STELLA WILSON – Alberto Hugo Orueta Janonne
Por Alberto Hugo Orueta Janonne
De tener algún poder sobrenatural, diría que la médium Stella Wilson, solo poseía el de preparar un insuperable café. Siendo sincero, su habilidad para mantener una conversación pasando el aspirador por el salón con alguien que se estuviera duchando, o averiguar echándote un solo vistazo, no solo cuáles son tus planes para el día, sino cómo iban a terminar, creo que son talentos que traen de serie casi todas las mujeres.
Cada mañana, desde que finalmente se avino a alquilarme una habitación en su apartamento, coincidíamos en la cocina antes de ir al trabajo. Poco, o más bien nada, quedaba en aquellos momentos del ser fascinante y enigmático de la noche anterior. Sin maquillar, con el pelo recogido de cualquier manera, arrebujada en una desvaída bata azul y con sus ojos de diferentes colores enmascarados tras unas gafas de miopía, se asemejaba más a alguno de aquellos espíritus descarnados con los que decía comunicar que al ser humano que los invocaba. Confieso, sin embargo, que esa extraña criatura me provocaba una insondable ternura.
El desayuno era frugal, café negro para dos y tostadas. Las mías sencillas, con mantequilla y mermelada de ciruela, las suyas cubiertas con una sustancia marrón gelatinosa, salpicada de pequeñas esferas negras que preparaba cada noche y se racionaba con tacañería. Sustancia que, como el lector habrá podido intuir, yo tenía terminantemente vetado probar. Las conversaciones que acompañaban esos momentos eran siempre fantásticas. Por aquella época el código deontológico de los médiums debía estar en fase de tramitación parlamentaria, ya que ella explicaba sin tapujos, los avatares de su clientela y la técnica con los que había abordado. Yo contribuía a la conversación más bien poco, aportando las banalidades propias de mi trabajo a las que ella, con educación, parecía prestar ninguna atención.
Me llamo Rodolfo Frías y pese a mis dilatados estudios, desde mi llegada de Guatemala, trabajo en los servicios de limpieza del Ayuntamiento, vamos que soy barrendero. Asumo que para ustedes esta labor ocupa el último puesto en el escalafón de los empleados públicos, ese que tienen destinado a inmigrantes con cualificación igual a cero o menor, pero a mí, aunque el salario esté en línea con lo que recogemos, la profesión me gusta.
Uno de mis momentos preferidos es cuando puedo limpiar el barrio alto y me escapo a almorzar en el parquecillo. Escondidos entre cedros y los imponentes castaños de indias, se esconden cuatro bancos que encuadran una fuente de inspiración helena pero de ejecución más bien bárbara. Allí el aire siempre corre fresco y arrastra un ligero perfume a romero y tierra húmeda.
Ahora, un momento, me van a permitir presentarles a Marina; como creo que ella jamás leerá este relato, puedo anticiparles que no es una gran belleza, es más bien chaparrita, morena y un poco chicharrona. Trabaja como cuidadora de Luisa, una jovencita que padece parálisis cerebral.
Cada día, a las diez y cinco de la mañana, salen puntuales del Centro y Marina le conduce en su silla de ruedas hasta el parque. Las observo, sentado desde uno de los bancos, aparecer entre los setos. Compruebo cómo, no sin pocas dificultades, ella aparca y acomoda a Luisa en el banco. La sitúa cerca de su costado y entonces comienza a colmarla de atenciones y carantoñas. Le cuenta las novedades del mundo, las fiestas de sus padres en el chalet, el pronóstico del tiempo… y esto lo hace con una infinita paciencia y cariño. Yo participo de esa entrañable intimidad escuchando con disimulo.
No creo que haya ningún motivo por el que Marina se pudiera haber fijado nunca en mí (por si a algún lector le interesa, mi madre, que en paz descanse, en este preciso momento está asintiendo con la cabeza desde el más allá). Lo único que quizá podría haberle llamado la atención, era el desmesurado tamaño del bocadillo que llevaba siempre de almuerzo y esta particularidad, con certeza, no es algo seductor para una mujer. Cuando el tiempo de descanso concluye, unos cuarenta y cinco minutos después, con movimientos estudiados de yudoca, devuelve a Luisa a su silla, agacha las caderas, y ayudada de algún resoplido y algún que otro juramento, la va empujando por la gravilla hasta la salida del parque.
Llevaba varias semanas inquieto ante la idea de aproximarme a ella en uno de esos ratos de descanso. Fantaseaba con que charlábamos y con que le invitaba a tomar un café después del trabajo. Mi timidez innata (pusilanimidad exagerada, según mi madre), no obstante, me refrenaba. Hasta que llegó la mañana de aquel luminoso domingo en que, harto de vivir inmerso en esa permanente incertidumbre, decidí dar el paso. Saqué del armario unos vaqueros algo desgastados, pero limpios, la camisa de cuadros azules y el jersey “de la suerte”. Me despedí de Stella que se aprestaba adormilada a abrir las ventanas y ventilar la sala. Al pasar por la cocina observé el bote abierto con aquella cosa dentro vigilándome desde la mesa. Fue al llegar al recibidor cuando me percaté de que olvidaba las llaves de casa, así que con rapidez volví hasta mi habitación, las cogí, pasé por la cocina, miré el bote, engullí tres cucharadas atropelladas y salí a la carrera.
No fue sencillo tragarlas, las esferas negras parecieron recobrar vida propia en mi boca, y luego estaba aquel sabor… aquella textura… me sobrevinieron unas tremendas náuseas. No obstante, dos arcadas y algún escalofrío después, salía por el portal sintiéndome la reencarnación de John Travolta en “Fiebre del sábado noche”.
El reloj marcaba las nueve y veinte, así que de camino al parque decidí comprar un discreto ramo de flores de primavera. Me sentía bastante ridículo e incómodo esperándolas sentado en el banco. Una y otra vez tenía que volver a repetir las frases con las que iniciaría la conversación, ya que era incapaz de ordenar mis pensamientos.
—Tss, Tss, ¡Eh, Carpanta! —escuché una voz con una risita femenina en segundo plano. ¿Qué pasa hoy con el bocata? —la pregunta provenía de mi izquierda, estaba seguro. Me giré, pero ahí no había nadie. Contorsionándome comprobé si alguien se escondía detrás del banco, pero no, tampoco.
—¡No te hagas el tonto!, venga, tío, ¿no tienes unas miguillas, pa’ un padre de familia? —escuché una impostada voz rota, coreada de más risitas de fondo.
A mi izquierda, posada en la cabecera del banco, descansaba una pareja de gorriones, el macho regordete y recogido, la hembra a su lado, estilizada y solemne.
—Así que con florecitas, ¿eh, papanatas? Después de un año le vas a entrar a “mimitos”, ya era hora que le echaras huevos —pio. —Me apuesto dos gusanos contigo a que te da calabazas.
El crujido de la grava frenando las ruedas, y un “veeenga coñññ” salido del alma, anunciaron la llegada de Marina y Luisa. Tras los habituales forcejeos del inicio, con el sol iluminando sus caras y los ojos cerrados, se estaban tomando un respiro.
—Espero que no haya tenido la desfachatez de traerme unas flores —la voz aflautada de Marina sonaba firme y clara en mi cabeza.
—¿Cómo? —pensé.
—Pero míralo, si se ha arreglado —continuaba resonando el discurso. Y me está mirando. Por lo menos no se ha puesto a zampar uno de esos enormes bocadillos mientras finge no espiarnos. ¡Qué tío! No ha tenido la vergüenza de acercarse, ni una sola vez a saludar, o invitarme a salir, ni siquiera la gentileza de ayudarme con el carrito. Pues ya es tarde, acabo de empezar una relación, así que espero que ni se le ocurra acercarse con esa sonrisa idiota que tiene puesta.
En ese momento Marina se incorporó un poco, respiró hondo, abrió un poco los ojos y fijando su mirada en la mía, me sonrió con dulzura.
—Por lo menos, por ahora —volvió a resonar su voz en mi cabeza.
Marina comenzó a describir a Luisa la situación en París por las huelgas. Yo, por mi lado, seguía desconcertado. ¿Pero qué era todo eso? ¿Esos gorriones parlanchines? ¿Desde cuándo tenía telepatía?
—Te lo dije, me debes dos gusanos —sentenció una vocecilla con tono guasón.
De entre las hojas de un hibisco apareció un tercer gorrión, pio y se posó en el asiento del banco cerca de la otra pareja. Me inspeccionó primero con un ojo, luego con el otro y dio un pequeño saltito a su derecha.
—¡Eh, pardales! Flipar. He descubierto restos de un botellón bajo el tilo, donde vive la urraca esa medio tartamuda. Han dejado vasos con priva, patatas fritas y migas de pan de molde por todo el suelo… un banquete… ¿Llamamos a Lalo y sus pichones?
—¡Y un huevo! ¡Vamos! —Me lanzaron un breve piado a modo de despedida, y salieron un tanto descoordinados, en vuelo rasante.
Tras explicar con todo detalle el deportivo descapotable que el padre de Luisa pensaba comprar, Marina comenzó con el parte del tiempo. Unos minutos más tarde, cuando ya estaba todo dispuesto para su regreso al Centro, sonó por última vez su voz en mi cabeza:
—Míralo, ahí parado en el banco como un pasmarote, no sé si alguien será capaz de hacer carrera de él. En fin, ya veremos…
Permanecí sentado, absorto por un largo rato, hasta que poco a poco me sobrevino un terrible dolor de cabeza. El ramo de flores que permanecía a mi lado también se iba quedando mustio. Me sequé las palmas de las manos contra el vaquero y al final me levanté. Pasé la tarde merodeando por la ciudad, haciendo acopio de fuerzas para poder volver al apartamento. Evitaba a toda costa aproximarme a cualquier animal.
Al entrar, percibí un inusual barullo de voces proveniente del salón, sin embargo, no me encontraba con ánimo de curiosear demasiado, así que decidí escurrirme con sigilo en la habitación. Tumbado sobre la colcha, trataba de descifrar, de nuevo sin éxito, lo que me estaba sucediendo, pero al final, derrotado, me puse el pijama, programé el despertador y me acosté.
A la mañana siguiente, tras el abofetear al móvil hasta apagar la alarma, me levanté aliviado al comprobar que la jaqueca había desaparecido. Agudicé el oído, sin embargo, no escuché ningún sonido extraño, un silencio sereno reinaba en la casa y en mi cabeza.
Me duché y me vestí, aunque a veces pienso que sería más correcto utilizar el verbo disfrazar, con la ropa de trabajo: el jersey amarillo y verde, los pantalones azules con bandas reflectantes y unas botonas negras.
Magnetizado acudí a la llamada del café matutino. Como no podría ser de otra manera, allí me esperaba de espaldas Stella preparando su tostada y mirando incrédula el bote de cristal.
—Stella, buenos días. ¿Qué tal ayer?
—Rodolfo, ¿tú sabes qué ha pasado con mi gelatina?
—Bueno Stella —carraspeé. Tengo que confesarte algo… he tomado un poquito… me mataba la curiosidad…
—Pero… ¡Sabes que lo tenías totalmente prohibido! ¿Cuánto es un poquito?
—No sé, media cucharadita, diría…—contesté mostrándole el índice y el pulgar a un centímetro de distancia.
—¡Media cucharadita! Por favor Rodolfo, ¿estás loco? —sus ojos heterocromáticos refulgieron tras las gafas en un gesto de incredulidad. ¡Madre mía!
—¿Qué pasa? —pregunté, a la vez que levantaba los hombros.
—¿Cómo que qué pasa? Con esa dosis… ¡Madre mía! —repitió, Rodolfo… los efectos de psicoquinesis y clariaudiencia podrían durarte como mínimo tres años… deberías ir pensando en un nombre artístico —concluyó con tono sarcástico mientras negaba con la cabeza.
—A mí me gusta “Baldomero”, como aquel pimpollo que tuvimos de vecinito, el que vivía arriba nuestro en el condominio… ¿Qué te parece?: “Baldomero Frías, vidente y médium” —mi madre asomó por la puerta de la cocina con sus escasos pelos pinzados a unos rulos fucsia. Se detuvo en el vano, se ajustó la dentadura postiza y sonrió. El color de su piel combinaba con las zapatillas grises que arrastraba.
—¡Mamá! Pero… ¿Qué haces aquí? Tú, tú, no estabas…
—Ja, ja, grrrrgg… Baldomego Fgías… ¡No hay huevos! —Exclamó, con acento afrancesado, un palomo plateado que caminaba rumboso por la barandilla del balcón…
RELATO DEL TALLER DE:
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María Isabel López Ben
07/10/2024