TARZÁN

Por Francisco Rodríguez López

Recuerdo la primera vez que lo vi. Yo tenía diez u once años. Desde la ventana contemplaba el día soleado y la fina capa de hielo que brillaba sobre las carrocerías de los coches. Mi madre necesitaba hilo negro y me pidió que saliese a comprarlo a la mercería. Cuando cruzaba el puente sobre el río, escuché un ruido distinto al rumor habitual del agua. Me quedé boquiabierto al observar a un hombre nadando en mitad del cauce. En un principio creí que se había caído, pero sus brazadas no eran de mera supervivencia. Ni los días más calurosos era capaz de bañarme allí; sólo rozaba el agua con los dedos de los pies e inmediatamente las buenas   intenciones   de refrescarme quedaban descartadas. Aquella escena me dejó hipnotizado porque era la primera vez que veía algo tan fuera de lo normal. Con rapidez regresé a casa y conté el extraño suceso pero, lejos de asombrarse, mi madre aclaró:

“A ese hombre le llamamos Tarzán. Ya no debe de ser muy joven. No está muy en sus cabales. Pero tú a lo tuyo. ¿Y el hilo? No me digas que lo has olvidado. ¡Anda y vete corriendo antes de que cierren!”.

Desde entonces Tarzán se convirtió no voy a decir en una obsesión, pero sí en una figura que de manera habitual venía a mi mente. Quería saber más detalles sobre él y su vida. Algunos se los escuchaba a los mayores y otros, la mayor parte, los investigaba por mí mismo. Cuando tenía ocasión lo seguía a distancia; esperaba en el puente a que iniciase su rutina diaria del baño y, cuando finalizaba, lo seguía un buen rato hasta que tenía que volver a casa. Averigüé que era muy buen carpintero y que residía en las afueras del pueblo, en una cabaña de madera, más bien pequeña, que utilizaba también de taller. No sólo se dedicaba a hacer puertas o muebles, sino que también esculpía tallas de bustos, animales y árboles que exponía alrededor de su casa. No se relacionaba con nadie excepto para los encargos profesionales. En eso se parecía al Tarzán que yo había visto en las películas; vivía en soledad y libertad, incluso con una actitud de rebeldía. Mucha gente parecía tenerle no voy a decir miedo, pero sí respeto; otros lo ignoraban e incluso no pocos lo despreciaban por su manera de actuar.

Este Tarzán no tenía una Chita pero sí un enorme y precioso pastor alemán que lo seguía a todas partes. Antes del chapuzón habitual, salían a correr temprano los caminos que bordeaban el pueblo y, luego, el perro lo esperaba pacientemente en la orilla hasta que salía, momento en el cual comenzaba a saltar con excitación alrededor de su dueño. Eran inseparables.

Tarzán era alto y fuerte, con una larga melena de abundante pelo negro, siempre alborotado, y unos brazos y torso musculados. Su piel estaba curtida y se le marcaban tres grandes arrugas horizontales en su frente que parecían hacer juego con sus espesas cejas. Vestía con ropas sencillas, calzaba siempre alpargatas y no se ponía calcetines ni

 

en invierno. Nunca lo oí hablar ni le vi sonreír. Se dirigía a su perro sólo mediante gestos y silbidos.

La pesca era una de sus actividades preferidas; lanzaba la caña siempre en el mismo lugar y aguardaba pacientemente horas. En ocasiones me iba a comer y, cuando volvía por la tarde, seguía allí. También la practicaba de un modo más sorprendente. En una de las veces que lo acechaba vi que se introducía en el agua caminando con cautela. De repente, se agachó en una zona de remanso de la corriente con la vista clavada en un punto fijo. Así permaneció un instante tras el cual comenzó, muy despacio, a sumergir la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos ejecutó un movimiento brusco. El resultado me dejó, otra vez, impresionado; al incorporarse llevaba en sus manos un pez.

Me indignaba la mala opinión que el resto de la gente tenía de él. Una tarde en la que mi madre y sus amigas tenían una animada reunión alrededor de la mesa camilla, las escuché desde la habitación contigua. Hablaban de sus cosas: el ganchillo, las recetas de los dulces de Navidad, el tiempo que iba a venir y de otros temas relacionados con su labor en las actividades de la iglesia. Como siempre, también criticaban a ciertos vecinos cuyo comportamiento no consideraban correcto; Pepe, el sastre, y lo que ellas llamaban sus líos de faldas, los vestidos tan caros de Maruja, la mujer del alcalde y así muchos más. Y, por casualidad, aquel día pasaron a hablar de Tarzán. Hicieron memoria acerca de la historia de varios chiquillos que habían cometido una travesura años atrás; cuando anochecía, entraron en la huerta de uno de los aldeanos y, tras saltar la cerca, agarraron una gallina. A la pobre le cortaron el cuello simplemente como diversión. Todos culparon a Tarzán porque decían que había sido el instigador. Lo que más me impactó fue que afirmaban de él que iría infierno por ateo y que el demonio dominaba su espíritu. Yo, aunque no quería creerles y me incomodaba que dijesen todo eso, me preocupé por aquel hombre al que admiraba. ¿Por qué se enfrentaba a Dios? ¿Cómo podía condenarse a vivir a perpetuidad entre llamas? ¿Por qué se comportaba así? Aún con la angustia de verlo perdido para la eternidad, por las noches soñaba que era él, que tenía un perro como el suyo y que gozaba mis días de aquella manera tan libre, haciendo lo que me apetecía.

En aquel verano salí varias veces a jugar con mis amigos en bicicleta. Subíamos a los montes y recorríamos las aldeas cercanas simulando que éramos grandes ciclistas de la Vuelta a España. Una tarde que volvíamos de nuestra excursión quedé rezagado del grupo porque me encontraba muy cansado. Intenté acelerar la marcha y tuve la mala suerte de derrapar en una curva. El trompazo que sufrí fue tremendo. Había salido despedido del camino unos cuantos metros. La vegetación casi me cubría por entero. Durante un tiempo me encontré aturdido. La pierna derecha me dolía horrores, por lo que no pude incorporarme. Empecé a chillar pidiendo auxilio pero el silencio era lo único que obtenía por respuesta. Estaba lejos del pueblo y comenzaba a anochecer. Ya

 

desesperado, y con los ojos llenos de lágrimas, oí un ruido. Me temí lo peor; que un lobo u otro animal salvaje acabase conmigo. Callé inmediatamente e intenté ocultarme. De repente sentí cómo un hocico comenzó a olfatear mis piernas. Estaba perdido. Sin embargo, y para mi alivio, me percaté de que la terrible fiera era un perro y que, detrás de él, aparecía Tarzán. En ese instante no fui capaz de decirle nada y él, sin preguntar, me tomó en sus brazos. Supongo que me dormí por el cansancio y la tensión del accidente. Cuando desperté, me encontraba a la puerta de casa. Jamás dije cómo había conseguido regresar con un hueso roto ni de dónde había sacado la pequeña talla de un pastor alemán que me acompaña desde entonces en la mesilla de mi habitación.

Un día de las siguientes Navidades, mi tía Julia, que trabajaba en Alemania, estaba de visita en el pueblo y nos trajo unos bombones que estaban buenísimos. Después de que me zampara casi todos los de la caja, mi madre tuvo que llevarme al médico porque tenía fuertes dolores de estómago. Yo no le había dicho nada de mi dulce festín por miedo al castigo. Tras largo rato, sentados en la salita de espera, vimos cómo el doctor abría la puerta de la consulta y hablaba a un paciente al que despedía:

“Recuerde llevar consigo el volante cuando vaya a hacerse las pruebas al hospital.

Lo llamaré en cuanto me envíen los resultados. ¡Cuídese!”.

El paciente era Tarzán, callado como siempre, cabizbajo y algo renqueante, sin cruzar la mirada con nadie. De nuevo me desconcertó porque no entendí que un hombre como él fuese vulnerable a una enfermedad.

Unos meses más tarde falleció. Aquel día fue la única vez que me bañé en el río. Su perro me esperaba en la orilla.

Creo que uno comienza a hacerse mayor cuando entiende que los ídolos no son inmortales.

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