RECUERDOS DE MOMENTOS – Mª Cristina Oroz Lasierra

Por Mª Cristina Oroz Lasierra

Uno de los momentos infelices de mi existencia, más que la muerte de mi padre, fue el día que me di cuenta de que él era consciente de su incapacidad y de su final cercano.

Una mañana como cualquier otra de aquel invierno, sabía que mi padre como casi todos los días daría su paseo tranquilo por la gran avenida cerca de su casa, para acabar en su café favorito. Se pediría su café con leche con una torrija, si no había, pediría churros.

Miraría por todas las mesas buscando el periódico y, lo cogería o le pediría amablemente al lector que se lo dejara al finalizar.

Yo recordé ese recorrido y fui a buscarlo para, una mañana más compartir con él unas horas. Enseguida me vio a través del cristal y después de compartir ese desayuno hicimos el camino de vuelta a casa. El ya llevaba unos meses necesitando un bastón. Él, que era médico sabía muy bien que por su edad, 86 todo iría a más. A mitad de camino sus piernas comenzaron a doblarse como involuntariamente pero él no perdía la fuerza ni su sonrisa. A partir de aquel día, necesitó un andador y una persona que le acompañaba cada mañana. Su cara siempre sonreía pero yo sabía que él aunque no quería aparentarlo, sentía tristeza en su interior por ver esa invalidez que ya no tenía vuelta atrás.

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El día estaba nublado, pero después de vaciar las maletas y antes de ir al comedor para la cena, fuimos a dar un paseo alrededor del hotel. Nos encantaba el entorno, el jardín, los caminos empedrados, los campos separados por muros de piedra donde nos colábamos siempre a buscar bichos o a tomar el sol.

Empezamos a andar por el camino que llevaba a una campa donde había unos perros en jaulas al aire libre, los tocábamos a través de las rejas y ellos se ponían contentos de vernos. Enseguida oímos los gritos de Frederic, Tecla y Pi, los amigos con los que coincidíamos cada año. Eran de las mismas edades todos,  y lo mejor, es que con los padres también teníamos una buena química como se dice ahora, disfrutábamos casi como ellos!

De pronto, se oyó una tronada, empezó una fuerte tormenta con rayos y truenos como hacía tiempo no había visto. Pero, lejos de sentir miedo corrimos debajo de un árbol, lo último que debe de hacerse en un caso así, y empezamos a reír, a chapotear en el suelo   y a decir lo maravilloso que era el olor a hierba mojada. Menuda aventura para los niños y qué rato de felicidad pasamos olvidándonos de todo y sintiendo la vida de la naturaleza por encima de cualquier problema terrenal que tuviéramos entonces.

Fue sólo un momento, pero un momento de despreocupación y alegría.

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