RELATO

Por Virginia Eizaguirre Eizaguirre

En aquella época, los que se marchaban de su tierra no sabían si algún día podrían volver. El viaje en barco duraba cerca de un mes y allí tenían que abrirse camino y si la suerte los acompañaba, tal vez algún día volverían.

Era el sueño que todos  ellos tenían, pero ninguno sabía si podría hacerse realidad.

Lo dejaban todo, familia, amigos, novias, con la esperanza de un futuro mejor. Su país estaba devastado por la guerra y tardaría años en reconstruirse.

Con el corazón roto pero lleno de esperanza, zarparon en un barco rumbo a Sudamérica.

Francisco iba solo, había dejado a su novia en el pueblo con la intención de  llevarla con él lo antes posible.

Jesús y Adela se habían casado recientemente y querían formar una familia en ese nuevo mundo que los esperaba, llenos de ilusión y con la confianza puesta en su futuro en común.

Aquella tierra estaba llena de promesas y buenos augurios y todos los que viajaban en aquel barco pensaban que lo que les esperaba sería mejor que lo que habían dejado atrás.

Cuando atracaron en el puerto, Francisco vio que lo estaban esperando.

Tiempo atrás, una prima de su madre y su marido habían viajado a ese país y ahora estaban cómodamente establecidos y fueron ellos quienes lo convencieron de que fuera allí.

Tenían un almacén, donde vendían gran variedad de productos y residían en el mismo edificio, en el piso de arriba, en una vivienda espaciosa y cómoda.

Francisco iba a trabajar con ellos, llevándoles la contabilidad, porque el volumen del negocio estaba creciendo y necesitaban  una persona de confianza que se ocupara de esos asuntos.

Jesús y Adela sin embargo, iban un poco a la aventura. Con su juventud  y la fuerza que les daba su recién estrenada condición de casados, tenían la determinación de superar todos los obstáculos.

Cuando se presentaron en la oficina donde les recibió la persona que les  iba a orientar sobre ofertas de empleo se llevaron un chasco. El hombre que estaba allí era antipático y  no les proporcionó mucha información.

A partir de ese momento comenzó su andadura  en busca de trabajo.

Francisco se adaptó pronto a la ciudad bulliciosa y caótica, tan diferente a las que conocía hasta entonces y también a la familia que lo acogió con tanta amabilidad.

Era un joven sociable, con buena presencia y pronto se hizo querer por todos.

Los señores Velázquez eran un matrimonio afable , siempre atentos  a lo que necesitaba, procurando que no echara de menos lo que había dejado atrás. Le hicieron la vida más fácil.

Lo acogieron en su casa como a uno más, así podría ahorrar dinero para traer a Carmen cuanto antes.

Un día Francisco recibió una carta de su novia, que abrió con impaciencia e ilusión, como siempre, aunque cada vez eran menos frecuentes.

Cuando la leyó se quedó aturdido y  desconcertado. No podía dar crédito a lo que decía. Y se vino abajo.

Levaba casi cuatro años trabajando duro, dando lo mejor de sí mismo para ofrecer a Carmen un futuro sin privaciones, un lugar seguro donde formar una familia y ahora con unas pocas palabras todo se había acabado.

”No puedo esperarte más. He conocido a otra persona” decía en su carta.

En ese momento, Doña Concha y Don Javier se comportaron como sus propios padres lo habrían hecho, aportándole consuelo y cariño.

Le llevó tiempo hacerse a la idea de que Carmen no iba a formar parte de su vida y de que si alguna vez la volvía a ver, estaría casada con otro hombre. Le dolía en extremo, pero consiguió sobreponerse.

Para entonces, Sofía y Martina, las hijas de los señores Velázquez, tenían 16 y 18 años y eran dos jóvenes, si bien no muy agraciadas, dulces y cariñosas.

Martina, la mayor, llevaba tiempo secretamente enamorada de Francisco, ese joven tan apuesto que había llegado a sus vidas como un regalo del cielo.

Le dolía verle triste y taciturno, cuando hasta entonces había sido tan jovial y divertido.

Poco a poco fue acercándose más a él, discretamente, sin grandes esperanzas, pero procurando ayudarle a sobrellevar su tristeza y Francisco lo agradeció.

Adela y Jesús se trasladaron fuera de la capital, a un lugar remoto donde hacía falta mano de obra en las plantaciones de cacao y café. A él lo contrataron como capataz en unos cafetales y se pasaba el día fuera de casa por lo que Adela estaba siempre sola.

Encontraron una casita en el centro urbano más próximo a su lugar de trabajo, pero ella no estaba contenta. Apenas conocía gente, a excepción de los comerciantes donde compraba lo necesario para surtir su despensa y el día se le hacía eterno.

Cuando se quedó embarazada se alegró mucho, porque llevaba tiempo deseándolo.

La vida no era fácil en aquel apartado lugar, lejos de la ciudad, pero con la llegada de su hijo todo sería diferente.

Pasaron unos años y llegaron más niños, pero el desarrollo del petróleo hizo que disminuyeran las zonas de siembra de café y Jesús se quedó sin trabajo.

Francisco fue tomando cariño a Martina, se acostumbró a tenerla a su lado, dispuesta a agradarle, siempre presente pero discreta y sin pensárselo mucho, decidió pedirle su mano.

Él le llevaba unos años, pero Martina ya era una mujer y quería compartir su vida con ella.

Cuando habló con Don Javier y Doña Concha, la noticia fue motivo de gran regocijo y alegría para ellos, que no deseaban mejor partido para su hija.

Se celebró una discreta boda, sin muchos invitados y la novia estaba exultante.

A partir de ese día, la pareja se fue a vivir a una hermosa casa, que previamente les habían regalado los padres de Martina, no muy lejos de ellos.

La vida les iba bien, Francisco aprendió a querer a su mujer y el recuerdo de Carmen se fue difuminando con el tiempo.

Cuando Jesús y Adela  dejaron la aldea donde comenzó su andadura, no estaban tristes.

Les preocupaba su futuro ahora que tenían tres hijos, pero la etapa que dejaban atrás no había sido fácil.

Tuvieron que criarlos en una casa demasiado pequeña  para todos ellos, estaban muy lejos de cualquier ciudad y tenían que desplazarse a bastante distancia para comprar productos que no fueran meramente básicos.

Afortunadamente, los partos no fueron complicados, porque Adela dio a luz en su casa con ayuda de una matrona con escasos conocimientos.

Decidieron volver a la capital por sus hijos, para que pudieran seguir estudiando y tuvieran más oportunidades.

Allá iniciaron un nuevo periplo, que los llevó a los almacenes “La Maravilla”, donde precisaban de una persona  para coordinar los pedidos cuyo volumen estaba aumentando considerablemente.

Francisco era el encargado de entrevistar a los candidatos y en cuanto vio a Jesús  lo reconoció, de la travesía en barco donde se habían conocido.

La alegría de volver a verse fue mutua, ya que durante el viaje habían tenido bastantes ocasiones para charlar y descubrieron que tenían gran afinidad entre ellos.

Ambos eran jóvenes resueltos, con muchas ilusiones puestas en su futuro  y dispuestos  a trabajar duro para salir adelante en un país que les era extraño, lejos de sus familias, a las que no sabían si volverían a ver, pero con la esperanza de labrarse un porvenir honestamente.

Desde entonces no se habían visto, hacía ya unos cuantos  años y Francisco no dudó en proponerle trabajar con ellos. Le contó que el negocio pertenecía a sus suegros y que estarían muy contentos de contratar a un compatriota.

Para Jesús y Adela fue un cambio de vida muy grande y se instalaron en la ciudad sin mayores problemas, siempre aconsejados por Francisco que ya tenía años de experiencia de vivir allí.

Cuando los niños comenzaran su curso escolar, Adela podría empezar  a trabajar también  de dependienta .El negocio estaba en expansión y próximamente iban a abrir un nuevo almacén en otro barrio de la cuidad.

Francisco y Martina no tenían hijos, aunque lo deseaban con todas sus fuerzas, pero no perdían la esperanza, todavía eran jóvenes.

Don Javier y Doña Concha suspiraban por ser abuelos, pero no lo hablaban con Martina porque sabían de su preocupación y no querían inquietarla más.

Ella era feliz en su matrimonio, pero no se sentía completa si no le daba hijos a Francisco. Sabía lo importante que era para él y eso la mortificaba sobremanera.

Y sin decirle nada a su marido, decidió consultarlo con un medico.

Le pidió a su hermana que la acompañara. Cuando fue a la consulta estaba hecha un manojo de nervios.

El doctor que la atendió era un hombre entrado en años, amable y tranquilo. Le hizo algunas preguntas y después, un chequeo.

Y concluyó:

–Es usted una mujer joven y sana. Aparentemente no tiene motivos  para no poder tener hijos—dijo con una sonrisa.

–Tómeselo con calma, no piense tanto en ello y no se obsesione—prosiguió—Váyase a su casa y proponga a su marido tomarse unos días de vacaciones. Ya verá cómo todo va a ir bien.

Las palabras de aquel médico obraron el milagro, pues unos meses después Martina estaba encinta.

Dio a luz a un niño al que como no podía ser de otra manera, llamaron Francisco.

La noticia viajó al otro lado del mundo y todos se complacieron.

Sin embargo, a pesar de la felicidad de haber sido padre, en el fondo de su ser Francisco se preguntaba cómo hubiera sido su vida  de haberla compartido con Carmen.

Y se acordó de sus padres y sus hermanos y una sombra de nostalgia invadió su corazón.

¡Cuánto los echaba de menos! ¿Cuándo los volvería a ver?

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