S.O.S. – Concepción Olivar García

Por Concepción Olivar García

Llega un WhatsApp, es de mi amiga María:
—¿Me dejas que te invite a un café?
Hoy no han venido las musas, así que respondo con el emoticono del pulgar para arriba:
—Sitio y hora.
—Recógeme en casa en treinta minutos, por favor.
La urgencia con la que me reclama me preocupa pero, tratándose de ella, prefiero no hacer conjeturas. Guardo el archivo, apago el ordenador y bajo al garaje.
Los termómetros alcanzan temperaturas récord, no habría salido de casa de no ser por el WhatsApp de mi amiga. Mientras conduzco en su busca con el aire acondicionado del coche a todo trapo, voy pensando dónde ir a tomar ese café, o lo que acabemos tomando, que espero que sea con mucho hielo.
Aparco en doble fila y la veo salir del portal, con las gafas de sol puestas, buscando algo en el bolso. Lo lleva abierto, colgando del brazo, en la mano sujeta las llaves y el móvil. La oigo resoplar mientras camina hacia donde yo estoy. La mano derecha la tiene hundida en las profundidades de su D&G, de imitación, favorito; todas las cosas que están dentro tintinean con cada vuelco que les da. Más que un bolso parece una hormigonera.
Bajo la ventanilla para hablarle, porque intuyo que no va a subir al coche hasta que aparezca lo que busca (con tanto ahínco y tan poco tino) o hasta que se le empiecen a derretir las sandalias, lo que ocurra antes.
—¿Se puede saber qué es lo que no encuentras, corazón? —Apago el ventilador del aire para oír la respuesta.
—¡Las gafas! Las tenía en la mano en el ascensor y no sé qué he hecho con ellas —Y otra vuelta a la hormigonera.
Suelto mi cinturón de seguridad y me inclino sobre el asiento del acompañante para verle la cara, el freno de mano se me clava en el costado. Con este calor no estoy convencida de lo que he visto y necesitaba cerciorarme de que lo que voy a decir es verdad.
—¿Las gafas que no encuentras se parecen a las que llevas puestas? —le pregunto con toda mi sorna. Me sale natural, no puedo evitarlo.
La hormigonera para en seco. Silencio. Me incorporo y subo la ventanilla mientras oigo:
—Yo acabo en San Juan de Dios, y no tardando.
Vuelvo a poner el aire a tope mientras ella se acomoda y tira las gafas, el móvil y las llaves dentro del bolso. Tiene ojos de haber llorado.
—¿A dónde vamos, Miss Daisy?
—A la mierda —Confirmado: hoy toca drama.
—De acuerdo —Pongo el coche en marcha.
Sé que, ahora mismo, lo que necesita es compañía, tiempo y conversación. En ese orden.
Mientras me uno al escaso tráfico del agosto madrileño calculo mentalmente lo que tardaríamos en llegar al lago de la Casa de Campo. Me parece un sitio perfecto para una tarde de confesiones, que es lo que parece que toca. Podemos tomar un café, pasear, cenar, tomar una copa… Sí, perfecto. Vamos al lago.
—Dice el GPS que en treinta minutos llegaremos al centro de la mierda —bromeo esperando arrancarle algo parecido a una sonrisa, pero no. Mi amiga ya está llorando a mares y busca unos pañuelos en el maremágnum de su D&G, de imitación. Levanto el reposabrazos y le doy una cajita de tisúes que acostumbro a llevar ahí desde que mis hijos eran pequeños. La acepta y saca tres pañuelos a la vez para secarse las lágrimas que ya le llegan al cuello. Luego, dos más para sonarse ruidosamente la nariz.
—Perdona, debo de parecer un elefante —me dice entre suspiros.
La miro y asiento, no por descortesía sino porque es verdad.
Aprovecho un semáforo para agarrarle la mano, que entienda que no está sola, que soy su amiga y estaré a su lado para lo que necesite, aunque a veces parezca la madre de Dumbo. Está temblando. Madre de Dios, nunca la había visto así.
No puedo ir tan rápido como me gustaría por los túneles de la M30, pero hemos llegado a nuestro destino dos minutos antes de lo que decía el GPS. Aparcamos cerca del Metro y nos damos cuenta de que hace mucho calor aún para pasear, así que la mejor opción que tenemos es entrar en uno de los quioscos climatizados para tomar algo fresco. Puede que a mi amiga le viniese mejor una tila doble.
Lleva casi una hora gestionando su duelo, estamos cerca del último acto.
Nos atiende un chico joven con el pelo cortado como si le anidaran jilgueros en lo alto y una camiseta negra, ajustada, con el nombre del local serigrafiado en vertical. Yo pido un agua con gas, con mucho hielo y limón y María un Bíter Kas. ¿Aún existe? Creía que ya nadie tomaba eso.
Al minuto siguiente, tras hacer un gesto de desagrado por el amargor de su bebida escucho, por fin, el motivo de este S.O.S.
—Ha vuelto. —No necesito preguntar quién, sé de sobra de qué me habla, pero entiendo que no está de más un breve resumen de cómo hemos llegado a este punto.
A María la conozco desde hace unos diez años, pero a él, a Carlos, le conozco de toda la vida. Sí, lo han adivinado, él es quien ha vuelto, pero no se adelanten, vamos en orden.
Carlos y yo nacimos el mismo día y en el mismo pueblo. No, ahora se han pasado de listos. No somos hermanos, aunque lo parecíamos cuando estábamos juntos. Nos llevamos muy bien desde la primera vez que nos vimos, que imagino que sería en la clase de párvulos.
Nos pasábamos las horas jugando y riendo en la calle. Su padre era militar, pero no le recuerdo porque falleció cuando apenas teníamos un año. Gracias a que él fuese miembro del ejército, la familia pudo recibir ayudas para la educación de sus hijos y así fue cómo mi compañero de juegos y su hermana mayor, Beatriz, dejaron nuestro pueblo para ir a estudiar a Madrid a un colegio estupendísimo que dependía del Ministerio de Defensa.
En circunstancias normales esto hubiera sido el final de nuestra amistad, pero las cosas que tienen que ver con Carlos no suelen ser como se esperan. Durante los años siguientes volvió varias veces por el pueblo, volvió cuando estaba a punto de irse a la universidad, volvió para que conociéramos a Ana, volvió para casarse con ella, volvió para que sus hijos conocieran sus raíces y volvió cuando Ana se dedicó a hacer horas extras injustificadas con un colega del bufete. Y todas las veces que Carlos volvía a casa, por bueno o por malo, parecía que no había pasado el tiempo, era como si nunca se hubiese ido del todo.
La última vez que le vi en el pueblo fue tras la crisis del 2008. Él estudió antropología, por vocación, y tuvo la suerte de colaborar, a lo largo de su vida profesional, en trabajos de campo muy importantes, pero con aquel declive económico tuvo que abandonar un proyecto de seis años por falta de recursos. Eso, unido a sus problemas matrimoniales y a lo cerca que estaba de cumplir los cuarenta, le sumió en una horrible depresión. No teniendo ningún lugar mejor a donde ir, decidió volver al pueblo. Allí podría serenar su ánimo, tomar perspectiva, recobrar fuerzas y pasar el día enviando currículos a todos los sitios que se le iban ocurriendo. Y las noches insomnes explorando lo que empezaban a traer las redes sociales.
Hablamos de 2010, las redes sociales de entonces eran el Facebook y los foros locales en los que los vecinos ponían de vuelta y media al ayuntamiento y hablaban de sus cosas. Su instinto de antropólogo vocacional hizo lo demás. Allí fue donde apareció ella.
Como las cosas que tengan que ver con mi amigo, insisto, nunca son como se esperan, antes de que Carlos y María pudieran conocerse en persona, porque vivían muy cerca, él recibió una propuesta de trabajo de la UBC de Vancouver y aceptó. Sin anestesia. En dos semanas estaba empezando de nuevo a miles de kilómetros, en la Columbia Británica.
Sé que no hará falta que repita ahora eso de que él nunca se va del todo, ¿verdad?
Ellos consiguieron seguir en contacto, salvando la tremenda distancia, por medio del correo electrónico. Mantenían largas charlas tirando de la madrugada para que los horarios pudieran coincidir y, sin darse cuenta, empezaron a necesitarse de una manera vital. Fue entonces cuando yo conocí a María. La conocí porque Carlos me pidió que fuese su amiga y que cuidase de ella por él. Y acepté. No me pregunten por qué, porque aún no lo tengo claro. ¿Qué hubieran hecho en mi lugar? Lo que yo: cualquier cosa para ver hasta dónde llegaba aquella locura.
El caso es que aquí estoy, tomando un agua con gas junto al lago y viendo cómo la falta de madurez de mi amigo hace sufrir a la chica que tengo enfrente.
Yo casi he terminado mi consumición, pero ella apenas ha probado la suya. Se está limitando a marear la bebida dibujando círculos con el vaso sobre la mesa.
—¿Qué viene ahora? —me atrevo a preguntar —, ¿otra oportunidad? ¿Otra vuelta de tuerca?
Necesito que reaccione. Se está dejando arrastrar, otra vez, por las rarezas del antropólogo. Ella considera normal estar loca por alguien a quien no ha visto, más que en alguna fotografía, en doce años de relación. ¡Doce años, se dice pronto! O no haber hablado nunca con él. No saben cómo suenan sus voces y les da igual.
Esto es porque Carlos nunca quiso, según sus propias palabras, ser real. Pero puso todo su empeño en hacer feliz a María a través de los medios que tenía a su alcance (ahí estoy yo) y, juntos, inventaron un mundo mágico en el que se encontraban cada noche. Ella se dejó querer a la vez que amaba como nunca lo había hecho antes: a distancia y en silencio. Todo muy aséptico a la espera de que él diese el próximo paso, siempre según sus absurdas condiciones. Era eso o nada. Y ella se conformaba.
Habían mantenido una relación puramente epistolar durante casi doce años, pero ambos me aseguraban, cada uno por su lado, que habían sentido realmente las caricias del otro y que sentían sus manos entrelazadas mientras paseaban y que mil veces se habían amado de la manera más completa que se pueda imaginar a pesar de estar a miles de kilómetros de distancia. Yo hoy lo cuento con bastante naturalidad, pero al principio me daba miedo, lo confieso.
Doce años de magia compartida, de amor incondicional, de respeto absoluto y de sexo increíble. Sí, han leído bien. De sueños, de apurar madrugadas, de lunas llenas. Y, de pronto, la realidad.
No sé en qué momento Carlos decidió ser Dios, puede que no lo decidiese él y fuese la manera en la que le adoraba María la que le hizo ascender de esa manera en el escalafón, pero lo que pasaba realmente es que era incapaz de enfrentarse a sus fantasmas. El caso es que hace un año decidió hacer uso de su omnipotencia y dio por concluida la relación de manera totalmente unilateral. Sería Dios, pero no era justo.
Tampoco fue indoloro. Me consta.
Y ahora que todo está sereno ¿hay que empezar otra vez a sufrir por algo que no va a ningún sitio?
—No —dice firmemente, como si leyese mis pensamientos. Cosas más raras le he visto hacer —, voy a pedirle que no me busque más. A cada cerdo le llega su San Benito. — El refranero no es la especialidad de la casa, pero eso ahora da igual.
Respira profundo antes de sentenciar:
—Se acabó, amiga mía. —Suena sincera. También cuando añade:
—Pero me gustaría que escribieses nuestra historia.
—¿Estás loca? No sabría ni por dónde empezar.
¿Lo dice en serio?
—Ya se te ocurrirá algo. ¿Cenamos y te voy dando detalles?
Sí, muy en serio.

 

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