REGALO DEL DESTINO – Dayana de Jesús Tejera Marrero

Por Dayana de Jesús Tejera Marrero

Un espléndido atardecer de septiembre se vislumbraba por el malecón de la bahía de Miami. Por él caminaba de forma segura un hombre alto de un metro noventa, con un cuerpo fornido y esbelto, de tez morena, facciones muy acentuadas, ojos de color miel y mirada penetrante. Todos los transeúntes lo miraban con disimulo. Alejandro se percataba de ello y trataba de disimular su inquietud, por lo que continuó con su recorrido. Cuando llegó a la altura de la esquina del malecón, se tropezó de manera abrupta con una mujer que venía distraída. Mientras caían al suelo, él la sujetó de manera instintiva de un abrazo para evitar que se lastimara. Ella, asustada y avergonzada del incidente, se ruborizó instantáneamente al mirarle a los ojos. Se quedó inmóvil, sintiendo sus fuertes brazos sujetándola.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Sí, sí, estoy bien. Pero usted cómo está, ¿se ha lastimado?

—No, estoy bien. Solamente tengo un pequeño golpe en la rodilla al evitar caer de manera brusca al suelo. Le ruego perdone mi atrevimiento por sujetarla, pero no me esperaba que apareciera de la nada.

—Al contrario. Soy yo quien le ruega disculpe mi torpeza. Venía distraída y no le vi.

—Bueno, lo importante es que no pasó a mayores. Pero permítame presentarme. Me llamo Alejandro.

—Mucho gusto, don Alejandro, encantada. Mi nombre es Melissa. Un placer. Y por favor, le ofrezco nuevamente mil disculpas por lo ocurrido.

—No se preocupe. Y puede tutearme. Me siento incómodo con eso del don.

—Muy bien.

—Perdone mi intromisión. ¿Es usted de por aquí?

—No, soy nueva en esta ciudad. Y ahora eres tú quien debería tutearme.

—Sí, lo siento. Es verdad. Si no te importa, y para compensar el incidente, ¿te molestaría si te invito a cenar?

—Vaya. Esta invitación me ha cogido por sorpresa. La verdad es que no puedo negarme a pesar de que eres un total desconocido para mí. Pero creo que me arriesgaré y haré una excepción.

—Estupendo. Si te parece bien, vamos al restaurante que está aquí a unos metros, creo que te gustará.

—Pues no se diga más. Andando.

Él, todo un caballero, le ofreció su brazo, que ella tomó de manera tímida. Luego miró su rostro de forma discreta y comenzó nuevamente a ruborizarse. Caminaron por el malecón en dirección al restaurante, hablando sobre lo ocurrido. Él se percató que Melissa era una mujer muy hermosa, de un metro setenta, tez clara y suave, de cabello moreno, unos grandes ojos verdes y labios finos. Mientras caminaban, Alejandro se fijó también en su elegancia, no solamente por su forma de andar, sino en la ropa que llevaba: una blusa de raso y un pantalón negro que marcaba su figura de forma muy sutil.

Unos instantes después, llegaron al restaurante. Él, con delicadeza, rodó la silla para que ella tomara asiento. Luego se sentó enfrente, la miró fijamente y provocó que ella se sonrojará y bajará la mirada.

—¡Lo siento! No fue mi intención importunarte. Pero te observo y eres muy hermosa.

—Si no quieres importunarme, no digas esas cosas.

—¿De veras, Melissa? No quiero que te sientas incómoda, pero eres muy bonita.

—Gracias, pero estamos aquí para disfrutar de una cena, ¿no? No para estar en plan tórtolos.

—Tienes razón. Creo que ha sido un comentario inoportuno. ¿Qué te apetece cenar?

—Pues la verdad no sé por qué decidirme. Todo lo que veo en la carta parece muy apetecible.

—Si aceptas una recomendación, la langosta hecha en fuego de leña está deliciosa. Es uno de mis platos preferidos.

—Pues si no tienes objeción, ¿qué te parece si la probamos para ver si tus palabras son ciertas?

—Sus deseos son órdenes para mí.

Acto seguido, realizó un gesto al camarero e hizo el pedido. Después de un tiempo, apareció el camarero con los platos. Antes trajo una botella de vino y comenzó a descorcharla sirviéndolo en ambas copas. Después, se retiró. Alejandro tomó su copa e invitó a Melissa a que hiciera lo mismo.

—¡Por ti, preciosa! Y doy gracias al caprichoso destino que te cruzó en mi camino.

—¡Gracias, Alejandro! Pero me sorprendes.

—¿Y eso por qué? Te parece mal que te diga sinceramente que me estás gustando. Me pareces una mujer espectacular.

—La verdad es que me asombra la sinceridad de tus palabras. Pero si apenas hace unas horas que nos tropezamos para que me digas, así de pronto, que te gusto. Perdóname, pero no puedo creerte.

—¿Y eso? Tan mal te parece que te diga lo que siento.

—Puede que te resulte algo frívola mi respuesta, pero no me creo lo que me estás diciendo. ¡Si ni siquiera me conoces!

—Tal vez mis palabras te vayan a desconcertar, pero para mí es como si te conociera de toda la vida.

—Vaya, eso es ser directo. Se ve que no te gusta irte por las ramas, ¿verdad?

—Has acertado. Me gusta ir al grano y sin tapujos. Cuando algo me gusta, no paro hasta conseguirlo.

—Pues perdona la franqueza, pero estás muy equivocado. Y basta de hablar de esto. ¿Por qué no disfrutamos sencillamente de esta espléndida cena?

—Tienes razón, Cara mía. ¡Tus deseos son órdenes!

Melissa no tuvo valor de pronunciar ni una sola palabra más durante un rato, solo asistió tímidamente con la cabeza y continuó disfrutando de su cena. Una vez finalizaron la velada, Alejandro se levantó y fue en dirección a la barra para cancelar la deuda. Luego regresó de nuevo a la mesa, le ofreció la mano a Melissa para que se pudiera levantar y salieron del restaurante. Después caminaron sin prisas por el malecón hasta que Alejandro preguntó:

—¿Podrías decirme dónde vives? No me malinterpretes, eh, es para llevarte hasta tu casa. No puedo permitir que vayas sola, y mucho menos a estas horas.

—No, de verdad. No hace falta. Puedo ir caminando. Solo estoy a unas calles de aquí. No vale la pena que me lleves.

—No voy a permitir que vayas sola a estas horas. Yo te acompaño.

—Está bien. Veo que es inútil discutirlo.

—Tú lo has dicho.

Así que caminaron juntos por el malecón en dirección a casa de Melissa. Durante el paseo, se reían y comentaban anécdotas e incidentes que habían vivido. Para Alejandro, el trayecto se hizo corto.

—¿Es aquí, verdad, Melissa?

—Sí, aquí es.

—El edificio es realmente muy bonito. Y mira qué portal.

—¿Te gusta? No pensé que te iba a llamar tanto la atención.

—Pues sí… Melissa, ha sido un placer conocerte y, sobre todo, poder disfrutar de esta esplendida velada a tu lado.

—Al contrario, las gracias te las tengo que dar yo por tu invitación. Espero que sigamos en contacto.

—Claro. Bueno, hasta otro día.

—Hasta pronto.

Alejandro bajó los dos escalones del portal. Melissa, por su parte, intentaba abrir la puerta cuando de una forma repentina la giraron y la besaron. Alejandro no pudo contener sus instintos y volvió sobre sus pasos. Melissa intentó zafarse durante unos segundos, pero resultó inútil. Cuanto más duraba el beso, más dócil se volvía. Tanto que sujetó suavemente a Alejandro por su cuello, entrelazó sus dedos en su cabellera y lo atrajo hacia ella delirando con el suave sabor de sus labios. Mientras, Alejandro la sujetaba con sutileza con una mano sobre su cintura y, con la otra, atraía su cabeza hacia él. Él disfrutaba con el contacto de sus finos labios, pero lo mejor era sentir su cuerpo tembloroso entre sus brazos. Después de un largo momento, él tomó el control de la situación y la guió hacia el interior del portal. Una vez en la habitación de Melissa, comenzó lentamente a desvestirla mientras la besaba. Ella, por su parte, lo imitaba. Los dos disfrutaron de una larga y exquisita noche de pasión, deseo e intenso amor.

A la mañana siguiente, ambos amanecieron abrazados y cansados de demostrarse tanto cariño.

—¡Buenos días, Cara mía! ¿Qué tal amaneciste?

—Buenos días, cielo. De maravilla. ¿Y tú qué tal?

—Divinamente. No hay nada más hermoso que despertar y ver esos lindos ojos, preciosa.

—Gracias, mi vida. No sabes lo que significan tus palabras para mí. Sé que ayer me porté un poco fría y distante, pero…

Alejandro le colocó su dedo índice en la boca para silenciarla.

—Por favor, linda. No digas nada más. Desde que te vi ayer no pude evitar que mi corazón diese un vuelco y todo mi ser se estremeciese. Desde ese momento me di cuenta que estaba enamorando de ti. Sin buscarlo. Sucedió así de pronto. Y quiero que sepas que me estoy volviendo loco por ti y nunca me había ocurrido lo mismo con nadie. ¡Te quiero, Melissa!

—¡Alejandro! ¿Es verdad lo que dices? ¿No estás jugando conmigo?

—¿Jugar contigo? Pero qué dices, linda, ¡jamás jugaría contigo! ¿Cómo puedes tan siquiera pensarlo?

—¡Perdóname! Sé que mi pregunta te ha dejado un poco desconcertado, pero es que mis anteriores relaciones no fueron muy buenas. Algunos jugaron con mis sentimientos, por eso soy un poco fría y distante, pero es una coraza para evitar que me lastimen.

—Lo sé, linda, me lo contaste. Pero quiero que sepas que jamás, escúchalo bien, jamás te haría daño alguno. Y mucho menos jugar con tus sentimientos.

—¡Gracias, mi amor! Yo también te amo.

Tres meses después de aquel encuentro, se casaron en una hermosa capilla junto al malecón. La iglesia estaba adornada por hermosos racimos de rosas blancas. Habían extendido una larga alfombra roja. En la puerta los esperaba un carruaje antiguo con un espléndido caballo de color negro. Melissa y Alejandro estaban deslumbrantes con sus hermosos trajes.

Después de todo el ajetreo de la boda, Alejandro se llevó a escondidas a Melissa, sin que nadie de los presentes se pudiera dar cuenta de la ausencia de ambos. Tomó un pañuelo y le vendo los ojos a ella. Melissa desconcertada pregunto:

—Amor, ¿qué estas tramando?

—Es una sorpresa, así que no se vale ver, ¡eh!

—Pero cómo crees que voy a ver si no puedo dar ni un paso…

—Vamos, confía en mí. Yo te guiaré.

—Está bien, pero te confieso que me tienes intrigadísima.

—Comienza nuestra luna de miel, así que no hay pero que valga. ¿Vamos?

—¡Vamos!

Alejandro la condujo hasta el aparcamiento del restaurante y la acercó a lo que sería una parte de la sorpresa. Cuando Melissa lo descubrió, comentó asombrada:

—Cielo, ¿esto es lo que me estoy imaginando?

—Exactamente, Cara mía, así que venga arriba.

—¿Pero cómo crees…?

—No quiero excusas. Anda, ven aquí. Yo te ayudo.

—Amor, tengo miedo.

—¿Cómo que miedo? De eso nada, mujer, te va gustar, ya lo verás.

Él la colocó sobre su regazo, tomó el manillar y condujo en dirección a su próximo destino. Cuando llegaron, él susurró:

—Linda, hemos llegado. Anda, vamos.

—¡No puedo! Me tiemblan las piernas. ¡No puedo!

—¡Shusussshhh! Yo te llevaré.

Y la cargó en sus fuertes brazos. Una vez que llegaron al lugar, desató el pañuelo con delicadeza, levantó su rostro con un dedo y la besó.

—Venga, preciosa. Gírate para que lo veas.

—Estoy muy nerviosa. Ella se giró lentamente y sus ojos contemplaron el regalo. De inmediato, rompió a llorar.

—¡Heeyyy! No, por favor, no llores. Quiero verte feliz.

—Ya soy feliz.

—Pues venga, ¿a qué esperas? ¿Te gusta?

—Gracias, mi vida. ¡Sííííí! Es una hermosura.

—Y qué me dices de las vistas. ¿Te gustan?

—Impresionantes.

—Es tu lugar favorito, el mirador del castillo de San Miguel, junto a esa monada de Harley. ¿A que sí?

 

Dayana Tejera

 

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