POR FAVOR, RESPIRA OTRA VEZ – Carolina García Corsini

Por

El sonido del móvil me estremeció. Tomé aire y aguanté la respiración para responder, como hacía cada mañana desde que Arturo permanecía intubado en la UCI-COVID. Es impresionante cómo en unos instantes te puede cambiar la vida y sabes, porque lo sabes, que desde el otro lado de la línea las noticias pueden ser buenas o devastadoras. Y cuando el médico te dice que vayas, como en mi caso, te temes lo peor.
Al entrar en el hospital me tomaron la temperatura y me dieron, además de mi mascarilla FFP2, guantes, una bata esterilizada y gel desinfectante de manos. Nada nuevo para mí.
-Sígame, dijo el doctor con mirada de preocupación.
Me llevó a una sala y me pidió que me sentara. Tuve que poner las manos en mis rodillas para intentar que no me temblaran.
-Siento comunicarle que su marido no responde al tratamiento-suspiró mientras se tocaba el pelo-. Si sigue así, no podrá continuar mucho más tiempo conectado al respirador.
-¿Qué me está queriendo decir?-pregunté con voz alterada y de enfado. ¿Cuánto le queda para tomar una decisión tan drástica?
-Unas dos semanas.

-Entonces, hay esperanza. Tenemos trece días por delante. Apenas acaba de empezar.
-Sí, pero el virus – explicó moviendo las manos como si yo fuera una residente a la que estuviera dando una clase de medicina- ha debilitado mucho su sistema inmunológico. Al principio, se defendió con fuerzas, pero el esfuerzo es tan grande que las propias células inmunitarias atacan al tejido sano y a los órganos, desatando el caos dentro del cuerpo. Lo llamamos “tormenta de citoquinas”, y hace falta un milagro para pararlo.

-Entonces-dije al tiempo que me levantaba de golpe-, pediremos un milagro.
De regreso a casa, me vino a la mente la coversación que habíamos mantenido con el internista dos días antes de que lo intubaran. Este entró en la habitación de la UCI y nos explicó que era urgente ponerle un respirador. Arturo al oírlo, se agitó y mencionó con un hilo de voz: Juan y Jaime.
-Son nuestros hijos-le aclaré.
Luego llevándose una mano a los ojos interpretamos que quería verlos antes de ser intubado, lo recuerdo perfectamente.

-Ahora puede haber solución -respondió tajante el médico-. Si tardamos, tal vez no.
-Cariño, es lo mejor. Te pondrás bien y los niños y yo te estaremos esperando en casa.
-Verás qué pronto lo celebraremos juntos con una botella de Dom Pérignon, que tanto te gusta abrir en ocasiones especiales- me despedí con un: “Tú puedes. Te quiero”, sin mostrar la angustia que me embargaba.
Ahora, al decirme que no estaba reaccionando a los medicamentos, pensé mientras lloraba con hipo, que tal vez, debí esperar a que mis hijos se despidieran.
Una vez en casa, me sequé los ojos para no preocupar a Juan ni a Jaime. Intenté transmitirles serenidad cuando me preguntaron por su padre. Les conté que los próximos días eran muy importantes. Su cuerpo debía reaccionar al tratamiento para poder respirar por sí mismo.
Me metí en mi cuarto y cogí el rosario que mi prima Adela, antes de morir me regaló. Siempre decía riéndose: “Me gusta tanto esta Virgen y mira que la encuentro un pelín cursi, pero sé que me cuida. Quiero que te la quedes”. Desde entonces, siento que me protege. Recordé que se acercaba la festividad de la Virgen de Fátima, la miré entre las bolitas del misterio y le pedí que me devolviera a Arturo.
Los días siguientes fueron eternos, no me separaba del móvil y apenas comía. En el octavo desde la advertencia del médico, sabía que el tiempo corría en nuestra contra. Sin embargo, confiaba en esa llamada en la que me dirían que mi marido mejoraba.
Cuando llegó el trece de mayo, las noticias fueron desesperanzadoras. No veían vida en el horizonte ni la opción de que respirara por sí mismo. Rogué a los médicos que me dejaran verle, era mi último cartucho.
Vestida con el EPI, me acerqué a lo que parecía más un esqueleto que un cuerpo, sus ojos sobresalían de las cuencas y sus manos parecían atadas para evitar que instintivamente se quitara el tubo. Aunque en ese momento, no tendría fuerzas ni para mantener entre ellas unos cubiertos.
Entonces me acerqué y le susurré al oído: Respira otra vez. Por favor, respira otra vez.
El pitido de las máquinas era tan intenso que un montón de sanitarios entraron de pronto en la sala. Yo no podía moverme, empecé a hiperventilar, creo que entré en pánico. Intenté gritar, pero no salía ningún sonido de mi boca. Esto no podía estar pasando. Se moría delante de mis ojos.
Es una locura. Cuando le ingresamos sólo con reposo y algo de oxigenación nos aventuraron una pronta mejoría. Recuerdo el primer día y los siguientes que pasé con él con nitidez. Los médicos apresurándose a quitarle la bata y el pijama, que llevaba cuando perdió el conocimiento. Yo intentaba tranquilizarle con mi voz, diciéndole que, bajo ese traje de astronauta estaba yo, Cristina, su mujer.
-Tienes el virus, pero con el oxígeno te vas a encontrar mejor. -él no me respondía, pero parecía algo más calmado y la respiración menos agitada.

Cada día me permitían visitarle dos horas en la UCI -COVID. A pesar de la máscara de oxígeno, le costaba mucho respirar. Tenía la mirada perdida y sus ojos verdes se volvieron gris cristalino. Daba la sensación de que tuviera un pie en la tierra y otro en el cielo. Cuando le veía boca arriba con los ojos fijos en el techo blanco algo agrietado, no podía evitar pensar en cómo hubiera apreciado en su lugar, un cielo sin nubes. Así como el aroma campestre de la flor de la jara, en vez del olor químico del desinfectante que impregnaba todo el cuarto para evitar la propagación de este repugnante bicho.
Incluso, a las dos semanas, me sorprendió gratamente recibir una llamada de la jefa de enfermeras. Observaron que sus constantes se mantenían estables durante el tiempo que pasaba con Arturo. Me preguntó si podía quedarme de doce de la mañana a nueve de la noche con él, hasta que llegaba un sanitario. Afortunadamente las medidas de sanidad no eran tan estrictas como al principio del confinamiento. Era abril del 2021 y ya se permitía no usar mascarilla en el exterior y podían comer hasta diez personas en una misma mesa al aire libre. Creo que fue en una de esas cenas en el campo donde se contagió. Pero lo más importante es que ahora, si las circunstancias lo permitían, el paciente podía estar acompañado por un familiar.
Hablé con mis hijos para explicarles que pasaría la mayor parte del día con su padre. El pequeño frunció el ceño como hacía cada vez que algo le asustaba y el mayor, más echado para adelante, le dio unas palmadas en la espalda.

Antes de salir de casa vi sobre la mesita de roble del cuarto de estar, cerca de la butaca azul donde acostumbraba a leer Arturo: El solitario. Un libro que mimaba y releía de tanto que le gustaba. Cuenta en primera persona las andanzas y meditaciones de un sabio jabalí que lucha por sobrevivir a los aguardos y a las monterías, instruido por su predecesor. Así que lo metí en mi bolso junto al rosario que me regaló Adela.
El reloj marcaba las doce cuando me dejaron entrar a verle. Embutida en el sofocante mono aislante, con gafas y guantes de látex sellados y dobles perneras impermeables, andaba un poco torpe. Me acerqué a él y como cada mañana quise recordarle dónde estaba y por qué, para que se situara.
Eran muchas horas en las que no podía interactuar con él, pero sí contarle anécdotas de nuestros hijos, de leerle las hazañas del jabalí. Y, sobre todo de rogarle a Dios que le curase. Hacía tiempo que no rezaba tanto. Aunque me costaba. Cuando recibía un mensaje de alguna amiga o familiar ofreciéndose a ayudar, solo les contestaba que pidieran por él. Llevaban casi un mes haciéndolo. Ambos lo necesitábamos y seguramente él lo agradecería como hombre de fe.
Yo le hablaba confiando en que me escuchaba, aunque la mayor parte del tiempo transcurría mientras él dormía.
– ¿Sabes que han hecho un grupo de oración de doscientas cincuenta personas para que te pongas bien? Cuando te recuperes no vas a tener días para agradecerles todo lo que rezan por ti.
Pero de repente, de un día a otro, Arturo comenzó a empeorar. La fiebre cada vez más alta y la saturación bajo mínimos lo hacía parecer ausente. A veces pestañeaba en señal de entendimiento o se llevaba una mano a la cabeza para indicar que le dolía. Pero no había lugar para la desesperación: le decía que él podía, que le necesitábamos, que fuera valiente y no se rindiera. Hasta llegué a quitarme el guante de látex para poner mi mano sobre la suya. El contacto de su piel con mi piel conseguía que se me saltaran las lágrimas que acababan empañando mis gafas. El desgaste físico era quizás más grande que el emocional. Vestida con el agobiante traje seguía sentada en la única, pero ya familiar silla de la habitación. Los dos encerrados entre esas cuatro paredes frías mientras él apenas podía respirar. Nos faltaba el aire. El silencio era abrumador, tan sólo el sonido del monitor que controlaba su respiración y su ritmo cardíaco. Cuando se descontrolaba, algún sanitario entraba en el cuarto con una mascarilla transparente que cubría su cara sobre la mascarilla quirúrgica. Se entreveían sus ojos y en una pegatina ponía su nombre. Sin embargo, a pesar de la incertidumbre y de mi estado constante de alerta, una fuerza sobrenatural me sostenía y me empujaba a seguir contándole las noticias del día a día, en un intento desesperado de que volviera a la realidad, y las ganas tan grandes que tenían los niños de verle. Además, si el jabalí solitario supo eludir las balas, él conseguiría esquivar esta enfermedad; le animaba convencida.
Una de esas tardes, con el libro sobre mis piernas y el pequeño rosario de la Virgen de Fátima, comencé a sentirme mal. Llevaba muchas horas sin comer ni beber. Temí perder el conocimiento y avisé a una enfermera que tardó un buen rato en ponerse el EPI. Di negativo en la PCR y me mandaron a casa a tomar algo, hidratarme y ducharme.
Cuando regresé al hospital, me informaron de que tuvo un fallo respiratorio y de que se lo llevaban para hacerle una traqueotomía. Fue ese el momento en el que tan solo yo pude despedirme. Durante el tiempo que utilizó la respiración artificial no se permitieron las visitas. Así que me abandoné en Dios y rezaba junto a mis hijos por la pronta recuperación de su padre. Entonces, recibí la llamada; el médico quería verme. Salí de casa con la misma rapidez con la que latía mi corazón. Algo no iba bien.
Lo último que recuerdo es el miedo que sentí cuando las máquinas empezaron a pitar. Este es el fin, pensé. Luego, todo se volvió oscuro.
-Despierte, despierte, incorpórese -nos ha dado un buen susto al desplomarse en el suelo.
-¿Y Arturo?-logré preguntar con voz temblorosa.
– Es increíble pero su marido ha vuelto en sí.
Me ayudaron a levantarme y cuando vi sus ojos azules abiertos pensé que era un sueño.
-Lo has conseguido -le dije mientras me acercaba para darle un beso en la frente-. Como tú siempre dices: La virgen nunca falla. Y, que cierto es que, cuando dos o más rezan, Dios está presente entre ellos.
Cuando pudo hablar, lo primero que me preguntó es si le seguiría leyendo El solitario y rezándole el rosario (se acordaba). También me pidió que nunca, nunca dejara de hablarle al oído.
-Me has salvado, balbuceó.
-No he sido yo, le contesté.
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Volví a casa después de tres meses, aunque para mí habían pasado solo unas horas. Y mi sorpresa fue cuando mi hijo me comentó:
-Papá, el Madrid ha perdido la Champions. Y no sólo eso, ganó el Atleti -añadió con sorna, pues sabía que eso no me alegraría tanto como a él.

Carolina García Corsini

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Esta entrada tiene 2 comentarios

    1. Carolina

      Me alegro que te haya parecido emocionante . Es una historia basada en hechos reales.

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