PAPEL EN BLANCO

Por Yenny Colán Ascasibar

Raquel se sentía feliz pues su última novela era un éxito en ventas; llamó a su hijo para contárselo. Vivían solos desde su divorcio y estaban muy unidos, ella apenas tenía veinte años cuando lo concibió, su trato era  cercano, solían hacer actividades juntos y se apoyaban en sus proyectos.

—Jack, cariño —le dijo—, acaba de llamar la editorial, me comenta Roberto que se agotó la primera edición y harán la segunda.

—Qué alegría, bonita  —no solía llamarla mamá—. Esto hay que celebrarlo.

—Claro que sí, hijo esta noche llevo un  Moët et Chandon para brindar por el éxito.

En la cena brindaron, rieron, ella tenía  curiosidad por saber a quién había conocido Jack, al que últimamente  veía sonreír más de lo habitual.

— ¿No tienes nada que contarme? —le dijo.

—Sabía que ibas a preguntarlo —comentó el—, al mismo tiempo que se sonrojaba.

— ¡Vamos! Cuéntamelo todo.

—Vale, bonita, tú ganas. Nos conocimos en el trabajo. Su nombre es Rebeca, tiene veinticinco años, es preciosa y educada, creo que te gustará. Estábamos en la cafetería, tropezamos por casualidad, nos miramos, sonreímos, tomamos un café juntos…

Jack a lo largo de la cena no dejó de hablar de Rebeca, era azafata de vuelo y  trabajaban en la misma compañía aérea;  añadió que llevaban saliendo tres meses. Jack era un piloto novel que, a sus veintisiete años, tenía una prometedora carrera. Él y Rebeca, a pesar del poco tiempo que llevaban juntos, se compenetraban a la perfección.

Cuando Jack las presentó, al igual que él, Raquel conectó con Rebeca, tal es así, que solían ir de compras juntas. La relación entre ellas era buena, todo indicaba que formarían una bonita familia. Rebeca se convirtió en una hija para Raquel.

—Rebeca, ¿Cuándo sale vuestro vuelo?

—Creo que mañana, acabas de recordarme que tengo que hacer la maleta.

—Jack ya la tiene lista, ya sabes cómo es de disciplinado.

—Sí. ¡Bueno! Me tengo ir. Dame un abrazo Raquel, nos veremos a la vuelta.

—Así es, os recibiré con una deliciosa cena.

 

Jack y  Rebeca no solían coincidir en los vuelos, aunque sí en esta ocasión; estaban muy contentos  pues su destino era Bali y  no regresarían hasta dos días más tarde.

— Bonita, ¿Quieres que te traiga algo de Bali? —dijo Jack, acariciando la rubia melena de su madre.

—Me encantan las sorpresas, así que, lo que tú quieras, mi amor.

—Te traeré algo que me recuerde a ti —le dijo,  dándole  un fuerte abrazo de despedida.

Esa noche Raquel no podía dormir, el corazón le palpitaba con fuerza y no lograba conciliar el sueño; pensó, que será esa sensación tan extraña. Por la mañana quedó con su editor, para hablar sobre su  siguiente novela, desayunarían en un hotel con vistas al mar.

—Buenos días, Raquel. ¿Qué novedades me tienes?

—Buenos días, Fernando. Estoy dando vueltas a la historia de un joven que gracias a su talento se convierte en un revolucionario tecnológico;  quiero crearle aventuras y alguna historia de amor. Pero si te soy sincera aún no he dado forma a la novela.

— ¡Caramba, Raquel!  No deberías perder mucho tiempo, cuanto antes la escribas, antes saldrá a la venta. —dijo Fernando en tono serio.

—Pero si mi última novela apenas hace un año que se publicó, ¿no deberíamos dar un margen de tiempo?

—Tampoco quiero presionarte, no seré yo el  que coarte tu inspiración. Sólo te pido por favor que no dejes pasar mucho tiempo.

Fernando era un hombre ambicioso, que, más que el talento de Raquel, apreciaba las ganancias que dejaban sus ventas.

Se despidieron, pero  justo antes de salir, miró el televisor  colgado en la pared de la cafetería, donde daban las noticias de las once de la mañana. Entonces escuchó a un  presentador que decía.

—Preocupación en el aeropuerto de Barajas al no  localizar el Boeing 775 con vuelo 542 destino a Bali. Se presume que tuvo fallos técnicos  sobre el Océano Índico.

Raquel no podía respirar, salió corriendo de aquel lugar, inmediatamente llamó a la compañía aérea.

—Hola, soy Raquel Rivas, por favor necesito saber cuál es el vuelo en el que viajaba mi hijo, el piloto Jack Morente Rivas.

—Buenos días, señora Rivas —contestó una operadora de la compañía—, Jack Morente viaja en el Boeing 775 con destino a Bali, no pierda la calma, aún estamos averiguando dónde se encuentran.

—Muchas gracias, señorita, por la información.

Un poco más tranquila; por la noche, aún no daban noticias del avión, que llevaba ocho tripulantes y ciento treinta pasajeros; Raquel, en el fondo de su corazón, sabía que algo malo estaba pasando, sentía una inquietud que no la dejaba desde la noche anterior.

Al día siguiente se despertó muy pronto y aún sobresaltada, se preparaba para salir, cuando una llamada la interrumpió.

—Buenos días, señora Rivas, soy Oscar Vázquez,  gerente de Klein Airline. ¿Podría por favor venir a mi oficina? Necesito hablar con usted.

—Claro, ahora mismo salgo para allá —cuando colgó el teléfono, sintió  escalofríos.

Llegó a las oficinas de Klein Airline.

—Buenos días, señorita —saludó a la recepcionista—. ¿Podría decirme cuál es la oficina del señor Oscar Vázquez, por favor? Tengo una cita con él.

—Buenos días, suba hasta la quinta planta y es la oficina que está al fondo del pasillo —respondió ella.

Raquel no sabía si soportaría lo que iban a decirle.

—Buenos días, soy Raquel Rivas, madre de Jack Morente. Imagino que usted es Oscar Vázquez.

—Buenos días, señora Rivas, sí, soy yo —el hombre estaba nervioso y agobiado—. La he citado aquí, porque debo ser yo quien le dé esta noticia.

— ¡Al grano! —le interrumpió ella de forma brusca— ¿Acaso me va a decir usted que mi hijo y su novia están muertos? ¿Que el avión no aparece porque ya no existe? ¡Si es eso, dígalo ya!

—Lamento muchísimo su pérdida señora. Así es, nuestro avión no pudo llegar a su destino, se perdió en el Océano Índico, y nos confirmaron  que desgraciadamente cayó al mar.

Raquel soltó un grito desgarrador, el hombre intentó calmarla, pero no lo consiguió, tuvieron que llamar a una ambulancia, se la llevaron al hospital, donde le dieron calmantes para mitigar su ansiedad.

Pasaron dos años desde que su amado hijo y Rebeca habían muerto, ella tuvo que asistir a terapia para superar su pérdida. En este tiempo no escribió, solo se dedicó a recuperarse. Cuando ya se encontraba más fuerte y animada, pensó que ya era momento de escribir.

La editorial no la presionó, aunque Fernando quedó un par de veces con ella, para animarla a hacerlo. Esta vez fue ella quien contactó con él.

—Hola, Fernando, te llamo porque estoy lista para escribir aquella novela que dejé inconclusa.

—Hola, Raquel, me parece maravilloso, ya es momento de que vuelvas a mostrar ese gran talento que tienes.

—Cuando tenga el borrador, te llamaré para que le des un repaso.

—Perfecto, así quedamos, que tengas un buen día, bonita.

Raquel colgó, bastó escuchar esa palabra para que las lágrimas volvieran a recorrer sus mejillas. Pensó que ese dolor no desaparecería.

Sentada delante del ordenador, se disponía a retomar su novela; escribió las primeras líneas, pero tuvo que parar, a su mente solo venían los rostros sonrientes de aquellos dos jóvenes enamorados que perdieron la vida. A lo largo de un año lo intentó una y mil veces, pero no conseguía escribir. Pensó que habían pasado tres años y no lograba superarlo.

Llamó a la editorial para decirles que se retiraba, que sus días como escritora habían acabado.

Vendió su casa, porque ya no podía vivir más allí, todo le recordaba a su hijo y lo felices que fueron en ella. Compró una pequeña casa  en el  sur de Francia, en Biarritz, con vistas al mar. Adoptó en una protectora un pastor alemán algo mayor, pues tenía muchas ganas de dar amor. Allí vivió una vida sobria, desapercibida y solitaria. Su única compañía era Igur, el perro.

Ya habían pasado cinco años del accidente, y ella seguía ensimismada, por alguna razón, no podía avanzar para continuar con su vida.

Se hizo amiga de Marie, una joven francesa, que hablaba muy bien el castellano. Solían tomar café los domingos y charlaban, sobre cosas de actualidad.  Un día Marie la notó muy callada y le dijo.

—Raquel, te hablo y parece que no me escuchas.

—Lo siento, recordaba mis épocas de escritora. ¿Sabes? extraño escribir, me gustaría volver a hacerlo.

— ¿Y por qué no lo intentas?

—Lo intenté durante un año, después de la  terapia por la muerte de mi hijo y su novia. No lo conseguí, me di por vencida y lo dejé. Y aquí estoy contigo tomando café, en un país que no es el mío. Me alejé de todo y de todos —al decirlo, soltó un suspiro melancólico—. No he dejado de pensar en ellos, están constantemente en mi mente, por más que quiero centrarme en otras cosas, no puedo.

— ¿Y por qué no escribes sobre ellos?

— ¡Claro que no! Cómo escribir sobre dos personas que amé y perdí. En definitiva, ¡no!

—No te enfades, yo sólo quiero ayudarte —replicó Marie.

Las palabras de Marie le hicieron reflexionar. Volvería a escribir; como no podía dejar de pensar en Jack y Rebeca, narraría su historia de amor, la que con pasión contaba Jack, pero ella añadiría aventuras y  una vida plena. Sentía que era una forma de recuperar su talento y al mismo tiempo perpetuar el recuerdo de su hijo y de Rebeca, aunque de una ficción se tratase, ella les daría  la vida que perdieron.

Terminó la novela, fue publicada con récord de ventas, y una prestigiosa productora la llevó a la gran pantalla. Cuando la película se estrenó la invitaron a la avant-première, y pidió a Marie que la acompañara.  No pudo contener su emoción al ver a los actores interpretar a Jack y Rebeca. Al salir del cine  respiró hondo, se sentía aliviada, había recuperado su vida, volvía a hacer lo que más le gustaba; comprendió que su hijo y Rebeca  siempre estarían en su corazón. Ella tenía que continuar, a sus cincuenta años le quedaba mucha vida para escribir y por disfrutar.

 

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