QUIERO IRME A CASA

Por Eva María Pérez

Me dejo empapar por esas gotas de agua tibia que recorren mi cuerpo. Hoy está más cansado que de costumbre. Ha sido martirizado por el insomnio de la noche y de los recuerdos. Por eso, intento extender en el tiempo una ducha que esta vez, sin previo aviso, ha dejado de sostener mi mundo. Cierro el grifo. Es 8 de mayo. Hace ya un año desde que sucedió todo aquello.

Juego con el vaho en el espejo. En él se ocultan unos ojos que ya no pueden encarcelar más las lágrimas, y comienzan a deslizarse lentamente por mis mejillas. Aún sigue doliendo como el primer día. El vapor se diluye, y entonces aparece el reflejo de mi rostro vulnerable y derrotado ante mí.

Sin saber cómo, resuena en mis oídos su último consejo: “Adáptate a tu vida. Lo demás viene después”. ¿Pero cómo adaptarme a mi vida sin ti? Tropiezo con la nostalgia tan a menudo…

Es curioso que estas palabras fueran pronunciadas apenas un mes antes del día en el que sucedió todo. La cordura ya había dejado de pertenecerla y, sin embargo, aún era capaz de tener la sabiduría de pronunciar frases como aquella.

8 de mayo de 2009. Me resisto a creer que existiera ese día en el calendario. Me resisto a creer que algo así sucediera. Todavía, al cerrar los ojos, puedo verla en ese sillón que atrapó su movilidad, su energía, su alegría… Su luz. Un sillón que comenzó a devorar poco a poco sus recuerdos, su mirada, su vida. E, inevitablemente, también la de mi abuelo Valentín, que cada tarde repetía “¡ay, mi chiquita!”, mientras se acurrucaba en el sillón contiguo; de igual tamaño y dimensión, aunque con otros cojines menos mullidos y algo más rígidos para él.  ¡Qué cansado se le veía y qué ciegos estuvimos!

Sin embargo, él nunca reconoció su desgaste. Jamás le molestaba mi abuela. Siempre, decía al preguntarle por ella, se portaba bien. Imagino que los intentos de tirarle cualquier objeto a la cabeza o de lanzarle insultos embriagados de locura y enfermedad, no quisieron significar nada para él. <<Desgraciado, títere, inútil, calzonazos…>>

Pero mi abuelo Valentín era un hombre de pueblo, de esos que tienen que demostrar al mundo entero que son mejores por no expresar sus emociones. Jamás le vi derramar lágrima alguna, a pesar de darse cuenta de que comenzaba a perder a la persona que más había amado en la vida.

Entre suspiro y suspiro detenía su mirada en las pérdidas de ella, en sus ausencias –que cada vez se fueron haciendo mayores– y, con sus manos agarrotadas de artrosis y trabajo, cada tarde, las enlazaba en una de las de ella. Se aferraba a su mano y respiraba profundamente; quizás, en un intento por permanecer unidos para siempre en la eternidad. ¡Y de qué manera les esperaría esa eternidad!

  • Quiero irme a casa –Repetía mi abuela tarde sí y tarde no.
  • Pero mujer –le decía mi abuelo–, si esta es tu casa.
  • Quiero irme a casa. –Insistía ella.
  • Mira, cariño,–que así la llamaba de vez en cuando desde que su razón comenzó a nublarse–, estamos en el comedor. Allí está el mueble que trajimos de Valencia.–¿Te acuerdas?
  • Quiero irme a casa. Esta no es mi casa. Volvía a reproducir una y otra vez.

Así transcurrían todas las tardes. La pobre se desorientaba, no sabía dónde estaba y confundía a mi abuelo, extrañas casualidades de la vida, con el padre de éste.

  • ¿Cuándo va a venir abuelo? –Solía preguntarme a mí cuando iba a visitarlos.
  • Si abuelo está aquí, con nosotras. —Intentaba explicarle y razonar con ella— ¿Ves aquella foto de allí?—señalaba la foto de su cincuenta aniversario– ¡Es el mismo!
  • ¿Me quieres hacer creer que este es mi marido? —Continuaba ella.

Y cuando ya dejaba de exponerle todas las razones por las que ese hombre al que ella veía, era mi abuelo, continuaba con su obsesión:

  • Quiero irme a casa.

A mis abuelos, la vejez se empeñó pronto en ponerles patas arriba. Justo cuando comenzaban a vivir, llegó la depresión de mi abuela. Más tarde, sus pérdidas de dinero, de objetos; las comidas que se quemaban y las discusiones continuadas entre los dos.

  • Chica, déjame a mí hacer la comida. –-Le pedía mi abuelo cada mañana a mi abuela.
  • ¿A ti? Pues vaya un inútil. –-Respondía ella.
  • Por favor… —Rogaba él.
  • ¿Quieres envenenarme? —Chillaba ya fuera de control mi abuela.

Y mi abuelo Valentín, todavía poco consciente de la enfermedad que comenzaba a aterrizar sobre su hogar, gritaba aún más fuerte. Fueron esos los inicios de un diagnóstico predecible, pero con el que fue muy difícil convivir: Demencia Vascular.

Cada vez eran más los días que quedaban ahogados entre llantos, gritos y desconsuelo. Fueron envejeciendo a la velocidad de la luz. Fueron haciéndose conscientes, mi abuelo Valentín sobre todo, de que se les había escapado la vida sin darse cuenta.

Y, aunque ya se sabía a qué nos enfrentábamos, creo que mi abuelo nunca quiso entenderlo. Nunca quiso asumir que su “chiquita” ya no iba a ser la misma de siempre. Poco a poco se iría desdibujando y consumiendo hasta convertirse en una melancólica marioneta de trapo.

Para él, todo aquello se convirtió en un duelo antes de que ella dejara de vivir. Un duelo que no supo gestionar. Tenía que integrar la pérdida de mi abuela en un cuerpo que todavía sonreía y lloraba al mismo tiempo. Tenía que hablarle sabiendo que ya no había respuestas coherentes en sus conversaciones. Tenía que hacer tantos esfuerzos mentales, que creo que esas situaciones le fueron poco a poco sobrepasando.

Es complicado asumir que se te ha muerto en vida la persona a la que has amado, y con la que has soñado desde los dieciséis años. La persona con la que has construido tu vida.

Los dos juntos sumaban más de siglo y medio de vida cuando ocurrió todo. Sus arrugas y su tez morena salpicada por pequeñas manchitas, les delataban como gente de campo. Era en sus miradas donde se reflejaba quizás la mayor de las diferencias. Mi abuela siempre transmitió sencillez y humildad, mientras que el gesto de mi abuelo Valentín, derrochaba algo de orgullo y arrogancia. Y es que, en cierto sentido, tenía mucho de lo que sentirse orgulloso. Su lógica, inteligencia y ambición, le hicieron sobrepasar todas sus metas.

Y quizás, precisamente porque él siempre fue un hombre racional y controlador, no entendió nunca por qué su última etapa de vida tenía que estar marcada por el dolor. Todo lo que estaba viviendo no podía explicarse solo con la cabeza, solo con la razón. Posiblemente viviera cada día angustiado entre las emociones que amanecían junto a él. Sin embargo, nunca nos supo contar. Nunca nos habló de él y de cómo estaba viviendo esa última etapa de su vida.

Desde que mi abuela enfermó, se borró a sí mismo, pasó a un tercer o cuarto plano. Nada le importaba lo que a él le sucediera, pero sí que mi abuela estuviera calentita en la estufa. Que tuviera cada tarde su capuccino preparado y una galletita para acompañarlo. Silenció durante demasiado tiempo todas esas emociones que habían iniciado en el proceso degenerativo de mi abuela, porque entendía que solo ella importaba. Las ocultó tanto tiempo que, precisamente por eso, imagino, se hizo esclavo de ellas poniéndose a su servicio, dejándose dominar por las mismas aquel trágico día.

Me los imagino a los dos sentados en sus sillones, viendo la televisión como cada tarde. Puede que mi abuela, una vez más, se pusiera a llorar, a gemir, a dejar salir toda su enfermedad presa de sus delirios, de sus verdades que cursaban en el mundo paralelo en el que a veces se sumía. Estaría con la mirada perdida, viendo sin ver, buscando las razones por las que estaba allí; gritando, chillando, implorando que fueran a rescatarla de ese lugar que no reconocía. Estaría haciendo aún más insostenible el mundo de mi abuelo, que poco a poco se le había empezado a atragantar.

Tal vez él apoyado en sus dos bastones, se consiguiera poner en pie a duras penas. Sus piernas habían comenzado a fallarle meses antes, y la agonía por querer llegar a todos lados sin poder hacerlo, le había hecho perderse en una tristeza que reflejaba su alma. Pero lo consiguió. Consiguió ejecutar, imagino, un plan que nadie supimos vislumbrar.

Alcanzó la habitación que tantas veces había mostrado con satisfacción a sus colegas de cacería. Sacó su Lanber, la que siempre le había dado tantos triunfos; la que ese día le daría el último de ellos.

Caminó. Caminó lentamente balanceándose sobre sus dos piernas desgastadas por la vida. Caminó hasta ese sillón que recogía ya el cuerpo de mi abuela prácticamente moribundo. Posiblemente la mirara antes de hacer aquello y un nudo en la garganta comenzara a asfixiarle. Quizás balbuceó “ay, mi chiquita”. Puede que sus labios articularan un “te quiero”, ya cansado. Entonces, probablemente ella le repitió una vez más: –Quiero irme a casa.

Y mi abuelo Valentín que, esta vez, sí tenía lágrimas en los ojos, le concedió su deseo. Esa ya no era su casa. No lo era. Había dejado de serlo desde hacía tiempo; porque ya no la habitaba ella, sino esa especie de velo gris que se había empeñado en cubrir sus recuerdos, y le hacía mezclar personas, lugares y encuentros.

Empuñó su escopeta, y disparó.

Lloró. Sé que lloró. Lloró dejando salir al niño que nunca había sentido el amor de sus padres. Lloró al darse cuenta de que había terminado con la vida de la persona que le había hecho creer en sus sueños y convertirlos en realidad. Que le había hecho mejorar día tras día. Suspiró, sollozó, cayó frente a ella. La besó, la estrechó seguramente entre sus brazos dejando que su sangre le penetrara, le contagiara un poco más de ella. Se embriagó de dolor; y se arrepintió. Sé que se arrepintió. Y por eso, con la poca energía que le quedaba, esbozó del mismo modo su destino.

  • Amor

Escucho tras la puerta del baño y, como esa pieza de puzle que por fin encontramos tras una larga búsqueda, consigue aparecer oculta entre todas las que siempre habían estado allí. Dejo caer mi albornoz. No sé cuánto tiempo he permanecido frente al espejo. Cojo la crema. Mis manos recorren mi cuerpo con ella. Es nueva y su olor es diferente. Sonrío. Acabo de descubrir por qué lo hizo mi abuelo.

  • Amor, ¿estás bien?- Insiste él desde el otro lado.
  • Sí; amor. Eso es.
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