PARAÍSO EXPRESS – Roberto Xose Blach Blach

Por Roberto Xose Blach Blach

Aquella mañana la calle estaba seca, después de más de dos semanas sin parar de llover, olía diferente, algo nuevo estaba ocurriendo.

Últimamente todo se había convertido en una rutina donde manejar el tedio era toda una virtud.

Levantarse temprano por la mañana, organizar a los niños, preparar el desayuno, acercarlos a la parada del autobús, ir al supermercado, realizar las tareas domésticas…Necesitaba algún cambio o novedad, y que cesara la intensa lluvia era un jovial progreso.

A Martina, cercana a la cincuentena ya, le parecía que en su vida nada funcionaba, su marido había dejado de ser su esposo. La monótona convivencia y la falta de estímulos en pareja habían sesgado un cariño y amor conjunto.

Su vida se había convertido en un querer y no llegar, en un saber y no decir, en un tener y no regalar; como decían en su Tierra “amor irresoluto, mucha flor y poco fruto”.

Ella había llegado a España hacia doce años, persiguiendo un amor y sueño adolescente del que ya apenas quedaba el recuerdo. Venía de un país donde la calle olía a comida y bullicio a partes iguales, donde nadie vivía una vida propia.

Aquí había encontrado la suya, y aunque siempre se sintió querida sin ser amada, creía haber llegado a su lugar, o por lo menos a un lugar donde todos la paraban al pasar. Pensaba que al fin sus cosas empezarían a caminar y la vida sería más pausada y amable.

Atrás quedaban las jornadas de trabajo por un salario tan bajo que la combinación era una obligación, donde llegar a fin de mes se convertía en toda una diabólica perversión.

Siempre se había negado en caer en las redes de la vida fácil, en el pozo de los clubes de barrio rojo, que pululaban por doquier desde que la Ley del 97 aprobada por el presidente Saler los había elevado al Olimpo de la necesidad, poco a poco quedaron integrados en la economía social.

Recordaba cómo en su último mes, antes de salir del país, mientras preparaba todos los requisitos burocráticos para el viaje, cómo el ambiente en su barrio había cambiado a peor, todo se había vuelto más rancio y peligroso, ya nadie confiaba en nadie, ya nadie paraba a nadie.

No lloró ni miro atrás el día de la despedida, su madre y hermano pequeño habían venido hasta el aeropuerto para acompañarla. Su maleta y su cabeza, ya las había empacado a partes iguales para la partida la noche anterior. Aquí empieza el viaje pensó mientras atravesaba la puerta de embarque del avión, una nueva vida asomaba en su horizonte, eso soñaba hasta que se fundió dormida en su butaca de pasillo.

Las cosas no empezaron muy bien a su llegada, no fueron tan fáciles como pensaba. Los paraísos no salen gratis y hay que ganárselos, pero nadie se lo había contado, -ya verás como en Europa no te faltara trabajo, allí las calles siempre están limpias- le rumiaban cada vez que hablaban de su partida.

Su familia de acogida se volcó en hacer fácil un cambio de país y costumbres tan radical, especialmente la ausencia de sus parientes y amistades. La ausencia no significa el olvido si uno está presente, le repetían.

Una de las primeras cosas que más le llamo la atención a su llegada, fue la tranquilidad y silencio que se respiraba en las calles, aquí no había el ajetreo de la venta ambulante, el micro caos ordenado del bullicioso tráfico, el vendedor de aguacates con su repetitivo reclamo, la selva sonora de claxon y gentilicio, la ausencia de clubes de barrio con sus reclamos a plena luz del día. Aunque lo que más le gusto fue la sensación de seguridad total, una sensación extraña y placentera que nunca había experimentado.

Aquí fue donde conoció a Antonio Bernal, entonces todo cambió.

Recordaba el día en que se lo había presentado una amiga en común, hija de su familia de acogida, cómo se había enamorado de él, nunca imaginaría dónde se encontraba ahora, hasta dónde había llegado, cómo todo se esfumó en una pira frenética.

Antonio por entonces solía ser el alma de todas las fiestas, el rey del salón para cualquier reunión. Ese pensamiento la confundía al recordarlo, ya no podía creer que aquella persona fuera la misma.

De familia alavesa, Antonio había crecido en la España postfranquista, el caudillo había muerto cuando él tenía 5 años, lo recordaba porque ese día los colegios habían cerrado, y por la caja de los sueños en gris, solo emitían dibujos y series infantiles.

En su casa eran españoles moderados, como decía su padre de puertas adentro, seguían las costumbres y punto. Ya bastantes nacionalistas hemos tenido, aseguraba en sus impropios.

Él trabajaba en una torrefactora local cuando conoció a Martina, ella siempre respondía que su olor a café tostado fue lo que la enamoro de él, le recordaba al aroma de su Tierra, donde al color castaño le llamaban -“cafecito”-, y a los cafés solos -“tintos”-.

Aquella etapa, cuando se conocieron, fue de una especial felicidad para Martina, todo era nuevo y diferente. Creía que había vuelto a nacer, como que al haber cruzado el gran océano había cruzado a otra vida, solo vivía el presente, por alguna extraña razón había olvidado mirar atrás.

A ella le encantaba pasear por el casco viejo de Vitoria, largas caminatas admirando la construcción en piedra de sus calles y casas, -“la piedra es para siempre”- había escuchado, al principio le chocaba el chicloso ambiente de bares y tascas, donde le escandalizaba que incluso entraban los niños menores de edad, envueltos todos en un ambiente de comunión entre vinos y tapas sorpresiva, de donde ella venía los bares eran solo para borrachos y marginados, pero el diario la cambió de sus cabales, concluyó que aquí los bares eran un centro social sin edad ni condición.

Poco a poco Antonio la integró en su círculo de amistades, donde los fines de semana salir de aperitivo por la zona vieja de la ciudad era una rutina sagrada, fue una contrariedad para ella aprender que existían otras formas de ocio y amistad, poco alineadas con los monocromas pasados del día a día, pero aprendió rápido y se sentía feliz.

La primera que le dijo que se lo pensara y no llevara prisa fue Adela, su “mama” de acogida, cuando Martina le comunicó que eran novios y se iba a vivir con el.

La familia española de Martina era fruto de un programa social conjunto del Consejo Nacional de juventud y equidad del gobierno ecuatoriano, con el gobierno español.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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