PERFUME DE JAZMÍN

Por Carles Cervelló

Siempre he sido una persona solitaria. Un misántropo sin esperanza ni ganas de curarse. Sólo una cosa me obligaba cada día a dejar la calidez de las sábanas y «lanzarme» al mundo: la poesía. Leer libros de poemas era mi dedicación durante las largas horas del día y de la noche, recluido en la casa materna (a mi padre casi no lo conocí), escondido de todos por una enfermedad vergonzante. La poesía no es popular. El mundo hace tiempo que le ha dado la espalda. Quizás por eso nos entendemos tan bien. Pessoa decía que ser poeta era su manera de estar solo, en mi caso, lo fue la lectura. Desgraciadamente, todo ha cambiado por culpa de un hecho insólito, impropio de alguien como yo. En este dietario espero consignar el trasiego, la angustia que me provoca el cambio repentino que ha experimentado mi vida. Sólo espero que, al no tener ningún interlocutor amigo que me pueda rescatar de este absurdo, sea la escritura el bálsamo necesario para volver a la serenidad de otros tiempos, sino mejores, sí más seguros.

I

El primer día que la vi llevaba un abrigo de color blanco que le llegaba por debajo de las rodillas. Pensé que resultaba una imagen anticuada, como de postal de otros tiempos, y más debido a que la persona en cuestión era una chica  atractiva y joven. Una cosa no encajaba con la otra. A media calle nos cruzamos. Se había puesto perfume. Jazmín. Sonreí.

II

Al día siguiente volvimos a coincidir. De hecho, lo deseaba. Incluso, esperaba que, con el paso de los días, nuestro encuentro llegara a convertirse en una costumbre, una especie de secreto entre ambos que nos hiciera más agradable el comienzo del día. En aquella segunda ocasión, la miré directamente a los ojos, con el atrevimiento que da el desconocimiento y la seguridad de que no pasará nada. Ella hizo un gesto imperceptible, se había dado cuenta. Quizás le debería decir algo. No sé cómo se llama: ¿Laura? ¿Ángeles? ¿Carmen? Se ha cambiado el abrigo y ahora lleva una chaqueta vaquera. Mucho mejor así. ¿Qué me pasa? ¿Por qué me comporto como un adolescente atolondrado?

III

En casa hace frío. Desde que mi madre murió no encuentro la manera de que las cosas recuperen el aspecto y el calor de antes. Todo me parece extraño y misterioso. Incluso los libros. Tengo que recuperar las ganas de leer si no me quiero volver loco. Esta noche, antes de acostarme, cogeré un ejemplar de la biblioteca. Ahora descansaré un poco y pensaré en ella, en la vecina. A mi madre le hubiera gustado. Mañana volveré a pasar por la calle a la misma hora. La echo de menos.

IV

Me parece verla por todas partes. Su rostro se multiplica en cada una de las mujeres que pasan por mi lado. Todo está lleno de ella, igual que los versos de Mário Cesariny:» Em todas as ruas te encontro, em todas as ruas te perco…”.  No quisiera perderla, pero me resulta tan difícil pensar que algún día pueda tenerla… Pensamientos extraños, no me parece que sea yo quien habla. Me encuentro desorientado, perdido en un camino que no he transitado nunca.

V

He vuelto a Pavese. No sé demasiado bien por qué él y no otro. Tampoco es uno de los poetas que más he leído. Quizá, como decía mi profesor de instituto, en realidad son los libros que te eligen a ti y no al revés. Leo: Ha reaparecido la mujer de ojos medio abiertos y de cuerpo concentrado, caminando por la calle. Ha mirado de frente, alargando la mano en la calle inmóvil. Todo ha vuelto a resurgir. Es verdad, la poesía siempre nos sale al encuentro. Tengo sueño y me duermo con una melodía diferente a la de otros días. Ella. Sus ojos.

VI

Llueve. No saldré de casa. No me gusta la lluvia, me inquieta su contacto, la suciedad de las calles colándose por las cloacas. Ella pasará de todos modos. Hay que trabajar para ganarse el pan -dicen-. Yo, con lo que me dejó mi madre y la pensión de invalidez, puedo ir tirando sin tener que obedecer ninguna orden. Estoy mejor así. Pero ella pasará y yo no estaré. ¿Me echará de menos? Sin embargo, ¿tiene alguna importancia todo esto? ¿Tienen sentido estos desvaríos de un viejo senil como yo?… Mañana la seguiré, quiero saber dónde trabaja. Tengo que averiguar cómo se llama. Escribir me consuela de la soledad de estas paredes, de esta soledad sin mi madre y, ahora, sin ella. Llueve. No me gusta la lluvia.

VII

Trabaja en una tienda de zapatos. No me lo imaginaba. Mi madre siempre sospechó de la gente que tenía que ganarse el pan atendiendo al público. Decía que eran falsos y que siempre trataban de engañarte. Pero ella no es así. Estoy seguro. El cansancio se nota en su cara. Tomo un café en una terraza justo delante de la tienda. Ahora sí que la tengo controlada y la puedo ver siempre que quiera. Sólo necesito bajar hasta la plaza. Apenas cien metros. Leo el periódico. El mundo está perdido, definitivamente perdido.

VIII

Me duele la cabeza. Mucho. Otra vez. Quizás hacía una semana que no me pasaba. Las migrañas han acompañado toda mi vida pero parecía que, en los últimos días, su compañía no me frecuentaba tanto. No puedo concentrarme en nada. El libro se me cae de las manos, escribir es un suplicio. No bajaré a la calle. Lo siento por mi querida desconocida. Creo que ahora ya me espera. Soy parte de su paisaje, del entorno cotidiano que a todos nos da seguridades. Sé que me engaño, pero me consuela pensar se esta manera, pervertir mi tradicional ironía y deshacer los contornos. Mañana lo compensaré. Quizás le diré algo. Ahora necesito una copita de coñac bien cargada. Y dormir. Descansar. Si no fuera por este dolor de cabeza…

IX

Sonríe. Siempre sonríe a pesar de algunos clientes desagradables. Tiene mucha paciencia y no se la ve alterada. Mi madre no era así. Gritaba mucho y todo la inquietaba. Sobre todo al final, cuando la enfermedad la había consumido y no había ningún medicamento que le apaciguara el dolor. Pero ella es diferente. Me gusta que sea así: risueña y optimista. A mí me cuesta serlo. Ella representa la luz, yo, en cambio… No hay que preocuparse ella. El tiempo será mi aliado. Tendré que ordenar la casa.

 

X

Nabokov se me aparece esta noche especialmente desapacible: No sé nada. Curiosamente el verso vibra y, en él, la flecha… ¿Tal vez tú, aún sin nombre, eras la genuina, la esperada? Los ojos se me han humedecido. Yo no lloro nunca, pero sentirse reconocido en lo que lees te desarma, te deja a la intemperie, desnudo de las fortalezas que has ido construyendo para que nada te duela. Volver a leer, sin embargo, me reconforta, ahora que la soledad se extiende por las paredes como la peste.

XI

He entrado en una perfumería. Lejos del barrio, donde nadie me conoce. He pedido un perfume con aroma de jazmín. La dependienta, demasiado halagadora y condescendiente, me ha sugerido «Alien», de un tal Thierry Mugler. Lo compro, a pesar del precio. Una vez en casa, he destapado la botella y he dejado que el perfume se esparza por todos los rincones. Es como si ella ya estuviera. Me siento acompañado. Ceno con apetito y la copita de coñac me reconforta como nunca.

XII

He dormido muy bien. Como hacía tiempo que no pasaba. Todo es posible en los sueños, tal vez en ellos encontramos la verdadera felicidad. Jules Renard decía «soñar, soñar locamente sin querer obtener nada»… ¡Ojalá pudiera! Ser capaz de esta extrema generosidad y contentarme con las pequeñas píldoras nocturnas de paz donde ella es sólo mía y se deshace en cumplidos. No seré capaz, lo sé, mi verdadera condición es muy distinta a la de los soñadores.

XIII

Tengo que ir a ver a Juan. No me había dado cuenta de cuánto me han crecido el pelo desde la última vez que fui. También la barba necesita un buen retoque. Demasiadas canas. Me estoy haciendo mayor, las arrugas marcan el rostro sin ningún tipo de consideración. Ella, en cambio, no creo que llegue a los treinta y cinco. Demasiado diferencia. Me invade el pesimismo. No tengo nada que hacer. Duermo mal y me levanto de muy mal humor. Hoy tampoco bajaré, no quiero que se ría de mí.

XIV

Distimia. Esto es lo que aquel incompetente me diagnosticó para horror de mi madre. Una depresión leve pero resistente, no me enviaría el manicomio pero me podría causar problemas de adaptación a la vida cotidiana. Mi madre me recluyó en casa. Tenía veinte años y muchas ganas de estudiar. Filosofía. Pero ella no podía soportar que alguien se diera cuenta del problema. Vivía como un príncipe recluido, teniendo de todo pero sin poder disfrutar de nada. Tal vez fue mejor así, no lo sé. Ahora, sin embargo, ya es demasiado tarde para hacerse según qué preguntas. Me cuesta convivir con la gente, pero tengo que hacer un esfuerzo. Por ella. Todavía no sé cómo se llama.

XV

Es muy joven y bonita. Hoy me he pasado toda la mañana frente a la tienda, paseando arriba y abajo y tomando un café tras otro. No se ha dado cuenta porque han tenido mucho trabajo. Un montón de gente asquerosa enseñándole los pies para que les encaje unos zapatos que nunca les están bastante bien. A más de una de esas papanatas ya la habría espabilado yo de un buen varapalo. Me miro en el espejo y me pregunto cómo puedo esperar que ella se fije en alguien como yo. ¿Sabrá ver cómo soy por dentro? Temo sólo el hecho de intentarlo. Pero tengo que hacerlo. Ahora la casa ya nota su ausencia y vivir sin ella se me hace insoportable.

XVI

Recuerdo aquel verso de Emily Dickinson que dice no estoy habituada a la esperanza. Me reconozco en él. La esperanza. Este es un sentimiento reservado a unos pocos afortunados con la cabeza bastante obtusa para no darse cuenta de nada. Hace tiempo que dejé de pertenecer a este grupo. Pero, sin embargo, sin esperanza, ¿qué me queda? ¿Cruzarme cada día por la calle con ella sin decirle nada? ¿Ensimismarme con su rostro teniendo un escaparate de por medio? ¿De dónde sacar las fuerzas para creer que todo es posible? Esta noche llueve y los cristales se empañan escondiéndome del exterior. Quizás así conseguiré descansar un poco. Me llevo a la cama los poemas de la autora de Amherst. Me harán compañía si el sueño, como me temo, no viene a visitarme.

XVII

Le escribiré una carta. Será mucho mejor que presentarme en la tienda y quedarme tartamudeando como un niño pequeño sin saber qué decir. Me expreso mejor por escrito. El anonimato del papel da vida a los sentimientos y te permite romper el muro de la timidez sin correr ningún peligro. Me daré a conocer y expresaré lo que siento con las mejores palabras que pueda encontrar. Se la haré llegar por Marcelo, el chico de la portera. Mientras se la entrega, yo observaré su reacción desde la terraza del bar. Quizás sea conveniente acompañarla con una flor. Estos detalles gustan aunque a mí me parezcan un gasto innecesario. Mi madre nunca tuvo plantas ni flores en casa, sólo son focos de suciedad y bichos, decía. Un jazmín será perfecto.

XVIII

«Querida amiga:

Te extrañará que alguien que no conoces y que ni siquiera sabe tu nombre te escriba unas líneas. No sufras, no soy un loco perturbado ni quiero hacerte ningún daño. Todo lo contrario. Hace tiempo que admiro tu belleza y el carácter que, desde la distancia, adivino en tus gestos y en tu mirada. Me gustaría que nos pudiéramos conocer y que, si fuera posible, entre los dos naciera una amistad que, estoy seguro, haría que mis días no tuvieran la oscuridad que ahora los perturba y que lo mancha todo de pesimismo y melancolía. Si te apetece saber algo más de mí, te espero el próximo viernes, por la noche, al terminar en la tienda, en la entrada del parque Este.»

XIX

Sé que hago el ridículo escribiendo una carta como la que le quiero hacer llegar, pero, al mismo tiempo, me siento obligado a ello sin que me quede más opción que seguir adelante. Estaré observando su reacción. Una especie de escalofrío pegajoso me recorre todo el cuerpo. Siento pánico, pero todo está hecho ya y sólo necesito sufrir las consecuencias.

XX

Quizás hubiera sido mejor utilizar alguna de estas que llaman nuevas tecnologías para comunicarse con ella. Lo hubiera encontrado más normal, más los tiempos de ahora. Seguro que la tienda aparece en un listado u otro de Internet. Pero me niego. La falsedad que esconden me desespera. Todo el mundo se cree amigo de todo el mundo sólo porque ha pulsado un botón; la gente ha perdido el sentido de la intimidad y se ha dejado arrastrar por el exhibicionismo y las ganas que te vean realizando cualquier tipo de actividad extravagante.

XXI

Se acerca la hora convenida. Marcelo, puntual como siempre, llega con el papel y la flor en la mano. Entra. Saluda a todos y se acerca a ella. Hablan unos breves instantes. Le tiende la carta y, después de una leva inclinación de cabeza a modo de despedida, sale de la tienda con una sonrisa en los labios. Ella se guarda la carta en uno de los bolsillos y deja la flor sobre uno de los mostradores de la tienda. No lo ha abierto. Un hombre espera justo delante de la puerta. Ella le hace un gesto con la mano y va a su encuentro. Se besan. Se van cogidos de la mano calle abajo. El mundo se funde tras sus pasos. No sé qué hacer. La cabeza me va a estallar. El camino a casa no se acaba nunca.

XXII

Marcelo me ha dicho que ella se llama Isabel. No recuerdo quien escribió las palabras que ahora martillean insistentes mi cabeza llenando todos los rincones de casa: «Me quedé solo en el centro de tu mundo. Quieto«. Isabel.

XXIII

De todas formas he ido al Parque para nuestra cita. He esperado durante horas que viniera pero no se ha presentado. Lo sabía y, sin embargo, he venido llamado por una especie de ilusión adolescente que ahora me recrimino. En estos momentos deben de estar riéndose de mí gracias a mi ingenuidad. Mi madre tenía razón. No tenía que haberme confiado.

 

XXIV

He dormido atormentado por las pesadillas. Lo más prudente sería renunciar a todo y continuar con la vida que tenía antes de encontrarme con ella. Pero no puedo. Su imagen permanece inmutable en mi cerebro y ningún pensamiento no es capaz de expulsarla. Ya me lo advirtió muchas veces mi madre: No puedes esperar nada bueno de una mujer, siempre acabas decepcionado y solo. Aquel hombre me ha roto el destino y ahora me siento incapaz de determinar hacia dónde dirigir los pasos. Habrá, pues, que desaparecer. Sólo así podré recuperar la tranquilidad. Me pregunto si seré capaz de hacer lo que es ya inevitable. No hay otra opción, sin embargo.

XXV

Debo dejar morir los sentimientos, como dejé morir a mi madre. ¿Venganza? No lo sentí así el día que ella murió. Aún me parece oír sus gritos desde la habitación suplicando le diese la medicación. Al cabo de unos minutos el silencio lo invadió todo. El silencio, la tranquilidad, por fin podía respirar a mis anchas…

XXVI

Vuelvo a la biblioteca. He roto todos los espejos de casa para no hacer evidente lo que me espera a partir de ahora. Leo a Samuel Johnson, quien hace una bestia de sí mismo, se deshace del dolor de ser humano. Una vez más la poesía me sale al encuentro para iluminarme el camino. Arrancarme este dolor que siento sólo será posible si abandono la condición humana, si dejo de ser yo mismo para convertirme en otra clase de criatura, alguien sin alma ni corazón que pueda flotar por encima de la inmundicia que provocan los sentimientos. Una bestia.

XXVII

A pesar de mi determinación inicial, deberé salir al exterior una última vez. Tengo que evitar que en el ánimo de la Isabel quede una chispa, por pequeña que sea, de victoria. Es necesario que ella también sufra y, para ello, lo mejor es dejarla sin aquello que más ama. Debo matar al hombre que me la ha quitado. No será difícil si Marcelo realiza las averiguaciones pertinentes. El pobre chico es eficiente y agradecido y sabrá hacer su trabajo. Una vez sepa dónde vive el rival, me tocará a mí actuar. No fallaré. Pocos muros de moralidad me quedan a estas alturas por derribar.

 

 

XXVIII

Matar es sencillo, lo que cuesta es vivir con las consecuencias que conlleva realizar una acción abominable a los ojos de los hombres y de Dios. Sin embargo, no lo es para mí que, despojado de toda condición humana, arrastro mi cuerpo animalizado movido sólo por el más elemental de los instintos. Mato aquello que se convierte en un peligro para mí. Sencillamente. Lo he esperado escondido en el hueco de la escalera donde vive. Mientras él pulsaba el botón del ascensor me he acercado por la espalda y lo he aturdido con un golpe de martillo. Después, en el suelo, sin sentido, el cuerpo inmóvil, he ido dándole golpes y más golpes hasta que la sangre me salpicaba tanto que ya no veía donde golpeaba. Nadie me ha visto. El mal tiene la suerte por aliada. He salido corriendo protegido por la complicidad de la noche. Al llegar a casa me he quitado la ropa y, con una buena copa entre las manos, he sonreído a la Luna que, habiéndolo visto todo, no me recriminaba nada.

XXIX

Es curioso que me haya venido a la cabeza la imagen de Dios. Nunca he creído en Él a pesar de los esfuerzos de mi madre para llevarme por los caminos que marcan sus enseñanzas. Ella iba todos los domingos a misa y se reunía cada dos o tres días en casa con un confesor de sotana y cabellos lamidos con quien se encerraba en su cuarto durante horas. En el Apocalipsis se puede leer: También le han concedido de dar vida a la estatua de la bestia, porque incluso hable, y le han permitido que pueda condenar a muerte a los que no adoren la estatua… Ahí está mi conversión.

XXX

La transformación ha comenzado. No he sido consciente de ello hasta que he ido a coger un vaso y me ha resbalado hasta caer al suelo desmenuzándose en mil pedazos. La cabeza me hervía y necesitaba tragarme las dichosas pastillas que consiguen calmarme un poco. Las manos. De golpe me he dado cuenta de que las uñas me han crecido y los dedos se han tensado retorciéndose hacia adentro, como las garras de una alimaña extraña.

 

XXXI

Alma y cuerpo se van fundiendo en una sola cosa y es ya casi imposible distinguir entre mi apariencia exterior y lo que queda en mi interior. Esta mañana he practicado una pequeña abertura bajo la puerta de entrada. Le diré a Marcelo que me deje la comida por aquí. Carne, sobre todo. No importa lo que digan los vecinos. Tengo todo el cuerpo cubierto de pelo. Ya no me visto. La voz, sin embargo, sigue siendo humana, un poco más oscura, tal vez, pero reconocible.

XXXII

He salido de casa. Me parecía que podría permanecer recluido, pero ha sido imposible. He aprovechado la noche y la soledad de las calles para desplazarme. Corría. Brazos y piernas, convertidos ya en patas fuertes y ágiles, lograban que me desplazara de un lado a otro con una velocidad que no dejaba de sorprenderme. He vuelto a matar. Un vagabundo que dormitaba sobre uno de los bancos de la plaza. Después he pasado por delante de la tienda y no he podido evitar bajar la vista. Avergonzado. Aún me pesa demasiado la fuerza de su recuerdo.

XXXIII

Un viejo compañero de camino, Neruda, parece que quiera hacerse presente en este viaje que inicio: Sucede que me canso de ser hombre. No se equivoca, no. Ser hombre es cansado, como Sísifo, subir una y otra la roca para que vuelva a caer. Vivir para sucumbir a la fatiga del absurdo, he aquí nuestro destino, nuestro lamentable deambular por el mundo.

XXXIV

Me he hecho traer un ramo de jazmín. Marcelo comienza a sospechar que pasa algo más que las extravagancias de un viejo solitario. Pronto podré prescindir de sus servicios y salir a cazar por mis propios medios sin que ninguna conciencia estúpida me recrimine. Ahora lo sé. Pero las flores me recuerdan lo que me ha hecho como soy. Las flores son ella y su perfume me serena y reconforta. Como la poesía en su momento. Es todo lo que me queda de un pasado que me resulta lejano y extraño.

 

XXXV

¡Ah, los versos enturbiando de nuevo la satisfacción del momento! La belleza del hombre es que crea belleza. Por eso soy un monstruo; por eso, esta noche, contemplo con delectación el cuerpo ensangrentado de otra víctima mientras siento chorreando por colmillos y rostro el gusto insaciable de la carne joven y fresca.

XXXVI

He subido un cuerpo al piso. Desde el momento que maté por primera vez la necesidad de continuar saciando esta inquietud se ha ido haciendo cada vez más poderosa, pero no me quiero arriesgar saliendo demasiado de casa. He manchado de sangre la escalera pero Marcelo lo limpiará. Ya me buscaré alguna excusa. Buen chico. Después de este servicio recompensaré con generosidad su fidelidad callada y discreta. Ahora tengo provisiones para días. Una rendija de luz hace que la Luna, una vez más, vele mi vida y acompañe mis pensamientos. He tirado unos cuantos libros al fuego para calentar la casa. El invierno será crudo y yo estoy solo, muy solo.

XXXVII

Antes de que todo acabe tengo que volver a verla. Necesito su presencia, las flores ya no pueden sustituirla. Verla una vez más y luego ser lo suficientemente valiente para dejar este mundo que no me ha traído más que amarguras y tristezas. Una vez más, sin decirle nada, contentándome con una distancia prudente. Aplacar este deseo que me corrompe. Descansar.

XXXVIII

No todos los niños éramos iguales. Estaban los que crecían en el placer y la inocencia. El resto sobrevivíamos entre el deseo y la culpa. Parece que estos versos me hayan descubierto esta noche, que te sigo los pasos sin que tú te des cuenta, sintiéndome mal por desear tu cuerpo y no ser capaz de decírtelo. Yo también soy un niño perdido entre el deseo y la culpa, escondido en el fondo del patio para que nadie me encuentre y me haga daño. ¡Lo hubiera dado todo por ser diferente a como soy!

 

XXXIX

De pequeño las cosas no fueron como habría esperado. Me sentía diferente y los compañeros también me veían como alguien que no acababa de encajar. Buscaba rincones y pasillos oscuros para no encontrarme con nadie y quedarme a salvo con mis propios sentimientos. Excusas, ahora lo veo, para no tener que reconocer el fracaso. Rilke decía que la patria del hombre es la infancia; mi patria, en cambio, fue una pared de azulejos blancos, un muro de resentimiento del que no me podía separar.

XL

Volver a verla no ha resultado, ni mucho menos, como esperaba. Tenía la leve esperanza de que su visión de alguna manera rompiera la falsa imagen que me he hecho de ella. Una idealización estúpida que me duele. Pero no. Está preciosa y aún me he sentido más enamorado. Quererla para mí es la única idea que me hace seguir vivo. No hay solución. Nunca podré olvidarla.

XLI

Me duermo contemplando la llama del hogar que destila páginas y palabras de los libros que ya no voy a leer. Recuerdo ahora unos versos de Octavio Paz: Dame, llama invisible, espada fría, tu persistente cólera, para acabar con todo, oh mundo seco, oh mundo desangrado, para acabar con todo. El cadáver empieza a pudrirse y su hedor anula el perfume de las flores de jazmín. Diré a Marcelo que se deshaga de él. No tengo hambre. El tiempo no pasa. Los días son eternos.

XLII

Mi casa ya no es mi casa. Los rincones que durante tantos años han sido los únicos reductos felices de mi existencia han desaparecido como tierra húmeda entre los dedos. He entrado en el cuarto de mi madre. Todo está como ella lo dejó, excepto para la pátina que el polvo –el abandono- ha ido perfilando en las cosas. Nadie ha entrado desde el día de su muerte. Ninguna mano ha ofendido su memoria. Ya no me da miedo. Revuelvo cajones, desgarro ropa, rompo frascos de perfume, araño las paredes hasta hacerme sangre. Jadeante vuelvo a la biblioteca para yacer envuelto en libros. Duermo mal. Como siempre.

XLIII

Lo tengo decidido. Dentro de diez días. Luna Llena. Quizás en el último momento aún seré capaz de crear una chispa de belleza. Un veneno potente, como el cianuro, será perfecto. Una muerte lenta y dolorosa. La agonía puede convertirse en la creación suprema de un ser como yo, abocado al abismo. Dejar de sufrir a través del sufrimiento. Este será mi legado, mi testamento.

XLIV

Sin embargo, el dolor me asusta. Siempre he pensado que Dios -si existiese- puso esta losa sobre los hombres como la más perversa de las venganzas. Sabía que nos alejaríamos de Él, que su Reino no sería tan poderoso como se pensaba, y nos ungió con este estigma para recordarnos que nunca seremos como Él. El dolor físico. El dolor mental. Cuando se experimenta el dolor se abandona la condición humana, nos convertimos en animales que corren asustados.

XLV

Pero he aquí que el dolor también nos es atractivo. Panero decía aquello de que lo mejor de mi vida es el dolor. Del mismo modo que nos aniquila, nos recuerda también que, precisamente por eso, nos humaniza. En nuestra debilidad radica nuestra humanidad, a pesar de todo. Una contradicción más para anotar en la larga lista que nos configura. No son los poderosos quienes tienen la clave de nuestra condición, no. Soy débil y en el dolor encontraré la recompensa de esta mi vida sin sentido ni norte. Isabel lo sabrá. Yo existiré para ella, aunque sólo sea un segundo. Y seré feliz.

XLVI

El instinto. He vuelto a salir. Para matar. Había tomado la decisión de quedarme en casa y esperar el final pero no ha podido ser. Una mujer. Un callejón estrecho y solitario del centro. Matar por matar, para comprobar que aún estoy vivo y que estoy listo para ejecutar lo que la naturaleza pide a los predadores. Mezcla humana y animal donde el instinto se alía con la maldad. Somos capaces de lo mejor y de lo peor y la línea que separa una cosa de la otra es tan pequeña que la cruzas sin darte cuenta. Como esta noche. Dejo el cuerpo casi sin tocarlo y me voy a casa. Estoy cansado.

XLVII

El hombre mata por una idea, leí una vez. Falso. Sólo los débiles de espíritu buscan razones para sus actos. No hay que justificarse cuando uno se cree en posesión de la verdad. Matar por matar y punto. Disfrutar del momento por él mismo, sin que se tenga que buscar la aprobación de nadie. Esto es lo que la vida me ha enseñado y que ahora, por fin, puedo poner en práctica, libre de cualquier obstáculo, de cualquier presión, libre.

XLVIII

Marcelo me ha traído el cianuro. Un miligramo. Olor de almendras amargas. Con dificultad consigo todavía escribir unos versos: Pronto todo habrá pasado sin que la conciencia, enemiga de razones demasiado fieles, me deje ver la claridad de mis acciones. Lo que más necesito es descansar, sólo la muerte podrá hacerlo posible. Hamlet. El dolor de cabeza ya es crónico. No soy capaz de dormir una hora seguida.

XLIX

Una cucaracha. Se ha plantado ante mí, desafiante pero desconcertada. La luz repentina la habrá paralizado. Mi madre, cuando veía una, montaba un escándalo de mil demonios. No las podía resistir. Rociaba toda la casa con un producto de olor insoportable y durante unas cuantas horas más valía encerrarse en el cuarto para no morir asfixiado. Yo, ahora, simplemente, la contemplo con curiosidad. Podría aplastarla sin sentir nada, pero decido que viva. Poco a poco, desaparece por una rendija entre el suelo y el zócalo. Yo continúo bebiendo, ausente de todo, al margen del mundo.

L

En ese poema tan especial, Aunque tú no lo sepas, Luis García Montero escribe: Como la luz de un sueño, que no raya en el mundo pero existe, así he vivido yo. Vivir de manera invisible, sólo ligado por la fuerza del deseo, sin más ilusión que convertirse en un sueño donde todo fuera posible. Esto he sido yo para ti, Isabel, sólo un breve sueño del que nunca has sido consciente.

LI

A pesar de este odio que siento, saber que tú no tienes ninguna culpa, Isabel, que soy yo el causante de esta corrupción que me abruma. Todo se podría haber evitado y, sin embargo, dejo que el veneno se extienda libremente por cada rincón de mi vida, sin hacer nada para evitarlo.

LII
Marcelo ha llamado a la puerta durante bastante rato. Me ha llamado por mi nombre y ha tratado de forzar la cerradura para entrar. Me he mantenido en silencio, bien alerta, dispuesto a defenderme. El pobre muchacho debe estar preocupado. Hace días que no hablamos. No sabe que, a estas alturas, ya no hay nada que hacer.

LIII

Todo está a punto. El cianuro sobre la mesa, frente a mí. De repente, la luz de la escalera se enciende. Una leve rendija se cuela por debajo de la puerta. Al mismo tiempo, y de manera cada vez más intensa, un penetrante y aterrador perfume de jazmín teje una filigrana de aromas que se extiende por todo el piso, dejándome con los sentidos suspendidos, sin saber cómo actuar.

LIV

Escribir mientras las cosas que escribes están pasando. Escribir que los tablones que cerraban la puerta han saltado por culpa de los golpes de mazo de Marcelo cuando apenas hace un segundo que se ha producido el estruendo. Ahora siento sus voces y los pasos que se acercan. Saben que estoy en el estudio. Dejaré de escribir y deberé aventurar lo que pasará. Se abre la puerta en el preciso instante en que yo me encaramo a la ventana. En el último momento, cuando nuestras miradas se encuentren, me gustaría pensar que sorprenderé un gesto de preocupación en sus ojos.

 

 

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