¿TE CUENTO UN SECRETO?

Por Andrea Pérez García

4 de marzo
Son las cuatro de la mañana. No oigo nada salvo las olas del mar bailando un vals
con  la  arena.  Me  gusta  dormir  con  la  ventana  abierta,  aunque  sé  que  de  madrugada  la
humedad no me deja descansar. Tengo los pies fríos, la manta no llega a cubrirme entera,
pero estoy tan cansada que soy incapaz de levantarme a cerrar la ventana.
Afortunadamente, Pelusa, mi gata persa, hace las veces de calentador dormitando sobre
mis pies.
Hoy he vuelto a tener el mismo sueño de los últimos días. Es muy simple a la par
que extraño. Una espesa niebla me impide reconocer el lugar en el que me encuentro y lo
único que identifico es esa voz blanca y aguda, que tantos buenos recuerdos me trae. Me
susurra  una  pregunta  al  oído: ¿Te  cuento  un  secreto? No  tengo  tiempo  de  contestarla
porque siempre despierto en ese mismo momento.
Mi pequeño era muy especial, solía reír a todas horas; incluso cuando estaba
llorando también reía. Tenía una energía arrolladora y, en muchas ocasiones, agotadora.
Le encantaba jugar al fútbol y correr, pero debido a su enfermedad, cada vez se cansaba
más y le costaba un mundo recuperarse. Poco a poco fue dejando de practicar deporte,
muy a su pesar. Se convirtió en un verdadero guerrero, pero no como el de los cuentos de
hadas, sino de verdad, del que te abraza por verte llorar, del que te da un beso de gnomo
cuando has tenido un duro día, del que pelea en las batallas más duras sabiendo que están
perdidas. El cáncer me lo arrebató con solo seis años y con él se me fueron las ganas de
sonreír,  de  sentir  o  tan  siquiera  de  existir.  Desde  entonces,  ansío  el  momento  de  poder
reencontrarme con él para siempre. Estas pequeñas ilusiones me acercan un poco a él. El
problema ocurre cuando despierto, siempre tengo una recaída y siento que lo pierdo de
nuevo. Maldito destino, la que me tenía guardada. ¡Cuánto lo echo de menos!
Un  mar  de  lágrimas  corre  libremente  por  mis  mejillas.  Mi  psicólogo  me  ha
aconsejado que cuanto más deje salir el dolor, menos me dolerá por dentro. Aunque si
soy sincera, creo que simplemente me acostumbraré a llevar ese peso o seré una muerta
en vida.
Me incorporo en la cama para buscar el cuaderno de flores que debería estar sobre
la mesita de noche. Lo encuentro debajo de las cajas de Orfidal y una torre de pañuelos
usados. Debo anotar mis sueños justo al momento de despertar, así recuerdo cada detalle
con  la  nitidez  precisa.  Mi  terapeuta  cree  que,  de  ese  modo,  podré  avanzar  en  mi
recuperación, aunque yo no lo creo. Pelusa camina sigilosa por la cama hasta sentarse a
mi lado mientras ronronea sin cesar. No le gusta verme mal. Desde mi embarazo no se ha
separado de mí, solo me ha abandonado cuando mi pequeño la necesitaba más que yo.
5 de marzo.
No  tengo  nada  nuevo  que  contar.  Otra  vez  he  sentido  a  mi  niño  en  mis  sueños.  Me  ha
susurrado  tan  cerca  del  oído  que  incluso  el  vello  se  me  ha  erizado.  Cada  vez  que  lo
escucho, aunque no sea en la vida real, soy muy feliz. Me hace recordar el bullicio que
había en mi casa cada treinta de noviembre para la celebración de San Andrés. Mi padre
y  mi  peque  eran  los  protagonistas  indiscutibles,  jugábamos  a  juegos  de  mesa  mientras

mamá cocinaba su típico bizcocho de yogurt de limón. A mi niño se le hacía la boca agua
cada vez que lo mojaba en la leche: tan esponjoso y sabroso. Doy gracias a la vida por
haberse llevado a mis padres antes que a él, estoy convencida que lo estarán cuidando,
estén donde estén.
El  insomnio  se  apodera  de  mí.  Ni  mil  cajas  de  Loracepam  podrían  eliminar  mi
angustia. Me incorporo en el borde de la cama y me abrigo con la bata de franela que me
regaló mi hermana. Bajo a la cocina a beber un poco de agua y tomarme una dosis extra
de tranquilizantes. Oigo a los vecinos discutir, creo que su relación no está pasando por
un buen momento, igual que le ocurrió a la mía. Después de la pérdida de Andrés, Rodrigo
y  yo  comprendimos  que  lo  único  que  nos  unía  era  él  y  que,  de  tantos  baches  que  nos
habíamos encontrado en la vida, nos volvimos duros, insensibles y solitarios. Sobre todo,
yo.  Dejo  de  indagar  en  mis  pensamientos  y  me  vuelvo  al  dormitorio  para  intentar
descansar lo que queda de noche.
6 de marzo
A la mañana siguiente, me despierta la llamada de mi hermana mayor. Siempre
tan pendiente de mí, y a la misma vez, tan agobiante. ¿Estás bien? ¿Has comido? ¿Has
ido  a  terapia?  ¿Te  has  tomado  las  pastillas?  No  quiero  hablar  con  ella,  no  me  apetece.
Apago el móvil y me giro sobre mi costado izquierdo, cara a la pared, dándole la espalda
a mis miedos. Quiero seguir durmiendo, necesito verlo una vez más.
Hoy  el  sueño  ha  sido  muy  diferente.  La  bruma  de  los  días  anteriores  se  ha
esfumado  y  puedo  verlo  todo.  Allí  está,  lo  diviso  al  fondo.  Claramente  veo  su  cara
redonda  en  la  que  resaltan  esos  faros  luminosos  que  tiene  por  ojos.  Su  cuerpo  sigue
estando  igual  de  delgado  que  siempre.  Está  jugando  con  su  balón  reglamentario  en  el
patio de casa, le acompañan su sonrisa reluciente y su inseparable peluche de oso panda.
Lleva puesto el chándal azul que le regalé para su último cumpleaños y huele a jabón de
baño infantil, como si acabara de salir de la ducha. Me lanza la pelota que acaba entre mis
pies, siempre disfrutaba jugando conmigo al fútbol. Tengo miedo de acercarme y que el
sueño se acabe. Le devuelvo el balón sin quitar mis ojos de los suyos. Si el sueño va a
durar un instante, extraeré todo lo que pueda de él. Con su diminuta mano me invita a
acercarme. Voy descalza y me pincho con las pequeñas piedras del suelo. Cuando estoy
a escasos centímetros de él, me detengo y lo dejo actuar.  Arruga esa nariz que adoraba
morder  en  nuestras  tardes  de  juegos,  y  entonces  comprendo  que  quiere  un  abrazo.  Me
lanzo hacia él con toda la intención de sumirme entre sus brazos. Lo abrazo tan fuerte que
creo estar dejándolo sin respiración. Me susurra nuevamente algo al oído.
– Te estaba esperando.
No puedo dejar de abrazarlo. Debo acordarme de todo lo que estoy viviendo para
poder  luego  contárselo  al  psicólogo.  Jugamos  al  escondite,  su  juego  favorito.  Él  se
esconde detrás del sofá donde solía acurrucarse con Pelusa cuando hacía alguna travesura,
y  yo  lo  encuentro  rápido.  Luego  me  toca  a  mí.  Me  escondo  en  mi  cuarto,  dentro  de  la
cama, mi lugar favorito desde que se fue. No tarda mucho en encontrarme.
–  Y  ahora  mamá,  los  dos  buscamos  juntos,  ¿vale?  –  me  dice  con  su  típica
efusividad.

– Muy bien cariño- le digo mientras me pongo de cuclillas para que pueda sentarse
sobre mis piernas- pero, ¿a quién buscamos ahora? – pregunté extrañada.
– A ti mamá, te buscaremos a ti.
No  entiendo  nada.  Mi  niño  es  un  chico  con  mucha  imaginación,  lo  mejor  es
seguirle  la  corriente  y  ver  hasta  dónde  me  lleva.  Nos  damos  la  vuelta  y  empezamos  a
contar hasta diez apoyados sobre la columna de mi dormitorio.
– ¡Quién no se ha escondido, tiempo ha tenido! – gritamos a pleno pulmón.
Al girarme veo a una persona tumbada en mi cama. Soy yo, como siempre rodeada
por Pelusa y abrazando el oso panda de mi pequeño. Parece que descanso a pierna suelta.
Me  preocupa  despertarme  del  sueño  y  venirme  abajo.  Hoy  me  va  a  costar  mucho
reponerme. Andrés me coge de la mano y vuelve a sonreír.
– Hoy es el día, mami- me besa la mano como solía hacer de camino al parque.
Y entonces, lo veo todo claro. Los libros de la estantería están por los suelos, el
diván que hay a los pies de mi cama, reposa patas arriba, el cristal del tocador está en el
suelo  hecho  añicos.  He  debido  de  tener  una  crisis  de  ansiedad  grave.  Contemplo  una
botella  de  whisky  escocés  vacía  al  lado  de  la  mesita  de  noche.  Nunca  me  gustó  beber
demasiado. Todos los blísteres de Orfidal están abiertos. Abiertos y vacíos.
Ahora no puedo parar de sonreír. Ya no tengo miedo a despertar. Y me doy cuenta
que hay veces que la muerte puede ser el mejor sueño de la vida.
Andrés  y  yo  estamos  tumbados  en  su  cama,  viendo  las  estrellas  luminosas  del
techo mientras le leo un cuento. Vuelve a susurrarme al oído.
– ¿Te cuento un secreto, mamá? – Asiento con la cabeza a la espera de la respuesta
que llevo tanto tiempo esperando.
– Que te quiero hasta el infinito y más allá.

 

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  1. Segundo

    Increíble Relato👏👏 ,Me Encanto

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