Relatos

Por M. Eugenia García

Dedicado a aquellos que tuvieron que dejarlo todo para estar al lado de sus hijos; para ser bastones, risas y abrazos. Aquellos a quienes las piernas tiemblan cuando su corazón no soporta más dolor. Por ellos, a los que nadie cuida porque son adultos y tienen la obligación de estar a la altura de cualquier circunstancia, aunque sea la de lidiar con la muerte de sus hijos. Por aquellos que aún sonríen, bailan y cantan para llevar a sus pequeños la normalidad de cada día.

Comparto sus sentimientos y miradas de complicidad, sus guiños a la vida y a la muerte. Por los que se fueron y por los que se quedaron. Por sus ganas, sus muchas ganas de seguir viviendo.

Carta a mi pequeño

Que sepas que seguirás abrazándome cada día, como hacías al llegar a casa. Corrías y te abrazabas a mí. Quizás intuías que pronto dejarías de hacerlo. La vida nos despidió con un hasta luego… Ya no está tu risa cuando vuelvo del trabajo, no estás en la puerta del colegio, no podemos jugar y hacernos cosquillas cada noche, ni duermes abrazado a mí. Pero cada día te siento en cada gesto de amor que doy y recibo de los demás. Soy afortunada por la gran lección de vida que me has dejado, por el gran legado de amor que hemos construido.

Sentir sin ver es lo primero que he de aprender con tu marcha. Nadie me quitará la alegría de tu bullicio desde el portal de nuestro cortijo, cuando disfruto del aire que mueve los árboles de flores rosa. Unos setos tapan la tapia que separa la casa vieja de los frutales y tu risa lo llena todo. El olor a verano del galán de noche, escondido entre tanto arbusto, me evoca el pasado. Aquellas noches de luna fresca, de tertulias con mi madre, en las que ella recordaba los maravillosos los años de su niñez. Largas noches en las que la caída de las hojas pesadas del ficus centenario, que mi bisabuelo plantó, interrumpían el ritmo de los grillos en la noche. Y te siento feliz…

Quizás no estés al llegar a casa cada día, quizás no volveré a verte ni podremos cruzar miradas de complicidad, quizás ya no pueda tantas cosas… Pero lo que tenemos entre los dos no puede acabar así, de esta manera, de repente. Habrá alguna forma de seguir cogidos de la mano; de sentir tu mirada, tu sonrisa, tu abrazo y tu palabra.

He buscado en mi interior y he hallado sentires que no son de aquí. Algo nuevo empieza, algo tan precioso como sentirte conmigo cada día.

No puedo aceptar que la vida se acabe con la muerte. Sé que nada muere, que somos una energía que se transforma. Hoy puedo sentirte aunque no te vea; tanto como si llegase a casa por la noche y estuvieses esperándome para jugar.

La vida aquí es un suspiro, un abrir y cerrar de ojos, y pronto estaré a tu lado. Te prometo, y sabes mejor que nadie que nunca prometo, que me iré de aquí siendo niña para no dejar nunca de jugar contigo. Hasta dentro de un ratito, mi luz.

Te amo.

 

Hace cinco años

Cinco años desde que tu alma voló hacia nuestro cielo. Cinco años en los que iluminas, con tu luz, mi oscuridad.

Aprendí tanto de ti… Te agradezco que me hayas brindado la oportunidad de ser quien soy, de ser capaz de llorar de alegría, y no solo de pena; de sentir el corazón encogido por los momentos vividos de felicidad, y no solo de dolor.

Aprendí a bailar con la muerte, a sonreírle a la vida, abrazar al miedo y cantar la alegría de mi corazón allá por donde voy.

Aprendí a hacer que mis días no fueran monótonos, a hacerlos intensos, vivirlos con energía y, sobre todo, pasión.

Aquella semilla que sembraste no deja de crecer; regada por un amor incondicional, de otro mundo.

La muerte no es injusta; injustos somos nosotros por desperdiciar el regalo de la vida. Injustos somos nosotros por no aprovechar el lienzo en blanco de cada día; por no llenarlo de colores, besos, caricias, abrazos, de más “te quiero” y “te amo” y mil perdones.

Injustos somos nosotros por gastar nuestras ilusiones y nuestro tiempo con personas que no lo merecen. Dejamos escapar el tiempo, cuando pensamos en el pasado, cuando no vivimos el presente sabiendo que hay recuerdos que se borrarán y que solo los que merecen la pena nos marcarán para siempre.

Tú estás presente cada día. Das sentido a mi existencia. Soy tu madre, una mujer sencilla que aprendió a dar abrazos eternos, a hundirse en tu sonrisa limpia y a regalarte palabras bellas. Una mujer de mil batallas, de esas que te hacen crecer y tirar para adelante. Una mujer empeñada en transformar dolor y sufrimiento en amor y entrega. Que ha encontrado su para qué en la luz de la mirada eterna de su hijo.

Nos hablan del nacimiento, pero no de la muerte. La única certeza que tenemos se convierte en tabú, porque nos da miedo lo que no entendemos, nos da miedo la oscuridad.

 

Miedos

Debajo de mi cama escondía un orinal por si, en mitad de la noche, necesitaba ir al baño, al otro lado del pasillo. Un pasillo que me parecía inmenso. Encender las luces no era suficiente para atenuar el miedo incontrolable que surgía de mi subconsciente. Lo recorría andando de lado, para no dejar resquicio entre esta y mi espalda; las manos abiertas, pegadas a la pared, mientras miraba a un lado y a otro, con toda la mayor rapidez que mi cuello me permitía.

El miedo de la noche me agudizaba los sentidos; no era sólo una sensación de frío que constantemente me erizaba la piel, sino también el oído. Recuerdo cuando escuché un chillido suave, tenue y largo en el tiempo. Procedía del comedor situado al final del pasillo.

Me pareció una eternidad el tiempo que tardé en hallar el interruptor y encender una luz. Pensé que, aparte del orinal, tendría que guardar una linterna en la mesita de noche para estos casos. Era mi tortuga, nuestra tortuga, que hacía un extraño ruido al moverse por el terrario de plástico. Cerré la puerta del comedor y arrastré de nuevo la espalda por la pared del pasillo hasta llegar al dormitorio, donde me encerré a esperar que la luz del día entrase por la ventana, que llevaba meses con la persiana levantada.

Es la misma oscuridad de la morgue donde llevaron a mi hijo, que me dejó una sensación de frialdad, soledad y despedida.

 

A ti que me lees

¿Tenemos que morir para aprender a vivir? ¿Hay que vivir estas experiencias para despertar a la vida? A ti que me lees, te pregunto: ¿Es necesario que se nos muera un hijo para darnos cuenta de qué va la vida?

Tan sólo unos pocos días al año se habla del cáncer infantil. Entonces se hace más visible algo que ocurre cada día, cada hora y cada minuto: la mirada de un niño que sufre esta enfermedad ¿Y sabes cuál debería ser la noticia? La sonrisa, el ejemplo y la enseñanza de estos niños.

Pasas la vida luchando contra todo y todos, enfadada contigo y con los demás; buscando la felicidad fuera de tu ser. La sociedad empuja al abismo; el sistema arrastra, conduce a no pensar y a no sentir. Huimos de la realidad, como del cáncer infantil. Porque es algo que les pasa a otros y no nos tocará nunca.

Hoy mirarás a tus hijos de manera diferente, alzando la mirada al cielo y pidiendo a Dios que nunca te los arrebaten; que nunca sufran una enfermedad tan terrible como el cáncer.

A mi hijo le tocó y a mí me tocó… Pero ya no huyo de nada, ya no existen más miedos.

Que llegue la muerte, físicamente entendida, es algo por lo que todos pasaremos y, puedo aseguraros que, después de años cerca de una enfermedad mortal, amar es lo que mejor resultado da en la vida.

No perdamos la vida, ni el control de nuestra vida. Es lo más bonito y grande que tenemos. Cojamos las riendas para caminar el sendero que hemos venido a transitar.

Pregúntate si realmente eres libre. No tengas miedo a saltar, no tengas miedo a volar y procura que tu vuelo sea lo más alto posible.

Para despedirme os contaré algo, porque recibir lo que yo recibo cada día es digno de ser compartido. Sonrisas con mellas divertidas, de las que te contagias de inmediato. Carreras por los pasillos sin melenas al viento, pero con una vitalidad que ya quisieran muchos. Abrazos en los que me quedaría a vivir. Lágrimas que brotan de miradas perdidas y sin un destino cierto. Alegrías que desbordan la planta de oncología cuando dan el alta.

No seas esclavo de una vida impuesta, vive tu propia vida. Hoy hace cinco años que aprendí a vivir. Gracias por ser mi candil cada día.

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