PARAJES DE LA MEMORIA

Por Manuel Menendez Alambillaga

Una tarde en la que jugaba, haciendo ejercicios de memoria y de imaginación, intentando armar el rompecabezas que suponen los dispares y disparatados recuerdos familiares, el cielo oscureció de repente y una brutal tormenta se abatió sobre Robledo en una sinfonía de truenos y rayos que estremecieron las paredes de mi refugio. El aguacero marcó una pausa en el trabajo que estaba realizando y dio libre curso a mis pensamientos lúdicos.

El ejercicio en cuestión consistía, en aquel preciso instante, en rememorar otras épocas; cuando mi tía María venía a este prado para cuidar las ovejas que por allí pacían. Habían pasado por lo menos seis décadas pero ella recordaba que se solía sentar en un montículo de tierra que no tardamos en localizar entre la maleza, en un paseo común. Mi juego consistía en imaginarme cómo vivían, ¿qué haría mi padre mientras tanto? ¿Eran difíciles sus vidas? ¿Eran tiempos de penurias? A pesar de plantearme estas preguntas, en mi fuero interno pensaba más bien que debía imperar, entre ellos, una buena armonía. El rudo trabajo del campo tenía una solidaridad que debía darles una paz interna que hacía las dificultades más llevaderas. Mi imaginación había saltado a otra pieza del rompecabezas. Tía María había regresado al establo con sus ovejas. Recogió la comida que su madre había preparado y enfiló caleya abaixo hasta la Vega, su padre y sus dos hermanos trabajaban para la empresa que construía la carretera de Serín a Villabona. El abuelo sabía aprovechar con astucia las oportunidades que se le presentaban para mejorar la situación económica de la familia. A veces, andaba con su carro cargando troncos de eucaliptos recién cortados. En una ocasión en que las cosas habían salido mal, hay días en los cuales todo se tercia y parece estar en contra de la voluntad de uno, le sorprendieron los indicios de un pronto atardecer antes de que concluyera su jornada laboral. A pesar de su carácter atrevido, indómito como buen descendiente de esos astures que lucharon contra romanos y árabes para cimentar las bases de la unidad española; se dio cuenta de que resultaría una operación delicada regresar a casa por esos caminos desiguales, escabrosos, llenos de baches y que corría el riesgo de ver como los bueyes podían lastimarse irremediablemente. Entonces decidió soltarlos del carro y regresar con la pareja de bueyes, dejando en el claro del bosque todo el cargamento para el día siguiente. No bien había acabado esa delicada maniobra que repentina e inexplicablemente recorrió todo su cuerpo un estremecimiento, provocado por la sensación de una extraña presencia a su alrededor. No se inmutó mayormente y se encaminó hacia el caserío, los pensamientos puestos en cómo organizar la próxima jornada laboral.

La noche había caído fría y serena, otoñal. El abuelo detuvo un instante su mirada sobre las colinas lejanas de poniente por donde los rojos encendidos y morados del sol se habían precipitado después de haber vencido, en apretada lucha, una niebla tenaz. Sobre su derecha los resplandores de Gijón subían gradualmente al asalto de la noche. Andaba distraído en sus pensamientos cuando de repente vio algo fugaz pero claramente, en el último recodo del bosque. Era un bulto bípedo que, al acercarse un instante, presentaba toda la apariencia de una forma humana, barbuda, descomunal, desnuda, como si de una alucinación mitológica se tratara. En ese instante, incluso vio unos destellos plateados que le parecieron escamas. Fue ciertamente, una aparición fugaz pero suficiente para que se conformara una idea cabal de la silueta que se había presentado ante él y quedara, para siempre, impreso en la retina de su memoria. El abuelo aún no había recuperado el equilibrio emocional después de lo que sus ojos acababan de ver cuando, al rato, un burdégano que andaba suelto en un prado más abajo emitió un extraño y desgarrador relincho que retumbó por el valle, angustioso, tenaz, espeluznante y que, como se supo luego, había causado gran sobresalto en todos los caseríos de la hondonada.

El abuelo Laureano, era conocido con el sobrenombre de Laureano Pericón, mote heredado de su abuelo paterno, Pedro, porque su valentía y fuerza física era notoria en todo el consejo de Llanera. Tenía un carácter jovial, bullanguero, pero sin llegar al alboroto, buen bebedor de sidra, esa dulzona sangre dorada de tantas virtudes. Era también un excelente cantante del rico folclore de esa región. Su talento era tal que, a buen seguro, hoy en día hubiera grabado su voz en esos discos de celuloide negro o sobre soportes modernos. Lo invitaban para animar fiestas y recepciones, contribuyendo a alimentar esa bella y ancestral tradición. El día de su entierro pude ver serpentear por la carretera de la Miranda, camino del cementerio de Villardeveyo, más de doscientos coches que se extendían calle abajo a lo largo de unos cuantos kilómetros, detrás del féretro detenido en el paso a nivel de Villabona. Ese día, alguien me contó que cuando bebía más de la cuenta, lo tumbaban sobre el carro de bueyes que disciplinadamente lo llevaban para casa sendero arriba. Pero a pesar de su fama y de sus innumerables admiradores, aquella noche, en el chigre vecino, nadie le creyó cuando contó la experiencia que acababa de vivir en el bosque. Contrariamente a su costumbre, el que sabía cautivar a su público con una desconcertante facilidad, esa noche estuvo callado, absorto y fue incapaz de ganar una sola partida de dominó, juego en el que destacaba sin discusión alguna; para desconsuelo de su compañero habituado a saborear las mieles de la victoria que para él eran esenciales. Pero a pesar de la incredulidad de los presentes el abuelo mantuvo esa serenidad que da la convicción de la experiencia vivida.

Casualidad o no, en los días siguientes, todos los campesinos del lugar pudieron experimentar comportamientos extraños en sus vacadas, un tren descarriló camino de Avilés en circunstancias nunca esclarecidas, alguna que otra desgracia sucedió en las minas de arcilla. Inexplicablemente se desplomó en un suspiro de polvo la chimenea más alta y más reciente del tejero vecino.

La tormenta que unos instantes antes parecía querer acabar con todo fue amainando y la lluvia se alejó rápidamente para dejar paso a un sol que, en pocos minutos, calentaba de lo lindo y un delicioso e intenso olor a eucalipto fue impregnando el aire recién lavado. La lluvia había empapado todo el prado. Sin embargo, decidí volver a vaciar el barro que se había amontonado en la balsa durante mis años de ausencia, balsa destinada a alimentar, merced a una bomba mecánica, el depósito de agua de mi refugio. Trabajé sin prisa pero sin pausa durante más de una hora, esfuerzo penoso sobre todo para alguien que no está acostumbrado a esos menesteres. Para descansar un poco y desentumecer los músculos, di un pequeño paseo con el fin de recobrar fuerzas. El aire era transparente y saturado de olores campesinos. El cielo era de un azul insultante, luminoso, dando todo su relieve a los prados de la ladera frontal, perfectamente dibujados en cien tonalidades verdes delimitados por las cebes, que parecen ser las venas por donde corre la savia de la Asturias campesina. Fincas conreadas, caseríos blancos y hórreos con un color cuyo calificativo está aún por inventarse.

Regresé a mi pala y seguí con mi penosa tarea, había terminado por arrancar todas las raíces de las plantas que allí habían crecido. La balsa se veía más honda, ya las paladas de barro eran más compactas, más negras también, y mi labor más mecánica, cuando de repente mientras tiraba el contenido, en un giro del cuerpo, quedando un momento suspenso en el aire, vi algo así como el embrión de un extraño batracio. Cruzó mi mirada, y la suya fue tan humana que pervive en mi memoria con una expresión entre la tierna sorpresa y el enojo. Esa fugaz visión llegó a perturbarme con un asomo de preocupación. Intrigado por esa aparición lo comenté en la mesa durante la cena que mi prima Marisa había organizado con su peculiar disposición para deleite de los comensales. Su hijo afirmó que sería un tritón, lo que fue refrendado por la mayoría de los presentes con descripciones y aclaraciones que no lograron convencerme. Pero ellos eran tajantes, con esa seguridad que da el ser hijos del lugar; y como siempre ocurre en las conversaciones familiares, saltamos a otros temas y el tritón se desvaneció de la conversación y de la mente de los presentes.

El lunes amaneció tibio, con un cielo gris muy bajo que parecía querer aferrarnos a la tierra. Todo el paisaje estaba envuelto en una bruma algodonosa que acabó resolviéndose en una lluvia finísima y persistente, el orvallo se adueñó del espacio. No había ni un hueco, ni un resquicio de luz por donde escapar de esa nebulosa oscura, pesada y solemne. Cada vez que hay niebla en Asturias, pienso que es como si esta tierra fuera demasiado pudorosa y coqueta rehusando mostrarse a los ojos de los demás mientras no esté correctamente aseada. Debo reconocer que me gusta la niebla, pienso incluso que en un ambiente como éste se debieron dar las condiciones de la aparición del hombre sobre la tierra. Su presencia nos invita a mirar hacia dentro, al fondo de nosotros mismos, conduciéndonos a un sincero balance. Mientras esto pensaba se me escapó una sonrisa y dije para mis adentros: “Bonito tiempo para un tritón” .

Después del viejo chigre de Robledo, giré a la izquierda y tomé la carretera, recién estrenada, que conduce a la Vega. Al iniciar la bajada me desvié unos cuantos metros, ya había llegado. Empecé rápidamente con las tareas que mentalmente había programado y me olvidé del tiempo. Absorto en mi trabajo no me había dado cuenta de que una indecible e insólita música andaba llenando el espacio. Cuando tomé consciencia de ello, salí y me percaté de que la luz era más densa y el cielo se había elevado. Mi mirada se alzó siguiendo este espacio abierto, cuando de improviso, un tremendo impacto me echó para atrás y no podía dar crédito a cuanto estaba viendo. El follaje de los eucaliptos había sido devastado como si una cohorte de brujas hubiera hecho festín en noche de aquelarre. No quedaba ni una hoja y las ramas más tiernas también habían sido devoradas. El espectáculo era estremecedor y unos tintes rojos flotaban sobre los escuálidos troncos que parecían indefensos en su extrema, pálida y solitaria desnudez.

Al mediodía oí por la radio que la intensa niebla había envuelto la autopista de Oviedo a Gijón y que un aparatoso y tumultuoso accidente había ocurrido más allá del puente de Serín. Pero que, a pesar de la espectacularidad del carambolage, no hubo víctimas que lamentar. Fue un choque de más de cien coches embutiéndose el uno contra el otro, como en una orgía automovilística. La noticia alcanzó tal relevancia que todos los telediarios le dieron un tratamiento preferente. Al día siguiente faltaron al toque de llamada una multitud de presos en la cárcel vecina, construida sobre un alto que dominaba el mar Cantábrico, en medio de un océano vegetal. Se acababa de producir la mayor fuga de la historia penitenciaria. Buscaron por todos los rincones, túneles, excavaciones, perforaciones en las paredes, huecos en la alambrada, huellas en las cloacas, en las chimeneas de la cocina, en las claraboyas. No pudieron encontrar ni el menor indicio por donde empezar las pesquisas, ni escaleras de fortuna colgando de las celdas, ni cuerdas, ni sábanas anudadas como cordón umbilical liberador. El día transcurrió en un nada armonioso concierto de estridentes y embrutecedoras sirenas. En un inusitado y desordenado ajetreo de coches oficiales que mandaban señales desesperadas a la hondonada, al cielo, cuyos helicópteros se mareaban y nos mareaban de tanto rotar sobre sí mismo en una inútil búsqueda. Pasaron autobuses militares que agonizaban en la terrible cuesta de Robledo por donde solo los más atrevidos ciclistas escalan, quemándose los pulmones y venciendo metro a metro la ley de la gravedad con férrea voluntad, inquebrantable concentración y silencio ejemplar, para deleite de los aficionados que son legión por estas tierras. Algunas personas contaron haber presenciado un intenso y bien dibujado arco iris por donde creyeron haber visto trepar en una sincronización perfecta una extraña columna oscura tan inexplicable como las que realizan las langostas en el fondo del mar. Pero, en realidad, los presos habían escapado volando. Sé de alguien que los vio pasar, con su cortejo, hacia el mar para encontrarse con sus familiares. No me pidan más detalles, pues hice la promesa de preservarlo del oprobio y de la ignominia pública que, al divulgarlo, hubiera podido padecer.

Más tarde supe, de boca de mi primo Pepito, que mi tío Mariano había cavado una mina para sacar arcilla y que inexplicablemente su existencia se había borrado de la memoria familiar. Explicarían ese detalle, salvado del olvido por casualidad, los descabellados fenómenos ocurridos a su alrededor en las noches de luna llena. Los más proclives a hablar dicen que, entre otras cosas, vieron unas llamitas que parecían vagar por el aire, a ras de suelo como extraños gases liberados por la tierra. Otros sintieron vagas presencias al pasar por ahí, a escasos metros del centenario peral. ¿Habría él violado, sin saberlo, el orden natural de la tierra, hiriendo sus entrañas? ¿Hacía yo lo mismo limpiando la balsa?¿Estarían comunicados sus orificios? ¿Entraría la tierra en rebeldía por andar contra ella o por querer descubrir sus ancestrales secretos ? Resultaba fácil elucubrar conjeturas y cómo no pensar en las preocupaciones medievales cuando construían un puente o sus estrechas relaciones con el mismo diablo a quien atribuían un sinfín de versiones que nutrieron las más variadas leyendas de otros tantos países.

Unos días más tarde, cuando el agua ya corría por los grifos de mi refugio y se habían acallado las sirenas, me llegó la noticia de que una preciosa niña había nacido, en el hórreo de la Estrella, con una pequeña mancha escamosa en la nalguita izquierda. Cuando me encaminé hacia el lugar pude contemplar cómo habían quedado esparcidos por toda la finca unas titilantes escamas púrpuras.

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