PERDIDA EN MADRID – Elsa María Ruiz Aguirre

Por Elsa María Ruiz Aguire

Llegué a Madrid una mañana de junio con mi hermano pequeño. Él se llama José Manuel. De pequeño le decía Joshi de cariño. Yo le llevo nueve años y tal vez debido a esa diferencia de edad, siempre me he sentido una especie de hermana-madre. Desde que mis padres llegaron a casa con él y le vi, se despertó en mí el instinto maternal. Mi madre estuvo muy enferma después de dar a luz, y durante un tiempo la tuvieron en reposo sin salir de su habitación, así que yo me sentí su mini madre adoptiva. Empecé a dedicarle mucho tiempo. Volvía del colegio, hacía los deberes y en cuanto acababa, corría escaleras arriba para ir a su habitación. Me pasaba horas haciéndole monerías o jugando con él. Me encantaba verle y escuchar su risa. Era un bebé precioso. Se convirtió en mi pasatiempo favorito.

Nosotros vivíamos entre México y España. Mi abuela paterna vivía en Madrid y se había puesto muy enferma. Mis padres tuvieron que viajar antes que nosotros, debido a la gravedad de su estado. Mi hermano y yo nos quedamos en México hasta que acabó el curso escolar. Todos pensaban que la abuela no iba a sobrevivir a una doble embolia, pero salió adelante y vivió todavía unos años más.

Hacia un día precioso en Madrid, soleado y poco caluroso para el mes de junio. Por la tarde, llego una Señorita, como las que nos ponían de pequeños para acompañarnos al parque o llevarnos de museos y a merendar. Se les decía así en esa época. Esa tarde, la Señorita tenía la misión de llevar a mi hermano de paseo, de distraerle y después traerle de vuelta a casa. Él no quería ir solo con ella ya que no la había visto nunca y tenía miedo. Se puso a llorar y a pedir que fuera yo con ellos. Al verle tan asustado, no pude rechazar su petición y accedí a acompañarlos porque no quería ver sufrir a mi hermanito.

Salimos los tres a pasear juntos. Mi hermano no se soltaba de mi mano ni un segundo. Caminamos por la calle de Alcalá hacia Correos. Llegando ahí, bajamos unas escaleras que nos llevaron al metro. Nunca en la vida había visto un metro y tampoco nadie nos había enseñado ese modo de transporte. Parece irreal hoy en día, pero así era por aquel entonces nuestra vida. Nos tenían demasiado protegidos…

Llegamos al andén donde teníamos que tomar el primer tren. Al llegar el tren y pararse frente a nosotros, se abrió la puerta y sin decirme o indicarme nada, la Señorita se subió llevándose a mi hermano con ella. Había tanta gente… Unos venían de un lado y de repente aparecían otros por el lado contrario, yo no comprendía lo que pasaba. Algunos pegaban manotazos para abrirse paso sin ningún reparo. Me empujaron, me pisaron y de repente mi mano se soltó de la de Joshi, mi hermano. Las puertas se cerraron y quedé sola en el andén paralizada y confundida. Desde dentro del vagón, la Señorita me decía que cogiera el siguiente tren y me bajara en la próxima estación. No se le oía nada lo que decía, pero por las señas que hacía, entendí lo que me estaba diciendo. Esperé en primera fila para que nadie me volviera a dejar afuera o darme empujones. Al poco rato, no recuerdo cuánto tiempo fue, llegó el siguiente tren y fui la primera en entrar al vagón. En cuanto se abrieron las puertas subí rápidamente y acabé al otro extremo de la salida. Quedé aprisionada por la gente que subió detrás de mí. Yo intentaba abrirme paso poco a poco. Al llegar a la estación indicada, pedía educadamente que me dejaran pasar, pero era inútil, nadie me hacía caso. Yo seguía pidiendo amablemente que me dieran paso, pero de nuevo se me impedía y cada vez me estrujaban más contra la otra puerta. No pude bajarme en la estación en donde me estaban esperando la Señorita y mi hermano. Se volvieron a cerrar las puertas dejándome dentro. El tren siguió su marcha, pasamos varias estaciones, varias paradas. En cada una de ellas iba intentando salir, pero solo conseguía avanzar un poco. Seguía atrapada entre la multitud. Poco a poco fui avanzando hacia la salida. El vagón se fue vaciando en cada parada. ¡Por fin pude conseguir salir de aquella prisión! Pegué un salto hacia el andén, busqué la salida a la calle y subí unas escaleras que me llevaron fuera del metro. Al salir, miraba para un lado y para otro, tratando de reconocer en donde estaba. No reconocí nada. Empecé a sentir escalofríos del miedo que me entró. (Hasta el día de hoy, no he conseguido recordar en qué parada me bajé de aquel metro. En qué punto de Madrid salí).

Yo tenía catorce años recién cumplidos ese mismo mes. Nunca había viajado o ido a lugar alguno sin acompañante. Estaba perdida en una ciudad que no conocía. Había llegado esa mañana, hacía apenas unas horas, de un país en que un niño solo deambulando por las calles es un objetivo perfecto de robo o de secuestro. Acostumbrada a ir siempre en coche y acompañada de alguien de confianza. Enseñada a que no podía o no debía hablar con extraños y mucho menos aceptar nada de personas que no conociera. Nunca me fijaba por donde me llevaban. De repente me encontraba sola y perdida, sin tener ni idea de qué dirección tomar para llegar a mi casa.
Salí de aquel túnel y empecé a caminar. Algo me decía que debía seguir caminando, aunque no supiera hacia donde me dirigía. Caminé y caminé sin detenerme. No me atrevía a coger un taxi, que habría acabado con mi angustia rápidamente llevándome a casa. Así que seguí caminando. Me paraba delante de alguna tienda abierta queriendo decirle al dueño en qué situación me encontraba, pero me lo impedía el miedo, la inseguridad de hacer lo correcto. No llevaba dinero encima tampoco. Lo que sí tenía claro era mi determinación por llegar sana y salva a casa. Mi instinto y mi tozudez era lo que me guiaba y mantenía en marcha.
El día se iba apagando, se iba haciendo de noche y yo seguía caminando a ciegas por las calles de Madrid. Iba llorando y con miedo. La gente me miraba con cara de curiosidad y de asombro, hasta que una señora se acercó a mí y me preguntó si me pasaba algo. En ese momento me derrumbé y le conté todo. Me cogió de la mano y me llevó a una parada de autobús. Me preguntó por la dirección de mi casa y aunque no me acordaba del nombre exacto de la calle, sí sabía que estaba cerca de la plaza de Cibeles y que la calle por la que llegábamos era la Gran Vía. Desde ahí, ya me orientaría perfectamente. Me subió a uno de los autobuses que me llevaría a Cibeles, le dio instrucciones al conductor y me dijo que estuviera tranquila que pararía lo más cerca posible de mi casa. Se aseguró de que yo estuviera bien y me tranquilizó. Llegando a la parada indicada, reconocí enseguida mi zona. El autobús paró y me bajé tan deprisa que casi me caigo de bruces. ¡Agradecí al conductor y emprendí el camino a casa, por fin!
Eran las diez treinta de la noche cuando entré por el portal de casa, Sentí una ola de calor en mi cuerpo, una sensación de alivio. Me subí en el ascensor y pulsé el botón del tercer piso que era el de mi abuela. Al llegar y abrirse la puerta, lo primero que vi fue a mi padre. Su cara de preocupación era tan grande que las ganas de llorar de alivio y felicidad que tenía se me quitaron porque lo que quería ahora era tranquilizarles y hacerles ver que estaba bien que nada malo me había sucedido aparte de la tremenda experiencia que había sufrido. (Me perdí a las tres de la tarde y llegué a casa a las diez y media de la noche).
Abracé a mi padre tan fuerte como me dieron las fuerzas en ese momento. No sé cuánto tiempo estuve abrazada a él, no quería soltarme, pero mi deseo de ver de nuevo a mi hermano fue más fuerte. Le di un beso apretado a mi padre y salí corriendo hacia la habitación de Joshi. Todos me decían que ya estaba dormido, que por fin le habían tranquilizado, que esperara hasta el día siguiente, pero hice caso omiso. Abrí la puerta lentamente para no hacer ruido. Le vi sentadito en la cama, con su carita de ángel y con lágrimas cayéndole por las mejillas a borbotones. Me miraba incrédulo pero feliz, pegó un grito de alegría y se lanzó a mis brazos llorando a mares. No paraba de decirme lo mucho que había temido no volver a verme. Yo solo le besaba y le decía lo mucho que le quería y que gracias a que pensó mucho en mí, había podido encontrar el camino de regreso.
Después de esa peripecia, decidí no volver a perderme nunca más. Así ha sido hasta el día de hoy, que ya tengo cierta edad…
Acabado el verano, me mandaron al internado. Ahí aprendí a moverme por todos lados y por distintos metros de Europa. Se me desarrolló una especie de GPS dentro de mí. Cuando conduzco, con solo mirar al cielo o hacia alguna dirección, me oriento de inmediato.
Vivíamos un mundo diferente al que vivimos hoy. Una niña de catorce años se pierde hoy en día y las probabilidades de que regrese a casa sana y salva con solo un gran susto en el cuerpo y alma, son pocas, muy pocas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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