SUS DOS «YOES» – Mª Dolores Aguilar Valero

Por Mª Dolores Aguilar Valero

Como cada mañana, en el baño, se miró al espejo y no se reconoció. Al otro lado estaba su rostro, pero ella no. La muerte de su hijo la había desfigurado para siempre. Fue en aquel momento, cuando eligió su destino…. Habían pasado ya siete años de su pérdida.

No podía continuar con ese desasosiego, su ira estaba desbocada y su relación con el resto de los mortales se estaba haciendo insostenible. Lola era, en ese momento, un volcán en erupción. Soltaba lava sin medida, tan ardiente, que era imposible acercarse a ella sin quemarse.

Siempre fue energía en estado puro, pero ahora, ese alto voltaje se estaba volviendo contra ella.

Era una luchadora incansable. Cualquier persona de su entorno conocía su fortaleza. Nada era imposible para ella, pero aquella tragedia había descosido el traje de su vida, aquel que fue confeccionando durante años con muchas puntadas de esfuerzo y amor. Se quedó desnuda, expuesta y vulnerable. Luchaba internamente para no flaquear. No se permitía ser o mostrarse débil. No estaba en su ADN. Esa actitud de autoexigencia la estaba conduciendo al abismo.

Era una mujer singular y extraordinaria que no dejaba indiferente a nadie y que jamás pedía ayuda, pero la necesitaba…

A los dos años de su tragedia, empezó a asistir a la consulta de una psicóloga y por fin, asumió su impotencia. Su alma y su cuerpo habían cambiado, eran unos desconocidos y no era capaz de ejercer el control sobre ellos. Su antigua versión se había esfumado. Durante casi cinco años, y de forma intermitente, fueron compartiendo todas las emociones que la perturbaban: odio, rabia, ira y un sufrimiento tan intenso que le impedía conseguir la dosis de paz que ella tanto necesitaba para seguir sobreviviendo.

Era una mujer pequeña, metro y medio de estatura mal medido, como ella decía de broma, pelo corto, cobrizo teñido, con mechas de colores diversos, que iba cambiando continuamente de tonos según su estado de ánimo. Estaba algo “rellenita” pero lo disimulaba bien con la ropa moderna que llevaba. Tenía cincuenta y dos años, pero una vitalidad de veinte.

Cita a cita, Julieta, su terapeuta, se fue adentrando en las profundidades de su ego y de su ser para intentar aliviar en la medida de lo posible esa lucha interna que mantenía consigo misma. Cada vez que entraba por la puerta se daban un gran abrazo y, esos segundos, le resultaban muy confortables. En ese tiempo de terapia, conseguía conectar con su mundo interior, aquel del que intentaba huir cada día pero que le era muy necesario abordar para poder seguir adelante.

Poco a poco fue contándole su historia….

 

Compartía su vida desde hacía dos años con Rafa, su nueva pareja, compañeros de trabajo y amantes durante 8 años.

Mientras vivían su gran pasión, ambos estaban casados desde hacía más de veinte años: ella con tres hijos y él con dos. Decidieron dejar el trabajo, montar una empresa juntos y compartir su vida. Ambos intuían que aquella aventura no estaría exenta de complicaciones y dificultades pero, después de tantos años de una relación tan intensa no solo sexual sino tierna y romántica, necesitaban dar visibilidad a su amor y experimentar sensaciones distintas y sencillas fuera de esas habitaciones de hotel donde daban rienda suelta a sus deseos e ilusiones: besarse en la calle sin el miedo a ser observados, ir al cine, viajar juntos y, en definitiva formalizar su vínculo más allá de su refugio, esas cuatro paredes, en la que eran absolutamente libres.

Estar juntos había sido una batalla ardua y compleja, repleta de obstáculos. Lo consiguieron, sí, aunque no con el final feliz de las películas de Doris Day, sino con consecuencias predecibles pero muy duras para ambos. Fueron dejando muchos heridos en el camino. Su «castillo en el aire» había aterrizado brutalmente en tierra convirtiéndose por momentos en «la casa de los horrores». Su feliz, secreta pero desleal relación chocó de bruces con una realidad más desgarradora de la que esperaban.

Sus separaciones habían sido muy diferentes. La de ella sencilla y pacífica. La de él muy traumática y dolorosa.

Rafa era un hombre tranquilo, cuatro años mayor que ella, que, al fin, había encontrado en Lola, el amor de su vida, después de una vida extramarital muy intensa. Su exmujer, en aquel momento, estaba en remisión de un cáncer de mama. Era una mujer sencilla, de cultura limitada, dependiente al cien por cien de su marido en todos los aspectos, absolutamente despechada y sin recursos mentales suficientes para abordar una vida sola, en su pueblo, con sus hijos adolescentes, uno de ellos bastante conflictivo.

El cóctel estaba servido. La mezcla de todos estos ingredientes: divorcios, parejas destruidas, hijos desconcertados… hizo que el equilibrio de Lola se quebrara por completo, su estabilidad emocional se iba tambaleando, pero ella era una mujer intensa que no se rendía nunca, que sabía sobreponerse a los obstáculos y los iba sorteando, hasta que ocurrió su tragedia: su hijo Daniel, el mediano de los tres, era encontrado muerto, en su cama, por su hermano pequeño, a causa de coquetear por primera vez con las drogas junto con un amigo del instituto la noche anterior, mientras su padre estaba Londres en un viaje de trabajo. En esos momentos, Lola, en acuerdo con su exmarido, vivía junto con su pareja desde hacía un año y sus hijos vivían con su padre en el antiguo domicilio familiar.

Aquella llamada lo cambio todo:

-Mamá, Dani está en la cama y le he llamado muchas veces y no me contesta- le dijo su hijo menor Pablo muy asustado.

-Estará muy dormido, se acostaría tarde anoche, como siempre-contestó Lola

-No mamá. No se mueve-contestó bastante alterado.

En aquel instante, algo en sus tripas se revolvió y sintió un miedo visceral e incontrolado que tan solo se conoce cuando se es madre.

-Tranquilo Pablo. Voy para allá- dijo Lola balbuceando e intentando no expresar su nerviosismo.

Al llegar a casa y subir a zancadas a la habitación de su hijo, lo tocó y lo supo inmediatamente. Estaba frío, no tenía pulso, lo abrazó, lo besó y llamó al 112, que llegó al poco tiempo y certificó su muerte.

 

A partir de ese instante Lola se transformó en un ser desconocido para ella misma. Se disfrazó de un personaje diferente con el que podía mantenerse a flote y podía sufrir en silencio sin tener que rendir cuentas a su anterior «yo». Blindó su alma y su corazón al resto de los mortales. Esa coraza que la rodeaba impedía el paso de cualquier tipo de agresión o dolor. Sus emociones estaban en carne viva y cualquier mínimo roce la alteraba sobremanera. Se volvió fría, distante y desconcertante para todos los que la rodeaban. Se convirtió en una minusválida emocional, como ella siempre decía. Estaba indefensa, pero nadie lo notaba.

Era una mujer autosuficiente, una máquina de trabajar, incansable hasta la saciedad. Llenaba cada segundo con una actividad casi patológica. No se permitía el lujo de desfallecer ya que, de ese modo, su mente nunca descansaba y no dejaba paso a sus pensamientos más trágicos.

En los momentos de tiempo libre, dejaba abierta su herida y, cuando llegaba el momento de dejarla sangrar, entonces discutía brutalmente con Rafa. Cualquier excusa era perfecta para gritar, escupir su ira y arrojar su enojo contra el mundo, aquel que le había arrebatado a su hijo sin motivo.

Las primeras sesiones que tuvo con la psicóloga tuvieron un componente muy emotivo. Cuando cruzaba por la puerta necesitaba «vomitar» sus momentos de tristeza de la semana. Ella intentaba calmarla con música relajante, velas aromáticas, ejercicios corporales, pero todo era inútil….

-! ¡Hola Julieta! -decía al llegar

-Hola, ¿Qué tal te encuentras hoy? -preguntaba la psicóloga con poca esperanza de alguna respuesta distinta de los últimos meses.

-Muy mal. Ya sabes…No puedo más. Mi organismo funciona sin control. Es un laberinto del que no puedo salir-respondía una y otra vez llorando desconsoladamente.

 

Nada ni nadie podía ayudarla. Libraba sola, en su interior, una batalla que no sabía ni quería ganar. Era incapaz de compartirlo con nadie. La soledad era su auténtica compañera.

El hecho de poder respirar mientras su hijo no podía hacerlo, le atormentaba. Pensaba que cada inspiración de aire que tomaba era un regalo prohibido que no merecía por el mero hecho de seguir viva. Siempre supo que jamás volvería a experimentar ningún momento de felicidad plena. Era muy consciente de que, para ella, el mundo, tal y como lo conocía, había terminado.

Su vida de pareja, también, se estaba desmoronando. Su sexualidad y su intimidad estaba aletargada. Su cuerpo bloqueado e inactivo.

Rafa era el muro donde arrojar los excrementos de su rabia y ella sabía que lo estaba destrozando. Lo maltrataba sin querer, pero siempre estaba ahí, esquivando los golpes, cual boxeador experimentado. Le ofrecía incondicionalmente todo su amor y sus brazos cuando los necesitaba. No desfallecía. Él todavía veía en ella a la Lola anterior, la que le hizo disfrutar durante tanto tiempo. Recordaba aún sus tiernas caricias, su deseo, su vitalidad, sus palabras románticas y su calor. Era consciente que se había convertido en un animal herido al que cuidar y mimar. Eso es lo que estuvo haciendo de forma incansable demostrando valentía, coraje y comprensión. La estuvo acompañando día a día en su viaje desesperado a ninguna parte. Sentía una gran impotencia por no poder hacer más.

Su vida se había convertido en un terrible parque de atracciones, con toboganes de estados de ánimo que subían y bajaban, un tiovivo de emociones que giraba sin cesar alrededor de un alma quebradiza y una noria emocional que daba vueltas y vueltas, que nunca paraba, y que siempre la llevaba al mismo sitio: su desesperación.

Después de cinco años de terapia, de una eterna agonía, de palabras desgastadas, llantos desconsolados, intimidades desgarradoras y propósitos incumplidos, seguía rota por dentro, aunque estaba librando una batalla de supervivencia brutal, la cual la estaba agotando física y mentalmente.

Cuando estaba tranquila y lograba reflexionar, pensaba en la vida y en como llegamos a ella desnudos, como una hoja en blanco, quizá, tan solo, con parte del título escrito, fruto de nuestros genes heredados, pero la vamos escribiendo minuciosamente, como en un relato, buscando los mejores vocablos con nuestras relaciones familiares, escogiendo los mejores adjetivos con la elección de nuestros amigos, entonando las mejores frases con el amor de nuestras parejas y la educación de nuestros hijos, encontrando el tono adecuado con nuestro trabajo y equivocándonos muchas veces con nuestras decisiones personales. El texto que nos va saliendo nunca está exento de tachones, de borrones y cuentas nuevas, de marchas atrás, de valentía y de actos cobardes; de momentos alegres y tristes; de aciertos y errores. En definitiva, todos queremos que la redacción final del texto de nuestra experiencia vital sea óptima, que no sea demasiado aburrida ni tediosa, que sea de fácil lectura, pero…

-! ¡Somos tan vulnerables, tan frágiles…! pensaba a menudo. Un descuido del destino, un solo incidente traumático puede cambiar esa historia por completo, emborronar todo el contenido y empujarte a empezar de nuevo, a reescribir todo otra vez…porque eres única, porque eres madre, porque eres compañera y amiga, ¿porque sigues respirando y tu vida importa… o no? – se preguntaba cada día.

La respuesta la encontró al otro lado del espejo.

Era el final y lo sabía…

 

Aquel día, no lo pensó. Cogió su coche y decidida llegó a su destino: una casa en un pequeño pueblo en Asturias, donde escapaba a menudo. La tierra que abrazó su dolor y le brindó los únicos momentos de paz de los últimos años, ofreciéndole su exultante naturaleza para intentar paliar su desesperanza, sin éxito. Caminó lentamente hacia el bello acantilado donde arrojó, junto con sus otros dos hijos, los últimos restos de Dani unos meses atrás. Aquel mar bravo que limitaba al horizonte y que tanto amaba, la estaba esperando, intuyendo que algún día, sigilosa, volvería allí para reunirse con su hijo

No le defraudó….

 

 

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