RECETA DE PULARDA CON RELLENO DE MANZANAS- Marisa Mestre Olariaga

Por Marisa Mestre Olariaga

Ernesto se lavó las manos, se colocó el delantal y dispuso los ingredientes del relleno por orden de necesidad. La mujer llegó unos minutos más tarde con la pularda desplumada y limpia.

—Le va a encantar, es su plato favorito.

Lara sonreía por primera vez en muchos meses y él la abrazó un momento antes de continuar con la labor. En aquel abrazo breve le dio tiempo a recordar el sabor de los tiempos pasados en los que creía haber sido feliz.

Ernesto saló la pularda con sal Maldon y la reservó en una fuente honda y blanca. Mientras Lara se afanaba en machacar ajos y tomillo en un mortero de loza, él comenzó a preparar el relleno de manzanas, champiñones Portobello y carne de salchichas en una sartén con aceite de oliva.

—Vendrá cansada, ya sabes que no le gusta viajar en avión y se pone muy nerviosa. Además, lleva meses fuera de casa y le vendrá bien que cenemos pronto. Pásame la salvia —casi canturreaba Lara.

Aquella Nochebuena Amanda volvía de París, donde cursaba estudios de cocina que los señores Casariego pagaban sin rechistar. A la chiquilla siempre le gustó la cocina y Lara y Ernesto se vieron incapaces de darle un no por respuesta, menos aún a sus veinte hermosos años, así que llevaban diez meses sin ella. Los peores diez meses de sus vidas.

Se había sentado a la mesa de madera para hacer el majado y un rizo de su flequillo se impulsaba hacia adelante cada vez que restregaba el mazo del mortero contra los ingredientes. Ernesto pensó fugazmente que estaba guapa aquella tarde. Retiró el pensamiento espantándolo con la mano y se acordó de la soledad que se les había instalado cuando Amanda se fue. Desde su nacimiento se habían acostumbrado a encontrarse en aquella persona común, se habían acostumbrado a entenderse en sus rabietas, se habían acostumbrado a unir direcciones en la misma dirección. Y así había pasado el tiempo hasta que un día ella se fue y dejó, sin saberlo, a dos desconocidos sumidos en la más profunda de las soledades. Cada uno en la suya, eso sí. En la de ella abundaban largas jornadas en las que una rutina perezosa y lenta de quehaceres domésticos la acompañaba hasta la caída del sol y daba paso, con la oscuridad, al llanto desesperado que agotaba sus fuerzas y que ayudaba, junto a los somníferos, a caer en un sopor inquieto. Y en la soledad de él, un enjambre de pensamientos enredados y oscuros lo mantenía sentado frente a la ventana, impasible, mudo, de ánimo lluvioso.

Con la mezcla del mortero, Lara embadurnó el interior del ave, volvió a dejarla en la cazuela y fue a por la botella de brandy. Él reparó en su andar lento, como cansado, como de camello viejo. Cuando ella regresó a la cocina se dio cuenta de que empezaba a oler deliciosamente el relleno que Ernesto tenía al fuego. Llenó hasta la mitad un cuenco con uvas y ciruelas pasas y las cubrió con el licor. Metió el vino en la nevera y aprovechó para sacar la manteca. Engrasar la piel de la pularda era el último paso antes de hornear, pero convenía que la grasa no estuviera fría. Encendió el horno y organizó la guarnición del plato. Tomó un cuchillo grande con el que hizo lonchas la lombarda y la puso a cocer, preparó en otro de los cuencos la calabaza en daditos y la introdujo en el microondas, y salteó los champiñones con ajo y perejil en una pequeña sartén. Los aromas rellenaban un vacío terco, acolchaban una tristeza incómoda y compartida, dulcificaban una pizca el amargor de su nido vacío.

Ernesto había terminado hacía rato con el pochado del relleno y la observaba trajinar apoyado en la mesa. Añoraba a Amanda, sí, pero también a aquella Lara de los principios, de mirada ilusionada y sonrisa taciturna. Comenzó pronto a nublársele la risa, a poderle la impaciencia, a desesperar con ansia ciega. El motor de su vida no había sido él y era consciente de ello. Pero entonces llegó Amanda y volvieron los días felices.

—¿Trajiste lo que te pedí?

Una mirada cómplice asomó a los ojos de ambos cuando las palabras de Lara resonaron un tono más alto de lo acostumbrado por toda la cocina. Ernesto cogió de una especie de fresquera una bolsa de papel y se la dio. Ella sacó una hermosa raíz de acónito y la ralló, consiguiendo una montañita de hebras que mezcló con el preparado que había cocinado Ernesto.

El siguiente paso consistía en rellenar la pularda y, para ello, él sujetó el ave boca abajo. Entonces Lara, ayudándose de una cuchara, empezó a introducir la mezcla y, sin querer, rascó en su memoria hasta hacerse daño. Se recordó embarazada de Amanda, bien entrada la cuarentena. Revivió la experiencia de la preñez que la había inundado de felicidad. Porque, desde su más tierna infancia, Lara sabía que era alguien inacabado que jamás conseguiría completarse sin su Amanda, como esas muñecas rusas que pierden la esencia las unas sin las otras. Y ahora volvía a sentirse así: una matrioska vacía.

Un truco muy útil para que el relleno no se salga en el horneado consiste en cruzar las alas a la pularda por detrás. Lara, además, aseguró el orificio con hilo grueso de algodón y dio tres vueltas alrededor de las alas cruzadas para rematar con un nudo apretado, mientras Ernesto continuaba sujetando el cuerpecillo.

Era verdad que Amanda había traído consigo algo muy parecido a la felicidad, pero al marchar se lo había llevado sin dejar rastro. Al fin y al cabo, era ley de vida que los hijos abandonaran el hogar, como la gente no se cansaba de repetirles, pero ellos no creían en leyes de vida. Aunque estaban orgullosos de su hijita, percibían en aquella decisión de marcharse a estudiar al extranjero un tufillo a venganza serena que agriaba aún más sus conciencias. Que Amanda estuviera feliz no debía parecerles egoísta, pero se lo parecía. Que les estuviera privando de su compañía a ellos, que le habían dado la vida, desasosegaba sus almas haciéndolas caer en una espiral de contradictorias teorías.

Llegó el momento de aplicar la manteca sobre la pularda y Lara y Ernesto, en un esfuerzo común, esparcieron la grasa. Mientras masajeaban la carne tersa del ave, sus miradas entablaron un diálogo callado. Una vez engrasada la pularda, Lara se limpió las manos, introdujo el brandy en el que había remojado las pasas en una jeringuilla, colocó una aguja y pinchó varias veces la pechuga. Preparó después una cama en la fuente con la lombarda y depositó la pularda sobre ella. Esparció los champiñones y la calabaza alrededor y regó con un generoso chorro de vino. Abrió entonces el horno y centró la bandeja. En dos horas y media estaría lista.

No les había costado demasiado tomar aquella decisión. El acónito es una planta silvestre que crece en las laderas de las montañas y que contiene aconitina, una sustancia venenosa y potencialmente mortal para quien la consume. La idea había sido de Ernesto, pero Lara estuvo enseguida de acuerdo. El insoportable vacío los tenía convencidos desde antes de que ellos mismos lo supieran. Tenían que restablecer el orden natural, recuperar a aquella avecilla ingrata que había dejado desolado el nido familiar. Les pertenecía, era suya por derecho, la vida no podía impedirlo. Y solo había una forma, solo una.

Amanda llegó como el del anuncio del turrón. Enseguida tiñó su alrededor de colores más intensos y brillantes. Las ramas de acebo relucían verdes en el dintel de la puerta, el abeto vestido de luces y bolas parecía un carrusel, los platos de porcelana resplandecían sobre el mantel de organza. Entonces llegó el abrazo añorado, las palabras acogedoras, el entrechocar de las copas y la hora de la cena. Como la noche excepcional que era, encendieron la televisión y la Navidad asomó entre los villancicos. La pularda rellena, pintada de morados, naranjas y ocres llegó a la mesa y Lara se encargó de trincharla y servir un buen trozo a su hija. Sirvió también al marido y ella se puso doble ración. Estaba deliciosa. El frescor  de las hierbas impregnaba cada bocado y la carne suave se deshacía en la boca.

—Tengo algo que contaros —dijo con entusiasmo Amanda tras los postres.— Papá, mamá, os quiero muchísimo y espero que esto os haga tan felices como a mí. Este brindis va por vosotros porque en siete meses, si todo va bien, os convertiréis en abuelos.

Alzó la copa. El rictus de los señores Casariego mutó en una grotesca mueca que a Amanda le estaba vetado entender. Observó la lágrima que recorrió la mejilla de Ernesto y el espanto reflejado, de repente y sin pudor, en la mirada materna. No le dio tiempo a articular palabra; un punzante dolor en su vientre le provocó la primera arcada, después, el terror en un grito gutural retumbó entre los villancicos que provenían del televisor.

Para que una pularda rellena quede en su punto, en ese punto exacto de egoísmo disfrazado de compasión, es imprescindible integrar en el relleno una dosis más que generosa de acónito. También se puede servir fría.

 

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