SU MIRADA

Por Antonio Valderrama

Si le hubieran vaticinado que se iba a convertir en un monstruo, se hubiera suicidado antes de conocer a Andrea. Ya fue tarde cuando la abrió la puerta de la oficina, sólo pensaba en despertar cada mañana para ir a verla.

Después de estar varios meses trabajando juntos se celebró una fiesta de empresa. Contentos y alegres por la bebida, y ya a solas, le ofreció su mano y ella la tomó, se acercó a su mejilla y fue deslizándose por ella, y sus labios la besaron. ¿Qué haces? preguntó Andrea, y volví a besarla. Y él se lo dijo:

−Era lo que siempre había buscado.

El día siguiente a ese primer encuentro era un sábado soleado de primavera. Un fin de semana en el que caminaba solo por Madrid. No tenía su teléfono, pero sí las llaves de la oficina donde los dos trabajaban. Entró y dentro de un ordenador buscó su ficha personal y allí estaba su número.

—    Estoy en el centro de Madrid. Estoy solo. Me gustaría mucho verte, me gustaría tanto que fuera hoy — y así fue cómo habló con ella, cómo comenzaron a quedar, podríamos decir que ese fue el principio.

Siguieron viéndose después del trabajo. Hubo muchos besos y abrazos, miradas y palabras, las mentiras empezaron a surgir, nunca le dijo que estaba casado. En el trabajo disimulaban, pero en la calle no se escondían de nada ni de nadie.

Todas las noches, acostado al lado de su mujer, lloraba en silencio porque la echaba de menos.

En navidad fue cuando comenzó a descomponerse. Las calles ya estaban decoradas, los árboles lucían con los colores de las bombillas. Andrea iba a pasar las vacaciones en su pueblo con su pareja, se iba dos semanas. Él se quedaría en Madrid donde no quería estar. La despidió con un te quiero, y ella le dijo adiós. Cuando volvió a su casa, se había comprado un alcohol fuerte que pudiera suavizarlo con cerveza. Bebía de la botella directamente y luego echaba un trago de cerveza para evitar el dolor que se siente al precipitarse por la garganta. Y así pasaron sus navidades, bebiendo por las noches, creyendo verla durante el día, pensando que abandonaría a su mujer y vomitando por la mañana.

Cuando Andrea llegó a su pueblo todo era distinto. La fuente de piedra estaba sin agua, la plaza de Roturas estaba vacía de niños y no estaban decoradas las calles con detalles navideños. A esa hora temprana las tiendas no deberían estar con él cierre, aunque el cielo no estaba cubierto, las paredes blancas se tornaban grises. Preguntó a sus padres. Habían desaparecido las gemelas y el alcalde había pospuesto la celebración navideña. La noticia le dejó un poco sorprendida, qué raro no haber escuchado una cosa así por la televisión. Se asomó por la ventana y vio a su novio llegando por la calle que daba a la panadería cerrada, esquivó el rosal de la señora Belén, estaba serio, con la mirada pérdida, le resultó que estaba guapo, muy moreno de piel en pleno invierno. Andrea bajo las escaleras del portal y antes de llegar al suelo él la elevó, dieron una vuelta, la besó y le preguntó por el viaje, por Madrid, el trabajo, sus amigos de la capital. Ella le besó, no le apetecía hablar de nada, la historia de las gemelas y volver a tenerle allí le hizo olvidarse de su aventura de Madrid.

A la mañana siguiente su novio volvió a buscarla.

—    Un momento — dijo la madre desde la cocina —, ahora te abro que la niña esta fuera hablando por teléfono.

— ¿Con quién hablabas? — Preguntó él cuando Andrea había colgado.

—    Con mi amiga italiana.

Él no le dio ninguna importancia y cambio de tema.

—    Hoy hemos quedado para comer con todos, ¿te acuerdas? — Le dijo él.

—    Sí, claro.

En Madrid llevaba lloviendo dos días seguidos, siempre llovía en año nuevo. Esa noche la iban a pasar con uno de los hermanos de su mujer. Menos mal que había comprado, no una, sino dos botellas de Ginebra. Desenroscó una de ellas y bebió. Su mujer no estaba. Casi todo ese tiempo lo pasó sentado frente al ordenador esperando un email de Andrea. Se aburría, pensaba en ella, se masturbó varias veces hasta que ya no se le volvió a levantar. Estaba demasiado borracho y tuvo que parar y guardar algo para luego. No recibió nada, ningún correo, su mujer volvió y se fueron a la cena de Año Nuevo.

Centró todas sus fuerzas en mezclar vino tinto con blanco, champán con vino, las uvas con algún licor. El alcohol le hacía olvidarla. No quería pensar en ella, en su maldito pueblo, su novio, su casa… La noche había acabado y ya estaba inconsciente en la cama cuando creyó estar divorciado y viviendo con Andrea.

Al día siguiente su mujer estaba normal, enfadada por lo mucho que bebió, pero normal. Según ella se había dormido enseguida y roncó mucho, se fue al salón para poder descansar.

¡Bien!, había recibido un email. Ella lo había mandado temprano y terminaba con un beso. Lo demás no tuvo ninguna importancia para él. Le contaba algo de un secuestro a unas gemelas, una era amiga suya. Lo volvió a leer de nuevo por si se había escapado algún te echo de menos, o un te quiero. Se tomó dos ibuprofenos y volvió a la cama.

Andrea todos los años celebraba la Nochevieja en casa de un amigo, con dos parejas más y su novio. El salón de su amigo, el hijo del alcalde, era bastante amplio, tenía muebles que el mismo creaba a partir de sobrantes de las obras en las que trabajaba. Una mesa de palés, tubos de polietileno que con cables y una bombilla hacía de lámpara de pie. Todo lo apartaron y su novio lanzó por el suelo toda la documentación que tenían hasta ahora sobre lo que sucedía en el pueblo.

Ella estaba casi dormida cuando escuchaba a su novio. Estaba tumbada y no había prestado atención a nada en concreto y se dejó llevar por esa situación tan ridículamente detectivesca. En ese momento pensaba en su compañero de trabajo de Madrid. Cuando salían se quedaban callados, le gustaba, pero había gestos que la irritaban.  Él se solía morder el labio y se ajustaba el pantalón agarrándose la entrepierna. Recordó aquella noche en una de las fiestas que al director le gustaba tanto hacer. Una amiga le vertió algo en la camiseta. Tuvo que entrar al baño a quitársela, incluso había traspasado el sujetador, también se lo quitó. Él la siguió hasta el baño, y en un segundo le agarró los pechos. El grito que dio Andrea se pudo escuchar en cualquier lugar de la tierra. Lo apartó, se puso su camiseta manchada y se marchó. Lo hablaron, él se disculpó, la quería, fue algo natural, la deseaba tanto. Estaba segura que aquello cambió su manera de mirarle, aunque siguió quedando con él, ya no volvió a ver esa mirada de salido.

Su novio la acompañó a casa. Ella se acostó, durmió regular y a la mañana siguiente encendió el ordenador. Pensaba en viajar a otro lugar, tenía miedo, no se sentía segura en su pueblo. Quería volver al bullicio de la ciudad. Iba a escribir a la persona que había dejado en la capital, con la que se divertía y por el que sentía un cariño especial. Pero no supo qué escribir y lo apagó.

Al día siguiente volvía a Madrid y era el momento de decírselo a su novio. Él no lloró delante de ella. Aún después de haberle dicho que prefería no volver a verle. Andrea se marchaba a Italia, su amiga de allí, la que insistentemente le había llamado tantas veces esas navidades, le había propuesto un negocio y sólo podían constituirlo en el país de los romanos. Ella no lo supo, pero su exnovio lloró desconsoladamente durante días, y aún hoy cree que ella volverá.

El día cinco él tuvo que trabajar, era muy duro estar en Madrid sin Andrea, sabiéndola en Roturas con su novio, sólo quedaban los Reyes Magos y el día siete se incorporaba de sus vacaciones. De camino a casa paró en un chino, compró doce botellas pequeñas de Ballantines. La china insistía en que “más barato botella grande” y al final tuvo que increparla, pues él era el que pagaba y esas botellas se esconden mejor. Antes de llegar a casa vació cuatro de esas botellitas. Sólo había recibido un email suyo, en el que le contaba lo mucho que se aburría. Llegó a casa y no había nadie y llamó a Roturas. La notó un poco callada, aunque siempre solía ser así, y quedaron el día siete para irse a comer solos en la hora de descanso. La idea de volver a verla le excitó, de hablar para consumar por fin su amor, ya que por ahora todavía no se habían acostado. Al colgar el teléfono su mujer llegó a casa. Hacía bastante tiempo que ya no la recibía con un beso, y ella, aunque oliera su aliento, ya no decía nada. Se abrió una Coca-Cola, y ya en el baño, se terminó dos botellitas más.

Pasó todo el día de Reyes Magos bebiendo, de una casa a otra, de una botella a otra, oculto en los baños. A la mañana siguiente amaneció con ojeras, tiritonas, náuseas, un dolor tremendo de cabeza y mal aliento, y así estaba esperándola el día siete en la oficina.

Había llegado a Madrid y estaba muy nerviosa; le iba a ver. En apenas una semana, Andrea se volvía a marchar y no se lo había dicho a su amigo de Madrid. La mañana trascurrió normal en la oficina. Llegó la hora de comer y pidieron vino y pasta en un pequeño restaurante italiano cercano al trabajo. No le recordaba tan raro y bajo de forma.

— ¿Te acuerdas cuando te dije que una amiga iba a crear un negocio en Italia? — Ella le empezó a contar, — ¿te acuerdas cuando te contaba que este no era el trabajo de mi vida, te acuerdas, lo recuerdas?  Me voy a vivir a Italia.

Él la oía, pero no la quería escuchar, la veía, pero ya no estaba allí, quería estar soñando con su cuerpo desnudo, le vinieron imágenes sueltas, peces devorando su mano, el fondo de un inodoro, ganas por beber más y echar el primer polvo con Andrea aderezado con bastante tristeza honda y profunda, quería llorar, vomitar y a la vez se había excitado.

—    Quiero que estés conmigo, odio a mi mujer, pensaba que tú también me quieres — fue lo único que acertó a balbucear.

Bajó su mirada, se fijó en su escote, recordó su culo, se mordió el labio. Ella volvió a ver esa mirada y sintió asco.

FIN

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