REFLEJOS DORADOS – Rosa Mª Rodríguez Camacho

Por Rosa Mª Rodríguez Camacho

Llevaba dos años en ese maldito trabajo. Acababa de dimitir.
¿Cómo se les ocurre ofrecerme un contrato indefinido de contable a mí? ¡Contable yo! ¿Pero tú me has visto? ¡y encima contable de por vida! ¡Ni muerta!

Lo tenía muy claro… hasta ahora, que lo había hecho realidad y estaba aterrada.
Sin trabajo y sin el apoyo de mi familia todo podía ir muy mal.
Solo contaba con mi amiga Fabiola que me tenía preparada una habitación en Granada, donde ella estudiaba.
Sentada en un banco de la alameda, compungida, restregándome las manos hice un gran esfuerzo para calmarme y no perder la esperanza.
Ese trabajo no era para mí, no tenía ni pajolera idea de contabilidad, y menos de matemáticas.
No quería ni recordar el calvario que pasé esos dos años para entregar los balances sin errores garrafales… ¡dos años y no sabía qué es el debe y qué el haber!
Y cuando trajeron el ordenador, tan grande como la habitación, nos hicimos enemigos íntimos. Nos odiábamos a muerte: yo golpeaba sus teclas con saña y él me emborronaba los extractos, atascaba los papeles entre sus dientes, se tragaba la tinta del tonner con disimulo y me la escupía en la ropa.
-Vale, tú ganas – le dije a la pantalla.
El técnico se acababa de marchar, lanzándome una mirada acusatoria, como siempre.

Mi paso por Granada fue escueto, pero refrescante.
Allí conocí a Omar y me colgué de su cuello para siempre, enamorada hasta las trancas.
De nuevo en Marbella decidimos apostar por aprender un oficio, el de ceramista, y empezar una nueva etapa.
El director del banco estaba más divertido que sorprendido cuando le pedimos un crédito para empezar nuestro negocio: queríamos comprar un horno, un torno, barro y libros y calculábamos que en 6 o 7 meses tendríamos una hermosa producción.
El horno se lo compramos a unos ceramistas musulmanes en Granada, a condición de que nos enseñaran a usarlo.
No nos tomaban muy en serio, pero aprendimos, ya lo creo que aprendimos.
Cuando el jefe ceramista nos visitó en Marbella, nos felicitó por nuestros “reflejos dorados” y avergonzado, reconoció que nos habían escamoteado parte de la información, esperando que fracasáramos.
El plan inicial era vender nuestra cerámica en los puestos ambulantes del paseo marítimo, pero los vendedores africanos no estaban dispuestos a cedernos ni medio metro.

Era junio, la escuela municipal de cerámica cerraría por dos meses, solicité al ayuntamiento permiso para impartir un curso intensivo durante ese verano. Enseñaría nuestra técnica especial de cerámica.
El curso fue un éxito y las piezas nos las quitaban de las manos.
Acabando agosto el profesor titular de la escuela, desde Sevilla, anuncia que dimite.
La plaza de profesor de cerámica sale a concurso público con mucha urgencia, ¡No me podía creer mi suerte!
Me preparé a fondo ese examen: teoría, práctica y proyecto.
En septiembre me encontraba en el patio de la escuela regando las aspidistras, a la sombra de dos exuberantes buganvillas. Empezaba mi primer curso.
Ambos teníamos trabajo, éramos jóvenes, guapos, listos. Nos amábamos ¿Qué podía ir mal?
Todo. Absolutamente todo.

Nunca supe por qué buscó experiencias tan lejos de mí. Él consumía droga y se iba metiendo en otro mundo, un mundo al que yo no podía ni asomarme, que lo atrapaba como una mujer celosa, que le obligaba a hacerme daño, mucho daño.
Él sabía que cada una de sus mentiras dejaba una marca de látigo en mi alma.
Él me robaba, me utilizaba, me dejaba en evidencia delante de mis alumnos, y yo me iba menguando, me iba encogiendo, me iba anulando. Y seguía encubriéndolo con más mentiras nuevas y con antiguos sueños borrosos.

Al principio me engañaba pensando que mi amor por él era mucho más fuerte que la llamada de su otro mundo. Estaba segura de que podía arrebatarlo de los brazos de su mortal amante.
Yo contaba con nuestras risas, con mis ojos entrando en los suyos, con nuestra pasión tan joven, con nuestros momentos, solo nuestros. Con sus poemas, con mis dibujos.
No, no era tonta, sabía que yo había perdido la batalla. Pero seguía con él como el caballo agotado que sigue llevando a su jinete, tan borracho que le hace caminar en círculos durante horas.
Era la tercera vez que se apuntaba a un programa para desintoxicarse, en realidad nos apuntábamos todos. Yo acudía regularmente a unas reuniones de terapia para familiares, allí nos daban armas para controlar su consumo cuando salieran del programa.

Casi todas eran mujeres, apaleadas, envejecidas, ausentes, vestidas prácticamente con harapos, la mayoría no venía para ayudar a sus hijos, esos ya no tenían solución. Venían por sus nietos, querían rescatarlos de sus propios padres, de sus madres.
A veces las encontraba en el centro de salud, hacíamos fila para sacarnos sangre, era el programa de detección del virus VIH. En la fila estábamos los zombis y nosotras.
Abuelas haciendo la cola con sus nietos pequeños. Los niños eran los posibles portadores del virus. Los niños pequeños.
A pesar del enorme cansancio, ellas llevaban la cabeza alta, en algún momento habían aprendido a defenderse del estigma.
Era la tercera o cuarta sesión de terapia para los pocos familiares, que seguíamos asistiendo. El psicólogo me llamó cuando abandonábamos la sala:
-¿Tú has visto cómo son las mujeres de este grupo? Son las madres y abuelas de los heroinómanos, están aquí porque no tienen escapatoria. Ellas no pueden elegir vivir otra vida. Tú si puedes. Tú no debes estar aquí.
– Tú no quieres estar aquí ¡Yo no quiero que estés aquí! – Me miraba fijamente a los ojos e incluso me agarró de un hombro. – Mírate: eres joven, estás sana. Este no es tu mundo. Tu mundo está ahí fuera, la vida afuera te está esperando. Nada te amarra a él. Él ya hizo su elección, y no te ha elegido a ti. Alégrate, tú has salido ganando.

Tú has salido ganando. Yo he salido ganando. Me he dejado la piel, pero he salido ganando, porque ésta ya no es mi guerra.
¿No le querías tanto? Egoísta, cobarde. ¿No estabas dispuesta a luchar como Juana de Arco?

Cuando nos conocimos 4 años antes, me dijo que era asturiano.
– ¡Anda! A mí me encanta el prerrománico, ¿conoces las iglesias de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo, en Oviedo?
Yo por aquel tiempo era algo pedante, es cierto, pero cuando estudié esas iglesias en el instituto las veía como la obra de arte más sencilla pero más completa que un hombre puede ofrecer al cielo. Aún considero el arte prerrománico como el súmun de la comunión entre el Hombre y el Espíritu. La piedra abraza el alma, no la aprieta, sólo la protege.
No necesitábamos más excusa para ir a Asturias.

Conocí a sus abuelos, vivían en la cuenca minera, tenían una vaca a la que ayudamos a parir una noche mientras estábamos allí. Todos le expresaban mucho cariño, yo empecé a sentir ternura, casi amor de madre por él.
Era muy flaco, muy alto, miraba desde dentro, sonreía tímido, cantaba muy a menudo, pero lo hacía fatal. Conmigo aprendió a hacer cosas verdaderamente interesantes: cocinar, eso se le daba bien, planchar la ropa, eso se nos daba mal, hacerme la cera en las piernas y soportar mis gritos. Ofrecerme manso su rostro para que yo le hiciera limpiezas de cutis.
El me enseñó a pedir perdón. También me enseñó a querer a los abuelos. Su familia no era perfecta, pero me dejaron amarles.
Tenía la capacidad para encajar sin problema en cualquier sitio: Hicimos un viaje a Marruecos y yo siempre estaba sobresaltada, pero él se acoplaba con interés y humildad a todas las situaciones.

Un año antes de que todo acabara, yo me encontraba enferma, me había contagiado de hepatitis.
Si quería descansar y curarme lo mejor era poner tierra de por medio.
Me fui a casa de mi hermana Maite, en Valladolid. Me recibieron con los brazos abiertos ella, su marido y su hija pequeña.
Mi hermana estaba horrorizada de la vida que llevaba yo con Omar. Estuvo muy insistente al principio intentando convencerme de cortar la relación. Pero cuanto más me daba ella la tabarra con el tema más me empecinaba yo en defender a mi amor y más me convencía de mi poder sanatorio cuando volviera a casa.
Por fin se dio por vencida y cambió de táctica: me invitó a acompañarla a sus clases de pintura impartidas por un gran experto en el tema.
La verdad es que ese curso fue muy intenso, y me abrió más la mente que cualquier discurso.

Desde el primer momento el profesor me obligó a usar sólo mi mano izquierda (existe una teoría de que la mano izquierda domina el hemisferio derecho del cerebro, que es el que controla la creatividad, mientras que la mano derecha domina el hemisferio izquierdo, el del raciocinio).
Aparte de los dibujos en la clase, el profesor me pedía que le presentara al día siguiente 20 o 30 bocetos del mismo tema: un desnudo mío.
Cuando le mostraba mis dibujos sólo aprobaba uno o dos, y volvía a encargarme otros tantos dibujos para la siguiente clase.
A mi me parecía genial: mi mano izquierda trabajaba con total seguridad y tenía trazos sueltos y firmes, cada vez dominaba más las proporciones y perspectivas, los volúmenes y la profundidad. Cogía el papel de estraza y el carboncillo y me echaba a volar.
Ahora dudo que yo dibujara tan tan bien, pero entonces me sentía más segura y dominante cuando empuñaba la barra de carboncillo entre mis dedos de la mano izquierda.
De lo que sí estoy convencida es de la enorme fuerza que me inspira el arte, observando, escuchando, bailando, hasta actuando.
Yo ya no estaba enamorada de Omar, estaba enganchada. Mi vida era un calvario porque hacía tiempo que no la controlaba yo.
Yo sufría y pagaba por sus errores, era responsable de sus actos y de los míos. Me aseguraba de pagar muy caro por los pecados de él.

¿Sabes? sí que voy a luchar como Juana de Arco, pero voy a luchar por mí.
Voy a vivir con un lema: ser sólo responsable de mis actos, ser honesta, decir la verdad por mucho que cueste, respetarme y aprender cada día a quererme un poco más.

 

 

 

 

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