SONRISA DE CARMÍN

Por Eva Blanco de Alba

Cuántas veces había paseado por esa calle tan angosta, la más estrecha de mi pueblo, cogida de la mano de mamá. Ella, cada tarde, ya fuera invierno o verano, quería salir a pasear porque decía que el sol de media tarde y esa brisa suave le sentaban bien y así dormía mejor.
Yo la acompañaba porque me gustaba ver los balcones llenos de geranios, dalias y begonias y caminaba cerrando los ojos para empaparme de su olor. La empedrada pendiente no hacía que mamá bajara el ritmo, sino todo lo contrario y siempre paraba arriba, bajo la sombra del último balcón, resollando. A aquellas horas apenas nos cruzábamos con nadie; solo de vez en cuando ella saludaba con la cabeza a alguna vecina que había salido a regar las plantas de su balcón.
No sé por qué, nunca seguíamos más allá hacia el camino que bajaba a la playa. A mí también me gustaba porque no había casas a lado y lado, sino una empalizada de troncos de formas sinuosas adornadas con buganvillas de diferentes colores, blancas, naranjas, rosadas y la rojiza, mi preferida. Tanto colorido contrastaba con el intenso azul del cielo y el plata del mar, sobre todo a aquellas horas de las tardes de verano.
El pueblo era pequeño, al menos a mí me lo parecía porque todos nos conocíamos; pero a pesar de ello, a mi entender, mamá se mostraba demasiado adusta con nuestros vecinos, incluso con Carmen y Lorena, sus amigas de la niñez. Ella vivía enclaustrada en su interior y no mostraba sus sentimientos. Yo siempre se lo respeté. Ellas también. No obstante, jamás lo entendí. Nunca recibí de ella una muestra de cariño, una confidencia. Bueno…sabía que me quería y yo a ella; supongo que eso nos bastaba a las dos.
Hoy, al volver al pueblo después de casi treinta años, parecía que el tiempo se había parado. Las casas de mi calle, que como todas desembocaban a la glorieta del pueblo, lindaban unas con las otras; yo casi las confundía porque estaban todas construidas de piedra grisácea y cobriza y con sus balcones en flor casi todo el año. La casa estaba intacta, con esa pequeña puerta de entrada que se abría directamente al comedor. El carillón marcaba las cuatro menos cinco, aunque el tiempo había silenciado su tictac. Y el pez de cristal con pinceladas de color naranja y azul seguía bien centrado como siempre en la mesa donde solíamos comer mamá y yo. A lo largo del pasillo, demasiado oscuro para mi gusto, tan solo colgaba un cuadro, una imagen de una pareja y un niño de espaldas contemplando una puesta de sol. Cada día al cruzar el pasillo lo observaba y siempre lo encontraba vencido hacia la izquierda; yo lo alineaba con paciencia hasta que lo centraba entre las irregularidades que formaba la pared de mampostería. Esa imagen me embaucaba cada vez que la miraba, me hablaba cuando la tocaba.

Su cuarto, siempre tan austero, estaba en el fondo. Seguía con el Cristo en el cabezal de la cama y el tapete encima de la consola con su joyero y su pequeña bandeja de plata. Y en el rincón, la mecedora con su cojín de ganchillo. Desde bien pequeña me llamaba la atención ese otro cuadro tan refinado que colgaba discreto y medio escondido en la pared tras la puerta. Me acuerdo que entraba a hurtadillas a admirarlo. No sé por qué me atraía tanto. Era una pintura, pero parecía la foto de una mujer joven, morena, de rasgos melancólicos y una sonrisa triste pintada de carmín. Nunca descubrí si estaba oculto o es que formaba parte de su intimidad.
La casa seguía oliendo a mamá, a brisa fresca, a pesar de los años que llevaba cerrada. Era sencilla, con las paredes de piedra y las vigas de madera de pino en el techo cinceladas a escarpa y martillo. Por unos instantes me detuve en la cocina iluminada por la luz que entraba desde la calle a través de una pequeña ventana. La vieja pica de mármol, los fogones a leña y la silla bajita delante del fuego donde mamá pasaba tantas horas. Le encandilaba el fuego, decía que sus llamas onduladas eran puro arte efímero. Mi habitación, justo en frente, seguía algo más decorada que el resto de estancias. La colcha satinada con estampado de flores a juego con las cortinas. Una alfombrilla verde botella que me encantaba y que ahora veo tan desgastada. Y la mesa, donde tantas horas había pasado leyendo y pintando bajo la luz de una bombilla. Fue sentada en esa silla de espadaña, como solía llamarla mamá,  que decidí estudiar Bellas Artes y donde soñaba que algún día dirigiría mi galería de arte. Pero esa opción nunca fue de su agrado. Ella siempre me decía que por qué no medicina o veterinaria. ¡Qué cansina! Yo le contaba que esto es lo que sentía.
Desde que enviudó -me dijo que yo solo tenía meses de edad-, se encerró en sí misma y en sus rituales diarios, uno de ellos el paseo a media tarde, y tejer a todas horas. Debió ser una mujer muy guapa; su pelo canoso resaltaba sus facciones angulosas, sus ojos verdes, algo hundidos, le daban un aire melancólico y sus labios carnosos dejaban entrever una dentadura casi perfecta. No era muy alta, pero sí de apariencia esbelta, elegante.
Sé que lo pasó mal cuando me fui a estudiar el bachillerato a la ciudad; pero jamás me lo dijo, incluso a sabiendas que no regresaría a vivir al pueblo. Pero ¿por qué nunca me habló de papá?

No fue fácil convencerla para que viniese a vivir conmigo. Aunque gozaba de buena salud, ya no le quedaban amigas en el pueblo y apenas salía de casa, solo para ir a la compra.
No sé cuándo lo decidí, pero nunca quise que mi vida fuera un reflejo de la suya, ni que su desdicha me marcara. Yo era feliz con mi galería de arte y vivía en un apartamento acogedor y soleado en pleno centro de la ciudad, donde siempre había soñado. No me faltaban amistades, ni novios. Al contrario que mamá, jamás me quedé anclada en una relación. A veces, sentadas las dos en el confortable sofá que compré en una tienda de muebles de diseño, le preguntaba por papá, por mis raíces. Ella me miraba como si no me entendiera y volvía a bajar la mirada. Siempre tejiendo, urdiendo sin ton ni son. Tantas veces le pregunté por papá que creo que se volvió autista ante mi insistencia. Nunca antes tuve tanta inquietud, y ahora yo misma me preguntaba el porqué. Quería conocer más sobre mi padre, y porqué ella vivió tantos años de soledad. ¿Fue él la causa de su recogimiento? Un día, con la mirada ida me contestó: no preguntes más, tu padre murió y me dejó sola, sola y con una hija. Nunca más le pregunté por papá.
Mamá falleció de repente, tranquila. Murió igual que vivió, discretamente. Decidí que debía reposar en su pueblo, en nuestro pueblo, ya que ella, igual que yo, habíamos nacido allí.
El día del entierro volví. Ninguna de las dos habíamos pisado sus calles en los últimos treinta años. Mi madre nunca quiso volver, a pesar de que la ciudad le caía encima como una losa. Estando conmigo tampoco fue feliz, por más que yo me esforzara. ¡Qué difícil era sonsacarle una sonrisa!
Ya por la tarde, después de la misa y el entierro, paseé sola por la calle angosta mirando hacia arriba, buscando las flores y su olor. Llegué jadeando hasta el último balcón y bajé, como si alguien me esperara en la casa de mamá.
Y ahí me encontré, sola, escudriñando cada rincón de la casa que me devolvía a mi niñez. Todo me muy tan familiar. Pero ese cuadro en la pared del pasillo me llamó la atención.
Nunca lo había visto. Sí, había un cuadro, el que yo acariciaba cada día. Me acuerdo que le preguntaba quién era el autor y por qué no estaba firmado. Ella nunca me contestó. Ese cuadro que yo adoraba había sido reemplazado por el de un carillón, marcando las cuatro menos cinco, también hiperrealista, firmado por Jean De Luc. Me quedé estupefacta. Yo tenía varios Jean De Luc en la galería para vender y eran los cuadros más cotizados y más apreciados, pero de éste desconocía su existencia.
Mañana mismo, al regresar a la galería, llamaría a Jean De Luc.  Siempre había hablado con su representante en París, pero nunca con él directamente.
­­ –¿Hola? ¿Jean De Luc?
–Sí, yo mismo, me contestó con un claro acento francés.
–Soy marchante de arte y quería  preguntarle sobre su cuadro del carillón.
Se hizo un silencio que me pareció eterno, mientras un escalofrío recorría todo mi cuerpo.
–Hola hija, -me contestó con voz lánguida-. Sabía que te encontraría a través de mis cuadros.

Enmudecí, y por unos segundos toda mi vida transcurrió por mi mente. Y por unos instantes, la mujer del cuadro, tras la puerta del cuarto de mamá, me dedicó una sonrisa de carmín.

A mi hija Marta, mi mayor crítica y mi mayor fan. A la única persona que amé antes de conocerla.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Carmen

    Historia preciosa llena de sentimientos tan reales. Escribir desde lo más profundo del ser transmite empatía y realismo

    Me gusta mucho .

  2. María Mayol Mateu

    Preciosa historia real. Me ha gustado mucho como la has enfocado. Riqueza de vocabulario y mucho sentimiento. El desenlace es muy bonito.

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