SIMONA

Por Mª Antonieta Rodríguez-Cadarso

 

Nunca olvidaría la imagen de Simona, tan pequeña y tan fuerte, metida en el agua.

 

Era un día de sol tibio, agradable; ella estaba inmóvil, miraba el fondo de la arena, rodeada de aquel silencio transparente y tranquilo, sólo interrumpido por los cangrejos, negros como arañas, que se enredaban en sus pies, entre los diminutos dedos. Simona tenía miedo, y el terror la paralizaba, pero no lloraba.

 

Tenía claro, ya desde su corta edad, que el miedo no ayudaba y que debía tomar una decisión; aquellos bichos le empezaban a subir por las piernas y veía cómo se iban apoderando de su cuerpo. Los pies le pesaban como losas e intentaba levantarlos, primero uno, después el otro; tiraba fuerte de ellos pero no podía moverlos ni un milímetro; era una lucha titánica y agotadora. Se agitaba allí clavada tratando de que se cayeran los cangrejos y veía aliviada cómo alguno iba soltando sus pinzas y caía en la arena, dejando al aire las marcas en su piel y tiñendo de rojo el verde mar.

 

Cuando estaba a punto de que se comieran sus dedos Simona despertó sobresaltada:

 

“Dios mío, otra vez la pesadilla, el mismo sueño que se repite y no me deja vivir y dormir en paz”, pensó incorporándose en la cama, tratando de no hacer ruido para no despertar a Gaby. Metió con disimulo, casi con miedo, una mano bajo la sábana para comprobar que tenía todos los dedos, y los contó con rapidez; después suspiró aliviada, sintiéndose la mujer más ridícula del mundo. “¿Cómo podía seguir así, contando los dedos de los pies, empapada en sudor tras ese maldito sueño, que la perseguía sin descanso?” Se levantó y fue a la cocina, encendiendo todas las luces que encontraba a su paso, bebió un vaso de agua y trató de tranquilizarse. Regresó a la habitación y vio que todavía eran las cuatro, faltaban tres horas para que sonara el despertador. Se acurrucó junto a Gaby, que dormía profundamente ajeno a todo y poco a poco fue adormeciéndose de nuevo.

 

Nunca se había planteado cuál era, dónde estaba el origen de la pesadilla que la perseguía sin tregua; últimamente dormía muy poco, tenía miedo a cerrar los ojos y sentir de nuevo cómo se le desgarraban los dedos. Estaba desesperada, el trabajo y la falta de descanso la minaban.

 

La vida de Simona era de lo más normal: ingeniera de Caminos, con una carrera exitosa y buen puesto en una empresa que se dedicaba a la conservación de puentes antiguos y emblemáticos alrededor del mundo. Iban allí donde los contrataban y entre sus proyectos estaba la conservación del Tower Bridge en Londres, de la que ella se sentía especialmente orgullosa. Su relación con Gaby, con el que vivía desde hace casi tres años se podía decir que funcionaba, aunque ella siempre suspiraba cuando decía o pensaba esa palabra: “funcionaba”, y la ponía entre comillas porque le daban ganas de llorar al no sentir nada más que eso, que “funcionaba”, como si se tratara de un coche o un tren que te lleva de un lugar a otro. Realmente se iba diluyendo y no entendía por qué, o sí, quizá la falta de algo sólido que compartir, de ilusión, estaba llevándose por delante la relación; añadido al poco empeño que Gaby ponía en nada, o en muy poco de lo que hacían juntos. A él le bastaba con estar, y ya. Muchas veces creía que vivía con un extraño, una persona a la que apenas conocía.

 

En fin, que Simona lo tenía todo para ser feliz y no tenía nada, un contrasentido bastante común, por lo demás.

 

En estos pensamientos se obsesionaba mientras iba de casa al trabajo y de una ciudad a otra. Se agarraba a los puentes que restauraba como si de ellos dependiera su salvación, su felicidad.

 

Simona era joven, inteligente y atractiva; le hubiera gustado ser más alta, pero lo que no le dio la naturaleza se lo dieron los tacones, que pisaba con fuerza allá por donde pasaba. Siempre esbozaba una sonrisa, no le costaba, era su marca personal.

 

En esos días estaba inmersa en la preparación del último viaje a Londres para la supervisión de la finalización del proyecto que tanto trabajo y tanto orgullo le habían dado a partes iguales.

 

Sentía que éste sería un viaje distinto y, ella, una mujer tan segura en su trabajo, acostumbrada a tomar continuamente decisiones y a imponerse cuando fuese necesario, a prever y organizar siempre sabía que, cuando volviera a casa, todo habría cambiado y su mundo jamás sería el mismo. No sabía por qué, pero lo intuía.

 

Después de pasar el día, lluvioso, como de costumbre en Londres, supervisando los detalles y revisiones finales de su trabajo, de reunión en reunión, por fin pudo volver al hotel para descansar antes de tomar el primer vuelo de la mañana.

 

Se duchó, pidió algo ligero para cenar en la habitación y habló con Gaby por teléfono. Una conversación intrascendente y cotidiana, sobre lo que habían hecho ese día y que se verían al día siguiente ya en casa. ¿Por qué no era capaz de expresarle sus sentimientos?” “¿Qué clase de persona era que podía decidir sin dudar sobre cuestiones importantes pero se paralizaba ante la idea de expresar el sentimiento más ínfimo?” Apagó la luz y se puso a dormir. Le costaba conciliar el sueño; aquella noche en su pesadilla habitual entró una nueva imagen: los pies se iban desdibujando en la arena y toda su vida desaparecía delante de ella misma, que miraba, adulta, horrorizada.

 

Cuando dejó el aeropuerto cogió un tren de cercanías. Fue directamente a la empresa y estuvo reunida lo que restaba de mañana. Le costaba trabajo mantener la atención y jugaba nerviosa con un lápiz, que se le cayó varias veces de las manos, distrayendo a todos, sorprendidos por la situación. Al acabar salió casi sin despedirse, precipitadamente.

 

De regreso a casa decidió ir dando un paseo; estaba a una media hora caminando y le apetecía disfrutar de un rato para ella. Siempre le gustaba pararse en un puesto de frutas y verduras que había en una calle cercana y le encantaba estar de charla con el frutero, que le recordaba tanto al de la película Amelie.

 

Mientras paseaba Simona reflexionaba sobre todo lo que había pensado esos días y desearía que se acercasen más las dos vidas que tenía: la personal y la profesional. Seguía sin entender la causa de que fuese capaz de tomar decisiones con calma y llevarlas a cabo pero que tanto le costase enfrentarse a su “anomalía” emocional, como siempre la llamaba medio en broma, medio en serio.

 

En estos pensamientos estaba mientras se acercaba al hogar y desde la calle miró hacia las ventanas de la sala pero pasó de largo, no le apetecía entrar todavía, y como había dejado la maleta en el trabajo se veía cómoda para continuar con el paseo. ¿Cómo empezaría la conversación con Gaby? ¿Qué le diría? ¿Entendería sus sentimientos? Lo imaginaba mirándola con sorpresa y desconcierto, como siempre que le planteaba cualquier cosa y con cara de no saber nada. -¿Qué te pasa Simona, cariño? ¿Estás estresada, cansada? ¿Qué me quieres decir?-

 

Simona sentía que se le encogía el corazón y empequeñecía sin saber reaccionar, como culpable por iniciar la conversación; -¿Realmente tenía derecho a algo? Porque parecía que Gaby estaba contento y se sorprendía. -¿Gaby, cómo podemos estar así? ¿No ves qué está pasando, que lo nuestro no funciona, que yo me ahogo?- ¿Así cómo?- Siempre ves cosas donde no las hay y yo estoy harto. No sé qué más quieres pero creo que pides cosas que sólo viven en tu cabeza y no eres realista. Para mí está todo perfecto y no pienso seguir con esta conversación.- Simona avanzaba por la calle y todas estas ideas bullían dentro de ella.

 

Hacía algo de frío y apenas calentaban los rayos de sol pero el tiempo era agradable. Entró en el parque que le quedaba más cercano y se sentó en un banco; cerró los ojos mientras pensaba y se paró a escuchar a los pájaros y aspirar el aroma de la hierba; le encantaba estar así, callada, quieta, algo que por desgracia hacía bien poca veces. Se levantó unos minutos después y se fue, en dirección a las proximidades de la calle donde compartía piso y vida con Gaby. Las aceras estaban llenas de gente, como siempre, y Simona se fijaba en los viandantes con los que se cruzaba y se paraba de vez en cuando en algún escaparate, distraída.

 

Sus pensamientos se entrelazaban de manera desordenada y saltaban continuamente. Una sensación de nerviosismo la invadía. De repente se echó a reír, recordaba que a los diez años en clase la profesora le preguntó con insistencia el nombre de una población señalando un lugar en el mapa mudo; y cómo la corregía al oír el nombre que la niña le daba. En aquel momento ella le respondió: “Si usted lo dice será ese pueblo pero el nombre que le digo es verdad”. La profesora se calló, simplemente la estaba poniendo a prueba. Esperaba tener ahora esa seguridad que tanto necesitaba.

 

Simona enfiló finalmente la calle que la llevaba a casa.

 

Cada paso que daba era para ella una inyección de energía, tenía una decisión tomada que iba a llevar a cabo sin demora pero le dominaba también la intranquilidad. Esos días le habían servido para ser consciente de que la pesadilla que la perseguía nunca desaparecería hasta que fuera capaz de enfrentarse a sus miedos personales y ahí estaba, dispuesta a dar el primer paso. Sabía que estaba en una etapa de autodestrucción, porque sólo huía de la realidad y no podía, no quería seguir así. También tenía de siempre la sensación de que algo estaba irremediablemente roto entre ellos; la única salida era poner las cartas sobre la mesa y hablar, hablar ella y que hablara él. Le plantearía dos direcciones: avanzar en la relación, adquirir más compromiso por ambas partes o dejarla y hacer vidas separadas. Siempre su duda había sido si realmente Gaby estaba interesado en avanzar juntos.

 

Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Al saludo nadie le respondió y se dirigió a la cocina para prepararse un té mientras esperaba a Gaby.   Se sentó aparentemente tranquila con la taza entre las manos y cuando daba el primer sorbo pensaba las palabras exactas que iba a decirle. Vio un papel encima de la mesa y lo cogió para tirarlo pero se dio cuenta de que había algo escrito con la letra de Gaby, sólo unas palabras, claras y directas:

 

TE DEJO. NUESTRA RELACIÓN SE ACABÓ

 

Simona sintió que el mundo desaparecía bajo sus pies.

 

 

 

Antonieta Rodríguez-Cadarso

 

9-mayo-2021

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