RESURRECCIÓN – Agustina Herrero Sánchez

Por Agustina Herrero Sanchez

Llevábamos ingresadas en el hospital desde ese fatídico domingo en el que nos atro-pelló un coche a las dos.

Salíamos a la misa de las seis en el barrio contiguo mis tres hermanas y yo para no perdernos La casa de la pradera que, por aquel entonces la ponían los domingos por la mañana. Para llegar a la misa, teníamos que cruzar un terraplén que da a una ca-rretera grande, dos más pequeñas, pasar por el colegio donde estudiábamos y llegar a la plaza de San Blas. A esa hora de la tarde no pasaban muchos coches. Cruzamos la gran carretera cogidas de las manos de dos en dos, delante iban mis hermanas Mari, la mayor, y Rosa, la tercera, tras ellas, Tere, la segunda, me cogió de la mano a mí. Miramos hacia arriba por donde bajaban los coches, no vimos ninguno, así que subí mi pie a la mediana de la carretera y ya no recuerdo nada de lo sucedido, solo lo que me han contado. El coche nos atropelló a Tere y a mí, yo en el acto quedé en coma por diez días, el coche nos golpeó tirando a mi hermana a un lado y lanzando mi cuerpo por los aires, la calle es una pendiente y el coche bajaba a alta velocidad. Unas vecinas del barrio estaban fumando en su azotea siendo testigos de este terri-ble momento. Ellas en el juicio contaron como estiraron sus brazos para intentar co-germe porque salí volando muy alto, pero mi cuerpo cayó y el coche volvió a darme otro golpe. Mis hermanas corrían y lloraban, pero no podían hacer nada. Tras el se-gundo golpe mi cuerpo rodó calle abajo hasta llegar a un cruce, donde otro coche que, casi me atropella también, frenó en seco. Se bajaron del vehículo dos personas que me recogieron del suelo, subiéndonos a mi hermana Tere y a mí a su coche y nos trasladaron a la clínica más cercana.

Mi estado era crítico. A mi hermana le dolía todo el cuerpo del gran golpe que se ha-bía llevado y tenía un chichón en la cabeza enorme. Aún a día de hoy, cuando nom-bramos el tema, cuentan que era como el de la Pantera rosa. Nos ingresaron a las dos, por suerte para mis padres, en la misma habitación.
Uno de los acompañantes del coche que nos recogió acompañó a mis otras herma-nas hasta mi casa para dar la noticia, mi padre no estaba, así que abrió la puerta mi madre y al ver a un extraño con mis hermanas, se imaginó lo peor. Debió pasar uno de los peores momentos de su vida. Cuando llegó al hospital, la habitación estaba llena de médicos, enfermeras y no dejaban entrar a nadie. Un médico se acercó a mi madre, la tomó de las manos y le dijo: -La mayor está bien, tiene muchas contusio-nes y un golpe en la cabeza, en la cadera derecha lleva un hematoma considerable, tenemos que ir viendo el proceso-. Mi madre temblaba pero escuchaba con atención, hasta que el doctor hizo una pausa y, ella preguntó: -¿Y mi pequeña?-. El médico permaneció callado un momento que, para mi madre fue una eternidad. Hasta que este respondió: -Vamos a esperar unos días a ver si despierta-.

Pasaron los tres primeros días y, nada, los médicos seguían entrando y saliendo constantemente de la habitación. Mi madre dice que me hablaba a ver si respondía, pero nada, no había ninguna señal de conciencia. Los días seguían pasando, mi her-mana a pesar de sus dolores, ya revoloteaba por la clínica. Entre visitas y personal del centro se pasaba las horas entretenida. Pero yo no despertaba, habían pasado nueve días y, el médico, con gran decepción, le comunicó a mi madre que si no des-pertaba en unas horas, era posible que no lo hiciera nunca. Fue al día siguiente des-pués de la hora de comer, cuando abrí los ojos y dije: -Tengo hambre-. Yo no sabía por qué pero mi madre lloraba de alegría. Salieron dando voces de la habitación lla-mando al médico, recuerdo que estaba mi prima Carmen en la habitación, con mi tía, mi madre y mis hermanas. En pocos minutos empezó la habitación a llenarse de gen-te. Aún recuerdo al cocinero que entró con su camisa blanca y gorro en la cabeza y dijo algo así: -¿Qué quiere comer la niña?- y contesté sin pensarlo: -pollo-. El cocine-ro se fue y cuando regresó me trajo un pollo asado con patatas del asador más cer-cano ya que ese día no había pollo en el menú. Era mi plato preferido de pequeña.
Mi prima cogió el plato en sus manos y me dio de comer, no porque no pudiese yo sola, sino que estaban tan emocionadas de verme despierta que no sabían qué hacer de felicidad. La verdad que aunque parezca increíble, me lo comí todo. Supongo que, aunque en mi recuerdo el pollo era grande, dado mi pequeño tamaño y mi corta edad, sería una pieza pequeña. Cuando regresó el cocinero a por la bandeja se quedó asombrado al ver que no quedaba nada. Así que, preguntó si alguien me había ayu-dado, todos le insistieron en que no, hasta que yo hablé, diciendo que me lo había comido todo porque tenía mucha hambre. Todos rieron de felicidad.

Un poco más tarde pasó nuevamente el médico para examinarme, yo ya me había puesto en pie, en la habitación no había espejo pero en el cristal de la ventana pude ver mi sombra y mi cuello estaba ladeado. Yo lo colocaba con mis manos y volvía a caer de un lado. El doctor me llamó para examinarme y vio que tenía la cabeza de lado, me preguntó si me dolía. Le dije que no, pero que no podía ponerlo bien. Así fue como conocí la sala de rayos X. Es la primera radiografía que recuerdo. Y, tras esta, me inmovilizaron el cuello con una escayola (era lo que se usaba en aquel entonces).

Estuve más de dos meses con ésta puesta, me la cambiaban en cada revisión, me la quitaban y mi cuello volvía a caer, hasta que por fin se corrigió. Otra secuela que tuve fue mi ojo derecho, también estaba fuera de su sitio, del golpe que recibí en la cabeza el ojo se quedó desviado mucho del centro. También tuve que ir al oculista, hacer muchos ejercicios y taparme el ojo izquierdo para forzar al otro ojo a volver a su sitio. Me costó más de un año recuperar el lugar correcto del ojo.

El día del alta, recuerdo que subimos al coche de Manolo, un amigo de mis padres. Yo estaba sentada en la parte trasera con mi hermana Tere, por fin nos íbamos a ca-sa, mi madre se sentó delante. Ella estaba contándole todo lo que el doctor había pautado. Tere jugaba con una muñeca y yo me estaba quedando dormida con mi de-do pulgar en la boca. Era una costumbre que tenía, no usé chupete como los demás niños. En ese momento, Manolo miró por el retrovisor y dijo: -¿tan grande y chupán-dose el dedo?- los adultos rieron al unísono. Yo recuerdo que me sentí traicionada por mi madre, así que saqué con mucha vergüenza el dedo de mi boca, lo sequé en mi ropa y, en mi cabeza no dejé de repetir: ¡no confiaré más en ella!-.
La verdad que esa imagen se me quedó bien grabada en mi memoria. Por eso, mu-chas veces entiendo a los niños cuando “magnifican” sus problemas y los adultos se burlan. No es bueno hacer eso. A día de hoy, claro que no me afecta pero, yo que estuve muchos años chupando mi dedo, lo pasé muy mal y siempre a escondidas. Los niños sufren estas cosas, y mucho. Y es comparable al dolor que puedes tener tú ante cualquier problema.

Mi padre no fue al hospital porque estaba en alta mar pescando y tardó varios días en llegar. Cuando llegó a casa lloró de alegría, él era una persona muy emotiva, si veía una película que le hacía llorar, pues lloraba, aunque procuraba que no nos diéramos cuenta pero mi madre que ya lo conocía, siempre le decía algo.

Como iba diciendo, mi padre lloraba de alegría y no hacía más que hacer preguntas de qué, cómo y porqué, abrazándonos y dándonos besos a ambas.

A pesar de que pudimos irnos a casa, tras muchas pruebas, el alta clínica no nos la dieron hasta cumplir la mayoría de edad, tanto a mí como a mi hermana. Nos hicieron un seguimiento, primero semanal, luego mensual y por último anual.

Nunca pude recordar nada del accidente ni de los diez días en coma, tampoco re-cuerdo si soñé o no. Mi mente se pausó en ese domingo después de ver La casa de la pradera y volvió a los diez días, pidiendo pollo para comer.

Estoy agradecida de que no quedaran grandes secuelas. El médico que nos atendió durante años me llamaba “la resucitada”, era muy simpático y yo me reía de todo. Siempre recalcó a mi madre que gracias a que el coche no le hizo a mi hermana lo que a mí, ya que mis huesos aún eran muy blandos y fue lo que me salvó de que no me matara en el acto.

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