos años locos de Santiago de Compostela. El no haber participado en la tuna y tener novia formal me ayudó a terminarla con relativo éxito. Como Ana siempre dice, teníamos un piso de estudiantes (que compartimos desde el segundo año de curso) donde el menú era de estrella Michelin.
Con mi abuela Flora comentaba mis problemas, mis dudas de futuro, los libros de medicina. Asentía y mostraba interés, aunque estuviesen escritos en inglés y ella dominase a duras penas el castellano.
Investigar era mi vocación, pero se impuso el sentido práctico y me presenté al examen para ser especialista. Fue un año duro, del que añoro la rutina: cuatro horas de estudio, una hora de piscina y cuatro horas más de estudio. Me casé con Ana nada más acabar la carrera. Lloramos de emoción cuando recibí el resultado del examen. ¡Podía cursar la especialidad que más me gustaba donde quisiese!
Durante el primer año de especialidad me realicé como médico. Me sumergí en el estudio del cáncer desde una faceta humana. Hasta ahora lo había hecho desde los libros y la investigación como alumno interno en la facultad. Se lo debo a las tardes que pasé hablando con Julia, una niña de dieciséis años que acudió al hospital por una tuberculosis y la ingresaron por un cáncer de pulmón metastásico. Qué pena no haber grabado nuestras conversaciones. De una forma pasmosamente serena me dio lecciones impagables sobre el sentido de la vida y cómo afrontar la muerte. Después de una experiencia así el resto de la especialidad no me llenaba. Decidí entonces animarme y solicité una rotación, el último año de especialidad, en Estados Unidos, en el considerado mejor hospital de cáncer del mundo. Iba a aprender a hacer trasplante de médula ósea, ¡qué pretenciosa es la juventud!
Viví en siete meses lo que no había vivido en cuatro años. Desde buscar una vivienda en el caos de Nueva York, a escuchar en directo a candidatos al premio Nobel.
Mi maestro, Hugo, con dureza y método, me enseñó Hematología con mayúscula y a escribir un artículo científico. En su familia llegaron a considerarme su sexto hijo. Se me volvió a presentar la posibilidad de quedarme en EE.UU. Hugo me ofreció un contrato de fellow investigador. De nuevo renuncié por una mujer. Estaba casado y mi esposa no soportaba la Gran Manzana.
A mi regreso me encontré con el vacío de los que consideraba mis compañeros. No quisieron saber nada de la información que, con riesgo de haber sido denunciado, traía en dos maletas. Ni tan siquiera me dejaron participar en el trasplante de médula ósea, obstaculizando mi formación. Fue un período para olvidar: un final de residencia vacío fue seguido por seis meses en el PP (Puto Paro). No había trabajo ni de médico de urgencias.
Nació mi primera hija y como pan debajo del brazo me ofrecieron trabajo en Lugo, donde, poco a poco, fui recuperando la ilusión. Montamos cursos de doctorado con más voluntad que medios. Hicimos investigación en atención primaria y consolidé mi plaza de médico adjunto en hematología.
Surgió la posibilidad de regresar a La Coruña, donde vivía con mi mujer y mis dos niñas, Rocío y Laura, a las que tanto echaba de menos (tenía que viajar todos los días a Lugo cuando nació mi segunda hija, cuatro años menor que la primera). Ellas compensaron todos los sinsabores que sufrí por no quedarme en el extranjero. Es una espina que tengo clavada, no haber podido dedicarles más tiempo y ser un “papi normal” como me decía Laura.
En un centro oncológico próximo contacté con dos biólogas e iniciamos un estudio de investigación: Metilación en hiperplasia folicular linfoide y linfomas del centro germinal. El diseño fue muy divertido, tuvimos que rellenar con imaginación y buen humor la falta de recursos. ¡Aceptaron el trabajo en ASH (Sociedad Americana de Hematología)! la Meca de la especialidad. Incluso nos felicitaron.
Pero todo lo bueno lo es porque tiene fin. La labor clínica acabó absorbiéndome y tuve que abandonar la investigación. Me reinventé tantas veces…, incluso desarrollé un servicio de transfusión (nada que ver con la oncohematología, por supuesto).
Ahora, curtido, maduro, algo cansado, pretendo retirarme a Lugo para lo que he comprado la casa donde pasé mis primeros años. Mis niñas son dos mujeres brillantes y mi esposa es mi ex.
Así que ya ves, manzano, soy yo, aunque ahora no nos reconozcamos. Espero que pasemos algún tiempo juntos.

 

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