REENCUENTROS VERSUS ADIOSES – Mª Carmen Pérez Carrasco

Por Mª Carmen Pérez Carrasco

El abuelo Isidoro nos venía a recibir donde la carretera de Madrid se convertía en la primera calle del pueblo. – “Mamá, ¿por qué viene el abuelo a esperarnos aquí?, le preguntaba mi madre, intrigada, al verlo aparecer.

Estaría impaciente, el abuelo. No podría esperar quieto en casa a que llegáramos. Preferiría salir a nuestro encuentro y quedarse allí, sentado en el murete de La Cerca, con su boina y su bastón. Sería, así, el primero que nos viera entrar al pueblo y el primero en abrazarnos, a la carrera, cuando corriéramos hacia él, besándonos, con su cara de piel cortada por el sol y ya mojada de mudas lágrimas de alegría.

Yo también estaba impaciente en el coche. Deseando entrar en el Paseo de la Chopera. Estirando el cuello para ver el Castillo, en lo alto del pueblo. Queriendo bajar del coche y llegar a casa de los abuelos. Para abrazarlos y sentir en mis mejillas sus besos húmedos y las lágrimas del abuelo Isidoro. Para escuchar el piar de las golondrinas en el atardecer, buscando los nidos en los tejados. Para aspirar los aromas que salían de casa de los abuelos, a muebles viejos, a mantecados recién horneados, a leña quemándose en la estufa.

Ese mismo llanto quedo nos despediría, finalmente, al volver a la ciudad. Sería lo último que viéramos antes de marchar. Aún puedo sentir su abrazo, su olor, sus mejillas calientes de pómulos descarnados, al besarle antes de subir al coche. Silenciosas lágrimas, esta vez de tristeza, que anticipaban el dolor por la separación, nunca elegida, de aquello que más quería.

Eran unas lágrimas extrañas, por explícitas, por provenir de un hombre castellano, fuerte y comedido. Toleradas por todos, con disimulo, en un intento de obviar su existencia y hacer parecer que no existían o mejor, que no había motivo para derramarlas.

Todavía no podía llegar a entender el llanto de alegría que se disfrazaba entre la cháchara de bienvenida (“¡Qué mozona estás ya!”) y los besos sonoros de la abuela. Ni la tristeza de las lágrimas del abuelo previas a la separación, ocultas por la cabeza gacha, antes de agitar el brazo, hasta que el coche desaparecía, en un lejano punto del horizonte de la carretera que se llevaba lo más preciado.

Empiezo a guardar semejanza con mi abuelo Isidoro. El espejo me devuelve sus pómulos delgados en mi propia cara. Al igual que el abuelo, no encuentro mayor alegría, hasta las lágrimas, que el abrazo de bienvenida a mis hijos, al regresar. Ni peor desgarro de tristeza que cuando se sueltan de mis brazos, al marchar.

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. Mercedes

    Me parece un relato lleno de ternura y muy bien descritas las emociones así como la añoranza del lugar al que solo de vez en cuando puedes asomar, para ver, oler, querer, sentir. Precioso, M Carmen.

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