PANDEMIA – Enrique González Fernández

Por Enrique González Fernández

Aquella fría mañana de principios de marzo llegué al hospital muy animada, en tres semanas me tomaría unos días de descanso para estar con Alberto, mi pareja, que dos semanas antes había iniciado una estancia en el Hospital Clínico de Granada para ampliar su formación. Alberto es médico especialista en Medicina Interna, incorporado en el hospital hace un año, tras finalizar su especialización. Yo hacía tres años que trabajaba como enfermera en la misma unidad de hospitalización.

A primera hora hice mi ronda diaria por las habitaciones saludando a los pacientes y comprobando su estado. La mañana parecía tranquila. Mientras estaba reunida con Marta, la supervisora, para organizar los turnos en mis días de descanso, Marian, una de las enfermeras más veteranas de la Unidad, irrumpió en el despacho.
– Venid rápido, la enferma de la 405-B, Jimena, ha entrado en fallo respiratorio.
– ¿Esa es enferma tuya, Andrea?
– Sí. La visité hace un rato. Había desayunado y se encontraba bien.

Recordaba perfectamente a la paciente, una mujer de 73 años que llevaba cuatro días ingresada con diagnóstico de Neumonía.
– Vamos allá. Avisad al médico de guardia – dijo Marta asumiendo el liderazgo en la crisis.

Al llegar a la habitación encontramos a la enferma muy fatigada, decía que le faltaba aire, que no podía respirar. Le coloqué la mascarilla de oxígeno, comprobé que la vía endovenosa estaba funcionando correctamente. El equipo de la UCI llegó en pocos minutos. No encontraron explicación a su súbito empeoramiento; fue trasladada a la Unidad de Cuidados Intensivos. La paciente falleció esa misma tarde.

Cuando esa tarde hablamos por teléfono, Alberto me comentó que habían tenido dos fallecimientos con procesos similares, un hombre de 87 años y una mujer de 66. Los médicos estaban desconcertados, nunca habían visto otros procesos parecidos. Lo analizarían en la sesión clínica al día siguiente, comentó.

Esa noche revisé toda la documentación que encontré sobre las enfermedades infecciosas respiratorias sin hallar nada parecido. No podía ser una casualidad los casos similares a mil kilómetros de distancia, pero ¿cuál era el elemento común?

La mañana siguiente comenté la situación del Hospital Clínico de Granada con el médico responsable de la paciente fallecida el día anterior. Al doctor Ferrán, un experto en enfermedades tropicales e infecciosas, le parecía una infección por una variante desconocida de virus respiratorio.

Aparecieron nuevos casos en los días siguientes, varios necesitaron traslado a la UCI tras sufrir un empeoramiento súbito. No todas eran personas mayores. Los medios de comunicación hablaban de la aparición de casos similares en todas las provincias. La mala evolución clínica y la ausencia de tratamiento eficaz generaron gran alarma entre los profesionales. Días después, la Organización Mundial de la Salud declaró el estado de pandemia. El Gobierno decretó el estado de alarma y el aislamiento total de la población, prohibiendo la deambulación por las calles salvo para las personas que trabajaban en sectores esenciales, como los sanitarios.

Desde ese momento mi gran preocupación se centró en mi padre. Hacía cuatro meses que vivía en una residencia sociosanitaria situada en el trayecto desde el hospital a mi casa, a menos de cinco minutos caminando. Desde la muerte de mi madre unos meses antes se sentía solo y con sus problemas de movilidad, de mutuo acuerdo ambos, se trasladó a vivir a la residencia. Hasta ese día pasaba cada tarde un largo rato con él. Se leía el periódico de inicio a fin, le gustaba estar informado y comentar las noticias que le parecían más relevantes. Ese día no pude ir a verlo. Hablamos por teléfono, estaba asustado; a sus 89 años, pese a su lucidez mental, cualquier incidencia le producía el temor por entrar en el tiempo final de su vida.

Al día siguiente, al regresar del trabajo, me acerqué a la residencia. Ante la prohibición de visitas, únicamente pude verlo al otro lado de la valla que rodea el centro. Cuando llegué ya estaba allí, esperándome, con la mirada entre triste y atemorizada.
– Hola, hija, gracias por venir. Aquí dentro estamos asustados, me temo que nos vamos a morir aquí aislados.
– No digas eso, papá, esto durará unos días; pronto volveremos a poder estar juntos y a pasear por el barrio a mediodía. No nos van a quitar el vinito diario en la terraza.
– Estoy muy preocupado por ti y por tus compañeros. Debes tener mucho cuidado para no infectarte con el virus.
– En el trabajo usamos medios de protección durante toda la jornada. No te preocupes.
– He leído que nadie sabe cómo se transmite, ni cómo tratarlo. No sabemos lo que está pasando. Tenemos miedo a enfermar, aquí, en la residencia, hay gente que está muy delicada de salud.

Vi asomar las lágrimas en sus ojos, mezcla de tristeza y miedo. Intenté sobreponerme y trasladarle un poco de esperanza.
– No pasará nada, ya lo verás. Los médicos encontrarán el tratamiento eficaz y se terminará el problema. Están probando varias terapias, algunas parece que pueden funcionar.
– No te engañes, esto se parece a la gripe española, murieron a miles.
– Voy a tener que irme, estoy viendo que se acerca un coche de policía y no quiero tener problemas. Pasaré por aquí cada día al salir del trabajo para verte unos minutos. Te llamaré antes.
– No hace falta, Andrea, ya me iré arreglando.
– Sí hace falta. Tu solo tienes que acercarte a la valla. No pienso dejarte solo.

Al día siguiente me encargaron la supervisión de la unidad para pacientes Covid. El trabajo era muy duro, largas jornadas empaquetada en un equipo de protección individual (EPI), viendo impotente la mala evolución de los pacientes, muchos de ellos se trasladaban a la UCI, de donde no regresaban. Me resultaba insoportable ver morir a los pacientes en soledad; la dirección del hospital tardó varios días en encontrar una solución para permitir una breve visita de un familiar o el acompañamiento en las horas finales de su vida. El intenso trabajo no alejaba de mí la preocupación por mi padre, especialmente cuando ingresaba algún paciente procedente de algunas de las residencias de la comarca.

Llevábamos una semana de aislamiento cuando ingresó una compañera del hospital con un cuadro grave. En ese momento fui consciente del riesgo; hasta entonces, como nos suele pasar a los sanitarios, había vivido la pandemia como cosa de otros. Al tercer día, se trasladó a la UCI.

Ese día tuve que hacer el esfuerzo para detenerme ante la valla y cruzar unas palabras con mi padre.
– ¿Qué ha pasado, hija? Te encuentro muy poco habladora.

Siempre habíamos mantenido largas conversaciones sobre la ciencia, la biología, rara vez sobre la política. Él me enseñó desde niña a jugar al ajedrez con destreza, íbamos juntos al fútbol, discutíamos por cuestiones tácticas, él lo traducía todo a su lógica matemática. Adivinaba mi estado de ánimo con solo mirarme a los ojos.

Le comenté la situación de la compañera, no podía ocultarle nada, la confianza era lo que nos había mantenido unidos siempre. Intentó tranquilizarme, pero ¿cómo iba a tranquilizarme él, con su edad, viviendo en la soledad de la residencia?

Empezaba a estar agotada. Diariamente, tras una dura jornada laboral y pasar unos instantes por delante de la valla para ver a mi padre, mantenía la rutina de quitarme los zapatos antes de entrar, meter luego toda la ropa en la lavadora, limpiar con lejía las suelas de los zapatos y darme finalmente una ducha.

Cada noche recibía la llamada de Alberto por videoconferencia. Comentábamos la situación y procurábamos darnos ánimo mutuamente sin saber cuándo terminaría esta pesadilla. Le vi adelgazar y palidecer con el paso de los días, aunque no quise comentarle nada. En su hospital estaban muy escasos de material, estaban confeccionando equipos de protección con bolsas de basura; no podía dar crédito hasta que me envió una foto de una enfermera de su unidad envuelta en un pseudo EPI confeccionado, efectivamente, con bolsas de basura. Habían habilitado treinta camas adicionales de UCI en el gimnasio de Rehabilitación.

Al finalizar la conversación caí derrumbada en el sillón. Intenté retomar la lectura de la novela, me encanta la novela negra, pero no fui capaz a concentrarme, solamente tenía una idea en la cabeza, mi padre. Pensaba en su angustia, sabía que su inteligencia no le impediría estar preocupado, sabía lo que estaba pasando. En unos instantes me dejé envolver por los muchos momentos felices que pasé junto a él, en su ayuda constante en mis momentos difíciles. Eran tantos los momentos felices que compartimos que me abrumaba el miedo ante la posibilidad de perderlo. Recordé con emoción el día en que me llevó con él a su taller en la gran empresa siderúrgica donde había trabajado desde los veinte años. Cogida de su brazo pude ver el funcionamiento del tren de laminación en el que producían la chapa para los coches; a pesar del intenso ruido, no perdí detalle del proceso. Aquel día mi padre se sitió orgulloso como pocas veces. Luego me llevó a la lonja a presenciar la subasta del pescado del día; Juanín, uno de sus amigos de sobremesa, copa y partida de cartas, había sido pescador y me llevó con él al lugar donde los compradores participaban en la subasta. Nos llevamos a casa una dorada, era el pescado favorito de mi madre, que ella preparó para la cena.

El súbito sonido del móvil me alarmó, la llamada provenía de la residencia donde vivía mi padre:
– Buenas tardes, Andrea. Le llamo de la residencia. Mire, su padre ha empezado a tener fiebre. Hemos llamado al médico y ha activado el traslado al hospital.
– ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra mal?
– No puedo decirle con exactitud. Hace una hora, la técnico en cuidados nos avisó que su padre no respiraba bien y estaba sudoroso. Tenía fiebre, 38,3 grados. Por eso llamamos al médico.
– ¿Se ha ido ya al hospital?
– No. Estamos esperando la ambulancia. Espere, está entrando en este momento para llevárselo.
– De acuerdo. Me voy para el hospital.

Me senté en la escalinata del tanatorio para contemplar la puesta de sol más triste de mi vida. Ya no me quedaban lágrimas, se me iba el faro que siempre había sido para mí. Sólo tenía el consuelo de haberle acompañado en sus últimas horas de vida gracias a que trabajaba en el hospital. A pesar del alto riesgo de contagio, me había quitado la mascarilla y los guantes para despedirme de él; tenía decidido que mi padre no se moriría sintiendo una mano enguantada como último abrazo. Ese último apretón de manos antes de su muerte era lo único que me consolaba. No dejaba de pensar en los miles de enfermos que estaban muriéndose sin el calor de una mano, sin poder decir adiós a su familia. En ese momento, sentí en el hombro la inconfundible suave mano de Alberto.

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