SÉ GUARDAR SECRETOS – Concepción Sierra Aparicio

Por Concepción Sierra Aparicio

Víctor se levantó esa mañana con un terrible presentimiento. Desde hacía unos días tenía una sensación extraña que despertaba en él más miedo que el que pasaba cuando la pareja de su madre arremetía contra él con golpes e insultos, más que cuando sacaba su pistola de policía y les encañonaba a él o a su abuelo, más que cuando oía llorar a su madre todas las veces que el impresentable de Luis la forzaba y humillaba y no podía hacer nada porque le tenía atado a una silla.
Pero esa noche tuvo una horrible pesadilla y por eso salió corriendo, sin desayunar, al instituto. Subió apresuradamente las escaleras y buscó a su tutora, pero no la encontró. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ella era la persona a la que había confiado la situación que vivía desde hacía unos años. María le escuchó y le ayudó entonces; ahora era su mayor apoyo.

Víctor recordaba cómo su tutora se movilizó enseguida, llamó a su madre, pero no consiguió nada porque estaba anulada y muerta de miedo. No sirvió insistir, ni tampoco razonar con ella para buscar soluciones. Por eso María decidió denunciar. Fue al director del instituto y los dos avisaron a la policía.

Una patrulla se presentó en el colegio. Al ver sus uniformes sintió miedo y un nudo en la garganta que le impedía respirar. Notó que su corazón se aceleraba y un calor intenso en la cara delataba su inquietud. María le cogió del brazo al entrar en el despacho del director y al percibir el roce de su pequeña mano y oír de sus labios que todo iba a ir bien, le dio tranquilidad.

Pero ahora esas imágenes y palabras le resonaban como un eco porque intuía que algo no iba a ir bien. Necesitaba ver a María y la buscaba con ansiedad. Ya tendría que estar allí. Fue a la sala de profesores. Llamó. Le abrieron la puerta, pero allí no estaba.

– ¿Habéis visto a María? – preguntó.
– No. Aún no ha venido.

Víctor se empezó a sentir peor y recordó con dolor todas las frases con las que se había despedido Luis cuando lo arrestaron:

– ¡Te mataré! ¡Os mataré a todos! Di a tu profesora que ella será la primera.

Y esa amenaza le martilleaba la cabeza cada día y lo llenaba de miedo. Se lo había dicho a María para que tuviera cuidado, pero sufría pensando en esa posibilidad y se arrepentía de no haberle partido la boca y demostrarle que ya no era ese chico indefenso. Ahora era más fuerte, más alto que él y sentía que podía hacerle frente.

El timbre sonó. Tenía que entrar en clase, pero no podía. No la veía y empezó a imaginar que Luis había salido del calabozo y había ido a esperar a María. Él sabía dónde vivía. Sintió un sudor frío y un mareo se apoderó de él hasta que cayó desplomado al suelo.

Cuando despertó lo primero que vio fue la cara preocupada de María. Sonrió aliviado al verla y no pudo reprimir darle un abrazo lleno de agradecimiento y con él sus deseos de protegerla.

María respiró tranquila al verlo reaccionar. Cuando lo vio tirado en el suelo, tan pálido y desvalido sintió una pena indescriptible y una impotencia enorme.
– ¡Llamad al Samur y a su madre, por favor!
– ¡No!, por favor, a mi madre no. No puede usar el móvil en el trabajo y al Samur, tampoco. Ya estoy bien. Hoy no desayuné, pero en cuanto coma algo estaré bien.
Y así fue. Su madre no contestó a ninguna de las llamadas que se le hicieron.
Víctor se fue recuperando poco a poco y decidieron dejarle en el colegio y observarle. María habló con él durante el recreo y este le contó todo lo sucedido y cómo se había sentido al no verla. A pesar de que ella también se sentía muy inquieta, le tranquilizó y le hizo ver que todos eran pensamientos irracionales y como tales no había que otorgarles mucho valor.
“Una cosa es decirlo y otra hacerlo”, pensaba María a la vez que le daba esos consejos, porque ella conocía de cerca esas emociones y sensaciones que el chico describía de manera atropellada y que sus ojos verdes, siempre tan expresivos, dejaban entrever.
Esos ojos que tantas veces había visto tristes y llorosos, que expresaban lo que su boca no se atrevía a contar y que fueron los que alertaron a María de que algo extraño le sucedía, a pesar de que él siempre contestaba que todo iba bien y que la alergia era la culpable.
A Víctor le costaba expresarse hasta que un día María le regaló un cuaderno con un bonito título: “Sé guardar secretos”.
– Nuestras manos también pueden expresar lo que nuestros labios no nos dejan. Escribe lo que tú quieras. Yo siempre lo hago y créeme que te sentirás mejor.
Tardó varios días en decidirse a escribir algo en el cuaderno hasta que un día, al acabar la clase anterior al recreo, lo deslizó suavemente en la mesa de María.
– ¿Puedo leerlo?
Él asintió con un gesto. María lo abrió y mientras lo leía, él la observaba y esperaba con avidez una respuesta. Cuando acabó de leerlo, miró a Víctor y con lágrimas en los ojos, le preguntó:
– ¿Todo esto que escribes es real?
– Sí, María, y aún me quedo corto.
– No sé cómo, pero te voy a ayudar, aunque sea lo último que yo haga en esta vida.
Víctor la miró con preocupación e incredulidad. Su aspecto frágil y delicado contrastaba con la fuerza y determinación de sus palabras. Por eso le dijo:
– Si él se entera de que te lo he contado, nos matará a los dos. Fuera de mi casa tiene una imagen diferente: es amable, atento, bien educado y con buena apariencia…todo fachada, pero en mi casa es un ogro.
María se sintió horrorizada. La lectura le hizo revivir su infancia y juventud también marcada por secretos y miedos, pero estaba dispuesta a luchar, incluso si eso significaba enfrentarse al monstruo que habitaba en su hogar.
Pudo entender por qué Víctor venía a veces tan apagado y taciturno, por qué no traía la tarea hecha, o mantenía la mirada perdida en mundos diferentes, ajenos a todo lo que le rodeaba, como remedio para evadirse de esa vida tan terrible que por desgracia le había tocado vivir. Pero desde el día que habló con él, su actitud mejoró y en sus ojos se adivinaba un brillo de esperanza.
Su padrastro cada vez incrementaba su maltrato, pero se guardaba muy bien de no dejar señales, no le pegaba para no dejar evidencias de ello. Nunca se le apreció un moratón en el cuerpo y aunque era evidente que los llevaba en el alma, eso era más difícil de denunciar.
María intentó convencer a la madre de Víctor para pedir ayuda y denunciar, pero se negó.
– No puedo. Tengo miedo. En el fondo es bueno. Es una persona que ha sufrido mucho. Lleva una temporada con mucho estrés y últimamente bebe un poco más de la cuenta y todo eso le altera mucho. Eso es todo. Yo le controlo. Hablaré con él y se solucionará.
Y fue evidente que habló con él, porque al día siguiente, Víctor añadió una carga más a su mochila: la preocupación por su tutora, a la que advirtió que su padrastro había dicho que “iba a por ella”.
Desde ese día, María, cada vez que salía a la calle miraba a todas partes y volvía la cabeza si escuchaba pasos. Esperaba siempre a algún compañero para no salir sola. Se tranquilizaba pensando que no se atrevería a hacerle nada y que iba de farol para amedrentar a Víctor. En el camino del autobús a casa, procuraba ir acompañada de las personas que se bajaban. Ella vivía en una zona más alejada, pero un hombre muy amable, agradable, educado y buen conversador iba por ese mismo camino y el trayecto entre el autobús y su casa no lo hacía sola.
Al volver ese día, se volvió a encontrar con su vecino, y después de saludarse, le dijo:
– Hace unos días que no coincidimos.
– Cierto. He estado unos días fuera de casa, pero ya estoy de vuelta.
Lo encontró diferente. Su cara también lo expresaba así. Parecía enfadado y hasta su pelo lo tenía enmarañado. Por el camino no hablaron nada. Ambos aceleraron sus pasos y al llegar al portal, se despidieron como todos los días. Era evidente que algo le pasaba.
– ¡Que descanses, María!
A María le cambió la cara.
– ¿Cómo sabe mi nombre? – pensó.
Subió presurosa los tramos de escalera. Abrió su puerta y cerró con llave.
Se asomó por la ventana y se tranquilizó al ver que doblaba la esquina. Respiró profundamente a la vez que se decía a sí misma que estaba cayendo en la paranoia.
Se dio un baño para relajarse, puso música e intentó desconectar de todo lo sucedido y de sus pensamientos recurrentes. El día había sido muy intenso, necesitaba parar y recuperar fuerzas.
Medio adormilada, oyó el timbre del portal. Miró el reloj. Ya era tarde. Se asomó por la ventana, pero no vio a nadie. Se quedó callada, expectante. El portal nunca estaba cerrado. Oyó pasos en la escalera y de nuevo un timbrazo. No se movió. No preguntó. La persona que había llamado seguía en la puerta. No había oído sus pasos alejándose y eso le hacía pensar que estaba allí, parada, escuchando…
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando oyó decir:
– ¡Abre la puerta de una vez, maldita zorra, o la abro yo a patadas!
Y lo repetía sin parar con palabras atropelladas que indicaban que había bebido. Daba golpes en la puerta insistentemente e intentaba forcejear la cerradura.
María, paralizada, no quería hablar para que no la oyera; pudo alcanzar el móvil y mandar un mensaje a varios amigos indicándoles la urgencia de avisar a la policía, mensaje que aparecía como no leído. Pensó entonces que quizá la oiría un vecino, pero tampoco hubo suerte.
Abrió la ventana. No pasaba nadie. Valoró descolgarse por la ella, pero era un primer piso demasiado alto. Y mientras seguía el martilleo de golpes en la puerta y el forcejeo en la cerradura. Llamó atropelladamente a la policía con voz alta para que lo oyera y además le dijo:
-¡Vete! Ya he llamado a la policía. Están en camino. ¡Por tu bien, vete!
-No. Hasta que no te mate, no pararé. ¡Total me da igual lo que pase! Ya me has destrozado la vida. Todas sois iguales.
Se dirigió de nuevo a la ventana. Pensaba en saltar como fuera. Morir de esa manera era mejor que morir en sus manos. No pasaba nadie y mientras se arrepentía por haber alquilado un piso en una calle poco transitada, oyó pasos apresurados que se acercaban. Volvió a mirar por la ventana y vio a Víctor que se disponía a llamar al timbre.
– ¡Víctor, no lo hagas!¡Vete, ya he llamado a la policía!
– ¡María, Luis está libre y viene a por ti!
– ¡Vete de aquí, Víctor! ¡Corre! – decía María a la vez que oía pasos bajando la escalera.
Abrió la puerta. Ya no estaba allí. Seguro que iba a por el chico. No lo pensó y se lanzó escaleras abajo. En el último trecho alguien la asió con violencia por la espalda, inmovilizándola, le tapó la boca al tiempo que la encañonó colocando un arma en su sien. Un olor repúgnate a alcohol acompañaba a todos los insultos y amenazas que le iba susurrando al oído.
En ese momento Víctor abrió la puerta y se encontró de bruces con su pesadilla. La sangre se le heló.
– ¡Suéltala, cobarde! ¡Atrévete conmigo ¡¿O eres de los que solo saben meter miedo a las mujeres? Ya veo que estás borracho. ¡Eres tan débil! ¡Cobarde! ¡Es tu oportunidad, ven!
Luis soltó a María a la vez que emitía un sonido gutural y salvaje, la tiró contra la pared y el arma salió despedida por la barandilla de la escalera. Lleno de rabia se fue a por el chico embistiéndolo con todas sus fuerzas, las mismas que le hicieron caer cuando Víctor se retiró para evitar su golpe. Se intentó levantar, pero el alcohol hizo lo demás, se tambaleó y cayó de nuevo.
En ese momento oyeron aliviados la sirena de la policía. Víctor ayudó a María a levantarse, salieron a la calle y una brisa fresca acarició sus rostros humedecidos por las lágrimas. Esta vez se habían salvado, pero en ellos aún persistía la incertidumbre de si esta sería su última batalla.

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