SU PASADO EN MI PRESENTE – Belén Díaz Sánchez

Por Belén Díaz Sánchez

Escuché una vez, de manera accidental, que existe una conexión especial entre las abuelas maternas y las nietas. La teoría, aunque no avalada científicamente, sí está soportada por varios estudios y dice que hay una poderosa conexión espiritual entre ellas que va más allá de la pura herencia genética que generosamente nos conceden. Todo lo que ella vivió y sintió en el momento de la concepción y durante el embarazo de su hija, queda inscrito en el ADN de sus genes, y ese legado es transferido a las nietas, sin ser conscientes de ello. Parece que, de esta forma, las abuelas nos conectan con nuestra parte femenina y nos enseñan a confiar en nuestros instintos. Nos trasladan su fortaleza y también las huellas de momentos difíciles que pudiesen haber vivido en ese periodo.
Cierto es que, en aquel momento, no le di mucho crédito a la historia, pero recientes circunstancias que han sucedido en mi vida la han traído a mi memoria y me han hecho recordar a mi abuela materna. No tanto por la figura entrañable que sin duda fue, sino por la mujer que tuvo que afrontar situaciones muy adversas a lo largo de su vida. ¿Y si esa herencia y ese nexo espiritual de los que nunca he sido consciente realmente existiesen? ¿Y si es ahora cuando me doy cuenta de que su fuerza siempre ha estado ahí para ayudarme?
Sea como fuere, quiero dejar mis recuerdos sobre ella como legado a mis hijas. La mayor parte de ellos, los que ahora me ayudan a contar su historia, los tengo gracias a mi madre, ya que, desgraciadamente, con mi abuela sólo conviví hasta mi adolescencia. Esa etapa egoísta en la que eres incapaz de ver más allá y entender el porqué de las cosas. Ahora que tengo capacidad para valorar su coraje, creo que su historia merece la pena ser contada.
Mi abuela materna se llamaba Manuela Leiva. Nació en 1921, en el seno de una familia acomodada para los estándares de la época. Su padre, Leopoldo, hombre intrépido y espabilado, había emigrado a Madrid desde su Andalucía natal consiguiendo prosperar gracias al emergente negocio de la compraventa de vehículos. Vivían en una zona algo alejada del centro de la ciudad, en un piso en la calle Manuel Becerra. Sin grandes lujos, los ingresos de su padre permitían cubrir holgadamente las necesidades de la familia. Siempre recordó su infancia como una etapa feliz, aunque demasiado corta para compensar los devenires que el destino le tenía preparados.
Su padre falleció de manera prematura, dejando sola a su mujer, Emilia, con cuatro hijos y un quinto en camino. Mi abuela tenía por aquel entonces doce años. Si quedaba algo de niñez en ella, se esfumó al verse inmersa en una nueva realidad que le obligó a madurar con rapidez. Su madre, sin tener ninguna experiencia laboral más allá de las habilidades propias de un ama de casa, se vio obligada a buscar sustento económico para la familia, viendo como los ahorros se iban consumiendo a un ritmo imparable. Sin pocos apuros, consiguió finalmente un empleo en el grupo de costureras que confeccionaban uniformes para el ejército. Cada semana acudía a los talleres centrales donde recogía su encargo junto con la tela y los materiales necesarios para la confección de las nuevas unidades. Le permitían trabajar desde casa, y de esta forma, podía atender a sus hijos pequeños. Los mayores, conscientes de la situación pese a su todavía temprana edad, colaboraban en la faena, unos cosían botones, otros hacían ojales… cada uno en la medida de sus posibilidades.
Así fueron transcurriendo los años hasta el estallido de la Guerra Civil en julio de 1936. La sufrida Emilia, consciente del peligro y de las difíciles circunstancias a las que se iban a tener que enfrentar, buscó el apoyo de la familia con el propósito de enviar a sus hijos a lugares más tranquilos y apartados del conflicto bélico. Además de protegerlos, quería conseguir una mayor autonomía para trabajar y poder mantenerlos en un contexto de máxima incertidumbre. Con dieciséis años, mi abuela se trasladó a Río Tinto con la familia de sus abuelos paternos. Alejada de sus hermanos, se vio obligada a vivir en un entorno muy diferente. Allí todo giraba en torno a los yacimientos mineros cuya explotación era gestionada por una Compañía británica, Río Tinto Company Limited. Ella, curiosa por naturaleza, enseguida se sintió atraída por las costumbres de la pequeña comunidad inglesa que formaban las familias de los directivos de la RTCL. Fueron pocas las ocasiones de relacionarse con ellos, pero la parafernalia de la hora del té o la sofisticada forma de vestir de las mujeres dejaron huella en ella, un aire elegante que siempre la acompañaría.
Al finalizar la guerra regresó a Madrid, tenía ya dieciocho años. La alegría del reencuentro con su familia quedaría eclipsada por la cruda realidad de la posguerra, época especialmente dura donde la escasez y el hambre hicieron estragos en la población. Muchos años después, siendo yo niña, ella me contaría el hambre que pasó y las miserias que sufrieron con el racionamiento de alimentos. Para mí en aquel entonces, no fue fácil entender lo que me relataba y por qué las mondas de patata eran su alimento habitual.
Manuela había aprendido el oficio de costurera de su madre, y trabajaba con ella en los encargos que, tras la guerra, seguían recibiendo. Todos los lunes cogía un tranvía que la llevaba hasta la zona suroeste de Madrid, por la Ermita del Santo, donde recogía el pedido. Uno de esos días observó a un chico alto y muy apuesto que no dejaba de mirarla. La escena, que pasó a convertirse en el momento más emocionante de la semana, se repitió durante algún tiempo, hasta que uno de esos lunes, él se colocó a su lado y se decidió a hablar con ella. Sin ser consciente de que este hecho cambiaría el rumbo de su vida, las conversaciones se fueron prolongando hasta convertirse en una relación que ella mantenía todavía oculta en su familia. Manuela tenía diecinueve años. Hasta aquel momento, otros habían tomado las decisiones por ella, había vivido momentos difíciles, pero todos ellos habían sido sobrevenidos por las circunstancias familiares o la coyuntura política y social del país. Ahora era ella la que tomaba las riendas de su vida y decidía adentrarse en un nuevo camino. Sabía que corría riesgos, pero había una fuerza superior a su propia voluntad que la empujaba. Tras pocos meses de relación, quedó embarazada. Las circunstancias desfavorables junto con los prejuicios de la época no se lo pondrían fácil, pero ella estaba dispuesta a seguir adelante y confiaba en tener el apoyo de su madre. Sabía que la quería por encima de todo y no podía abandonarla en una situación tan comprometida.
Y así fue, su madre se puso de su lado y tomó la iniciativa de ir a hablar con la familia de él. El mensaje fue claro: ellas tendrían el bebé con o sin su apoyo. Lo cierto es que la primera reacción no fue muy considerada por parte de su futura suegra, pero en aquel momento, Paco, como él se llamaba, no eludió su responsabilidad y finalmente se casaron. El niño nació en 1941, tras un parto complicado; le llamaron Alberto. Era un niño precioso, pero sea por la adversidad que los rodeaba, por la inmadurez de ambos o el conjunto de todo, resultó ser una relación complicada que se vio abocada a la separación. Así, Manuela se trasladó de nuevo con su hijo a la casa de su madre. Poco tiempo después, como si el destino hubiese urdido una conjura contra ella, el niño enfermó de meningitis a los cuatro años. Su existencia se convirtió en largas jornadas de hospital donde el agotamiento y la frustración por no poder evitar un proceso inexorable se apoderó de ella. Uno de esos días, cuando estaba velando por su hijo, uno de sus hermanos acudió al hospital para decirle que su madre, Emilia, había sufrido un desvanecimiento y se encontraba también en situación crítica. Manuela, ese fatídico día decide dejar a su hijo e ir corriendo a ver a su madre. Cuando llegó descubrió que era demasiado tarde. Su madre había fallecido dejando un profundo vacío. ¿Qué haría ahora sin ella, sin su apoyo incondicional? Siendo consciente de que ya poco podía hacer allí, logró reponerse y decidió volver junto a su hijo. Lo que no esperaba encontrar era la terrible escena de su hijo muerto. Tampoco había podido llegar a tiempo para estar con él en sus últimas horas. El dolor que sentía era tan profundo que eclipsaba la pena por su madre. El destino nuevamente le estaba jugando una mala pasada, pero esta vez la prueba era demasiado dura, demasiado cruel. ¿Cómo superar la muerte de un hijo y una madre el mismo día? Sin haberse podido despedir de ellos… Este dolor la acompañaría siempre, y no sería hasta muchos años después, ya casi al final de su vida, intensa y dura, cuando confesara, que, si tuviera la posibilidad de elegir, elegiría poder decir adiós a su madre.
La soledad y una profunda tristeza fueron sus compañeros de viaje durante mucho tiempo. Tiempo en el que siguió separada de su marido. Paco estaba pendiente de ella y observaba sus pasos desde la distancia, preguntaba a sus hermanos y se interesaba por su estado. Era atractiva y no le faltaban pretendientes, incluso un locutor de radio que posteriormente se hizo famoso. Nunca sabremos si volvió con Paco por amor, pero el hecho es que volvieron juntos al cabo de los años. Se trasladaron a un pequeño piso alquilado en la calle del Águila, sin calefacción ni agua caliente, en peores condiciones que a las que estaba acostumbrada. Pese a la adversidad, decidieron volver a tener hijos y, voluntariamente, Manuela se sometió a una operación para corregir los problemas derivados de su primer parto. A los cuatro años del fallecimiento de Alberto, llegó mi madre al mundo, la primera de otros cinco hijos. ¿Y por qué tantos?, se preguntó muchas veces mi madre. ¿No eran conscientes de la situación tan complicada en la que vivían? Ahora ya no es posible responder a esas preguntas, ella ya no está.
La vida con mi abuelo no fue nada fácil. Él era un hombre vividor que siempre mantuvo su espacio, sus amigos, sus juergas e incluso su dinero al margen de la familia. Manuela recibía una asignación que a duras penas le permitía cubrir las necesidades de sus hijos. Se veía obligada a buscar trabajos para poder llegar a fin de mes, como costurera, como cocinera, limpiaba en casas, hacía jabón y lo vendía. Era una luchadora y trabajadora sin igual, con una fortaleza que sólo descubren aquellos a los que la vida les ha colocado en situaciones extremadamente difíciles.
Mi abuelo Paco tuvo una afección en el corazón a los cincuenta años, lo que le obligó a tener una vida mucho más tranquila sabiendo que le quedaba poco tiempo. Sus tres hijos mayores se casaron y los nietos le dieron la serenidad y la alegría que necesitaba en sus últimos años. Falleció joven, con cincuenta y cinco años. Manuela lo hizo mucho más tarde, con setenta y cuatro años, el 29 de agosto de 1995. Quiero pensar que al menos estos años sí los disfrutó. Lo merecía tanto…
Yo fui la primera nieta. La primera como lo fue mi abuela, y como lo fue mi madre. No he llegado a saber si mi bisabuela también lo fue, pero, en cualquier caso, no tengo dudas de que también fue una mujer valiente y fuerte. Ahora, en momentos de adversidad, puedo sentir la fortaleza de Manuela que me ayuda a seguir adelante cuando la vida se empeña en ponerme a prueba una y otra vez. Confío en que mis hijas también tengan su determinación o, al menos, no olviden de dónde vienen.

 

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