RELATO CORTO

Por Ana Maria Jimenez

Ágata se miraba en el enorme espejo de su baño. Se miraba de un perfil y del otro, pero esa barriga seguía igual que hacía un mes. La acariciaba y se imaginaba cómo sería cuando estuviese de cinco o seis meses. Ese tiempo en el que la barriga es lo suficientemente grande como para que la gente sepa que la mujer está embarazada, pero no lo suficiente como para incapacitarla en su vida diaria. O eso pensaba ella por su previo embarazo. Tampoco es que esa idea le desagradara del todo, dado que pensar en ser el objeto de principal atención de alguien tampoco pintaba nada mal.

– ¿Y si es niña? – le preguntaba a Antonio. – Porque tiene que ser niña. Está claro.

Antonio era su marido desde hacía apenas tres meses. Era otro tipo más de los cinco matrimonios y divorcios. Antonio, al igual que los demás, era un hombre bueno que sentía cierta atracción por las mujeres trastornadas. Ni siquiera se había molestado en conocerlo o quererlo, para ella, él era un banco de esperma.

– Ágata, tienes una falta de dos días. Aún puede ser que no estés embarazada. – Le contestó Antonio mientras se hacía el nudo de la corbata con indecisión.

– Yo lo presiento, cariño. – Ágata seguía mirándose en el espejo obviando la presencia de su marido. – Como cuando me quedé embarazada de Marina. Podría decirse que percibí hasta el mismo momento en el que el óvulo fue fecundado. Mi Marina salió del ovario izquierdo, por eso es tan rebelde. – Señaló. Antonio seguía preparándose para ir al trabajo sin hacer mucho caso al discurso de su mujer. – Por cierto, recuerda que Marina llega a las seis y que tienes que ir a por ella al aeropuerto. Por fin se ha librado del mal nacido ese. – Susurró.

– No te preocupes, lo tengo apuntado en la agenda. A las 4 tengo una reunión con el yesista y el carpintero. En cuanto termine, voy al aeropuerto. – Le contestó Antonio, aún revisando su maleta antes de salir.

Se comprobó los bolsillos y besó a su mujer.

Ágata seguía imaginando su maternidad. Ser el centro de atención, que todos la cuiden y, lo más importante, tener una niña a la que poder vestir como si fuera una muñequita.

¿Y si sale niño? Pensó. No puede salir niño. Es imposible ¿Qué hago yo con un niño?

Movió la cabeza intentando sacar esa idea de sus pensamientos. Para ella era impensable la posibilidad de tener un varón naciendo de entre sus entrañas. La simple idea le daba arcadas.

 

Cuando Marina llegó a casa, Ágata la esperaba tumbada con los pies en alto en el sofá de su casa. Según ella expresaba continuamente mediante lamentos, no podía moverse debido a su estado y se había acomodado ciertos puntos de su casa para poder relajarse. Además, habían contratado a una limpiadora, Emilia, para que se encargara de las tareas del hogar. Aunque ahora con su hija en casa probablemente pudiesen repartirse las tareas domésticas con ella. A Ágata le agradaba la idea de que la ayudasen en casa, pero el hecho de que fuera sudamericana le hacía pensar que probablemente tenía la mano muy larga. Por si acaso, ella guardaba las cosas de valor en su joyero con la llave.

– Mi hija querida – dijo cuando vio a Marina entrar en la habitación. Su hija se acercó al sofá y le dio dos besos – Mira como está tu madre. Claro, la dejas sola para irte con ese maltratador.

– ¿Cómo estás, mamá? – contestó, ignorando sus acusaciones. Un año antes, Marina había escapado de un brote psicótico de su madre con su amor a primera vista. Para Ágata, Marina se había regresado por el mismo motivo por el que ella se había divorciado cinco veces, porque los hombres eran unos maltratadores en su visión del mundo.

– Pues, cariño, mañana tengo que ir al centro de salud para comprobar si estoy embarazada. Aunque yo tengo claro que sí, hija mía, lo he notado en mis ovarios. – Ágata se acarició el vientre como llevaba haciendo horas.

– Pero, mamá, eso lo tiene que decir un profesional.

– ¿Qué sabrán ellos?

– Bueno, mamá, quizás deberías de cuidarte un poco. Tienes cuarenta y nueve años y formas parte del grupo de riesgo. – Señaló Marina, percibiendo que sus palabras estaban siendo ignoradas por su madre. – Voy a dejar mis cosas en mi habitación. ¿Cuál es la mía?

– Cariño, lo cierto es que no te he preparado una habitación en esta casa. Y cuando nos mudamos regalé todas tus cosas a Cáritas, si vieras la cara de felicidad que pusieron las monjas al ver tanta ropa nueva… – Dijo Ágata con una sonrisa inocente.

Marina no dijo nada. Simplemente se giró, se contuvo y suspiró en un intento de no montar un espectáculo. Ella estaba bastante acostumbrada a las alucinaciones de su madre, por lo que, generalmente, prefería no echar más leña al fuego. Enfrentarse a su madre lo único que provocaría era una Tercera Guerra Mundial.

Revisó aquella enorme casa para comprobar cuál de las grandes habitaciones podía acomodar como suya. Identificó fácilmente la que era la habitación de su madre y, quitando esa, aún tenía cuatro habitaciones para elegir. Supuso que la que estaba decorada con motivo infantil sería para el onírico bebé, o sea que eligió otra que era pequeña, pero muy luminosa.  Tenía un gran ventanal que daba a un descampado completamente lleno de vegetación. La vista le permitía ver a lo lejos los grandes rosales que daban nombre a su ciudad: Villa del Rosal. Colocó su gran maleta encima de la cama desnuda y empezó a deshacerla con tranquilidad.

– Lo siento, Ágata, pero no está embarazada. – Dijo el médico de cabecera después de revisar el test de orina.

– Eso es imposible ¿He tenido otro aborto? – Preguntó nerviosa mientras se agarraba la barriga.

Ágata sabía de la inutilidad de sus actos pues era la quinta vez que se repetía esa escena, pero empezó a llorar sin parar. El doctor Manzanares le ofreció una caja de pañuelos que parecía tener preparada debajo de la mesa con su nombre escrita en ella.

– Ágata, le vuelvo a repetir que el aborto implica estar embarazada y perderlo. Usted no se ha quedado embarazada, pero tiene que comprender que es normal. Ya no es una jovencita de veinte años. Ahora cuesta más, dado que le queda poca reserva ovárica. – Dijo el médico con prudencia mientras se recolocaba las gafas con el dedo índice.

– ¡Menuda desgracia la mía! Yo creo que me han echado un mal de ojo que ha terminado con mi reserva ovárica, porque cuando me quedé embarazada de Marina tenía mucha, y todos mis óvulos eran perfectos.

– Señora, entonces… ¿le receto otra caja de ácido fólico?

El médico, que ya estaba entrado en años, conocía a Ágata desde que se había mudado a Villa del Rosal. Él, con su amplia experiencia, sabía que dijera lo que dijese, ella iba a continuar con su discurso sin sentido. Llegados a ese punto en el que apenas le quedaban unos años para jubilarse, prefería no atormentarse con discursos eternos sobre el sexo de los ángeles con una interlocutora que no recibía los mensajes que le enviaba.

– Pobre mi marido, él ya se estaba haciendo una ilusión con su futura hija. Imagínate el disgusto que se va a llevar.

 

Marina no podía dormir. Llevaba tres noches escuchando los llantos incesantes de su madre tras descubrir que no estaba embarazada y, cuando conseguía pegar ojo, tenía pesadillas constantes con los últimos días con la que ahora era su expareja. El malestar que sentía era punzante y, a veces, no tenía fuerzas para salir siquiera de la cama. Algunos días era totalmente incapaz de comer. Todo lo que comía lo vomitaba, lo que la había conducido a una extrema pérdida de peso y una amenorrea de casi dos meses. Otras noches sus pesadillas se mezclaban con el sonido de fondo de su madre continuando el intento de concepción. Marina deseaba poder irse de allí, pero sin dinero iba a ser complicado.

 

Al mes siguiente, Ágata siguió señalando la desgracia que había caído sobre su familia al no quedarse embarazada. Continuaron los llantos y los días encerrada en su habitación. Los intentos de embarazo y los desprecios por fallar. La culpa era del esperma de su marido, que no era bueno. La culpa era del padre de Marina, que la había maldecido. La culpa era de Marina, porque su malestar afectaba a la fecundación. La culpa era de su propio padre, que había abusado de ella y la había dejado marcada para siempre en la desgracia. Las culpas incrementaban, pero ese bebé deseado no aparecía. Ágata mostraba constantemente su dolor y malestar mediante ataques de ira en los que lanzaba cualquier objeto que estuviera al alcance de sus manos que, con suerte, no alcanzaba a su ausente marido. Había llamado a hechiceras, a chamanes y a toda clase de personas que pudieran ayudarla con su problema de la fertilidad, pero todo era completamente inútil. Ágata no conseguía quedarse embarazada.

En casa, Antonio empezó sintiendo pena por su mujer, después ira y, finalmente, asco. Por otro lado, Marina cada día tenía más miedo de su madre.

Una mañana cualquiera, en eso que Marina volvía de la compra, se encontró a su madre tirada en la cama con una sobredosis de sedantes. Tal era su sufrimiento que prefería no estar viva a estarlo y no ser madre de nuevo. Aquel día Antonio no estaba en casa y, cuando se enteró de la noticia, no pareció sorprenderle demasiado. Marina tenía miedo de dejarla sola, de que el intento de embarazo volviera a fracasar. Pero sobre todas las cosas, temía contarle que era ella quien estaba embarazada. Le sobrecogía la idea de contarle que había descubierto en una prueba rutinaria que dentro de sus entrañas se estaba engendrando una criatura. Una criatura que nacería sin un padre y con una abuela inestable. Durante ese mes, intentó buscar un trabajo que le permitiera irse de casa, pero el embarazo era cada vez más evidente. Finalmente, un día decidió entrar en la habitación de su madre mientras que ésta se encontraba tendida sobre la cama rodeada de pañuelos y antidepresivos.

– Mamá, estoy embarazada.

Ágata levantó su mirada para encontrarse con la de su hija. Paralizada, revisó el vientre de su hija para comprobar que estaba más abultado que hacía unos meses, aunque apenas se había percatado.

¡Maldita niña asquerosa! ¡Tenía que quitame a mi hija. A mi niñita, para quedársela ella! Pensó. También pensó en ahogarla y en arrojarle el reloj despertador que se encontraba encima de la mesita de noche. Se replanteó gritar y agarrar el bote de antidepresivos para tomárselo de golpe.

– Mamá, ¿me dices algo? – Preguntó inquieta ante el silencio de su madre, mientras movía los dedos con nerviosismo. Podía ver los pensamientos de su madre como si se tratara de una película muda.

– Hija, esa es una gran noticia y como eres digna hija de tu madre, seguro que tienes una hija. Esa es la herencia de esta familia. – Dijo, mientras le tocaba el vientre a su hija. – Por supuesto, esta criatura nacerá en el entorno familiar adecuado. Con una madre y una abuela que la querrán y cuidarán de ella.

– Si quieres puedo hablar yo con Antonio. Seguro que le hace muy feliz saber que va a ser abuelo. – Señaló Marina, percatándose de que en su discurso había olvidado a su marido. Lo mismo que lo hacía habitualmente, excepto cuando tenía que culpar a alguien de su incapacidad de darle una hija. Entonces no se olvidaba de él.

– No te preocupes, hija, ya se lo contaré yo.– Respondió su madre mientras se retiraba las lágrimas de las mejillas y sonreía pérfidamente. – Por supuesto, no queremos que las vecinas digan que eres una buscona… Por eso, diremos que es mi hija. Ya sabes que todo el mundo conoce nuestros intentos de ser padres, nadie sospechará de una mujer casada que tiene la hija que buscaba. Mientras tanto te recomiendo que no salgas de casa. Por tu estado, claramente. Tampoco queremos que te vean con esa barriga. Te compraré ropas anchas por si acaso, ¿vale?

Ágata miraba la barriga de su hija y acercó el rostro esperando sentir a la criatura. Como deseando que esa criatura estuviera dentro de ella.

 

El embarazo continuó con un tono sombrío. Marina no podía salir de casa y solo comía lo que su madre le cocinaba. No podía ver a sus amigas de la universidad, ni siquiera al cartero cuando llegaba a casa. Cada vez se notaba más y más hinchada. Ágata no permitía que se acercase nadie que no fuera ella misma. Antonio no podía hablar con Marina si Ágata no estaba presente. En una ocasión intentó a tocarle la barriga, queriendo sentir la patada de aquel bebé que se desarrollaba, y Ágata le golpeó con fuerza en la mano para impedírselo.

Antonio un día dejó de aparecer por la casa. Dejó una carta pidiéndole el divorcio a Ágata, junto con los papeles que tenía que firmar, además de una hermosa despedida para Marina y su futura criatura. Ágata comprendió en ese momento que su marido estaba enamorado de su hija y que, muy probablemente, él era el padre de aquel bebé. Así, y tal como había hecho el padre de Marina, huyó del hogar al ver que su hija venía.

 

A los cinco meses la noticia llegó a ellas. Era una niña. Ágata lo sabía, lo tenía claro que iba a ser mujer pues era lo que dictaba su herencia. Una pequeña muñequita que vestir con diferentes trajes. Por otro lado, Marina empezaba a verse gorda. Solía llevar suéter gordo de lana y amplios vestidos. El estilo no le importaba dado que no salía de casa.

En ocasiones, veía a su madre poniéndose su ropa y mirándose en el espejo mientras se tocaba el embarazo psicológico. Otras veces se despertaba en mitad de la noche y allí estaba ella, echada sobre su barriga y hablando en sueños.

Ágata sentía que cuando estaba cerca de ese bebé, todos sus males desaparecían. Ya no sentía más dolor ni depresión. Olvidaba todos los males y se sentía realmente bien. Como no se había sentido nunca. Ese bebé era su vida.

 

Cuando Marina se despertó, Ágata yacía en su cama.

– Mamá, deberías de irte a tu cama, que como sigas durmiendo aquí vas a terminar con la espalda fatal. A tu edad deberías cuidarte, que luego vienen los problemas. – Dijo Marina mientras sacaba las piernas de debajo de su madre – ¿Mamá? – Preguntó de nuevo agitando incesantemente su cuerpo en busca de una respuesta.

Pero Ágata no respondió nunca más. Allí se quedó su madre con el rostro vacío y la mirada perdida. Su cuerpo, blanco como el papel, se había quedado petrificado sobre la cama de su hija rodeando a la nieta que nunca conocería.

Aquel gato negro miró la escena desde la ventana de su habitación. Tras acicalarse con cuidado saltó por la ventana hacia los rosales, como hacía siempre. Como si aquella escena fuese otra escena más en el diario de su vida. Como si fuera la parca que arrebata un alma y se viste en busca de la siguiente.

Así, sin más.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Elena Chantal García López

    Me ha encantado tu relato ya que empecé a leerlo por la pura curiosidad de saber qué me habría detrás de un título tan ‘impersonal’… y no me ha enganchado hasta el final. Fluidez de la narración y veracidad de los personajes. Sabes describir sin explicar, dejando espacio a la imaginación del lector sin dejar de guiarlo muy bien. Enhorabuena. Te invito a leer mi relato, publicado el 14 de diciembre 2020 (aunque lo he sabido hace dos días 😉 : «Los Libros Que Solo Querían Ser Acariciados», Elena Chantal García López. Por cierto, si tuviese que ponerle título a tu relato sería: ‘La semilla del dolor’ o, ‘La soledad tiene pies de gato’ 😉

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