TODO JUNTOS

Por Laura V Lujan Bartolini

Me despertó con una caricia llena de amor en mi enorme barriga. ¡Quién hubiera imaginado que sería la última que iba a recibir de su parte!

Otra vez se iba a entrenar. Domingo temprano, con un frío que calaba los huesos. Siempre tan obsesivo con sus metas. Ya hacía más de un año que había mejorado su alimentación, había em- pezado a entrenar en las diferentes categorías, con un compromiso envidiable.

Mientras, yo también me transformaba, no solo los cambios físicos típicos del embarazo; que en mi caso no fueron muchos, solo una barrigota gigante, y algunos que otros calambres al dormir.  La decisión de comenzar mi carrera universitaria fue una bisagra en mi vida. Decisión que sin su apoyo e incentivo no hubiera concretado. De su boca fue la primera vez que escuché las palabras que luego se convirtieron en un mantra, “No dudes de vos, sos capaz de todo lo que te propon- gas”.

Justamente esa noche, entre los calambres y Juana que no dejaba de bailar dentro de mí, no pude dormir. Por lo que apenas Mariano salió en su bicicleta, me tapé hasta la cabeza y me dormí como hacía mucho no lo hacía. Ahora que lo veo a lo lejos, ese descanso me permitió no caer en medio del desastre, podría decir que fue la calma que antecede a la tormenta.

“¿Qué son las sincronicidades?¿existen?” preguntó la rubia simpática en la clase de filosofía. Al principio no la soportaba, hasta que me di cuenta de que no quería llamar la atención, sino que realmente quería aprender, creo que eso diferenciaba a los alumnos más grandes de los niños que recién salían del secundario. Nosotros decidimos estudiar, y lo hacemos con verdadero inte- rés. Lo cierto es que esa rubia, que no paraba de hablar, se convirtió en mi hermana del alma, la madrina de mi bebé y un pilar fundamental para todos. Casualmente este es su nombre, Pilar.

Ese domingo apareció a las 11 de la mañana con una bolsa repleta de ropita para su ahijada, y una docena de facturas para mí, obligándome a levantarme para prepararle algo para desayunar, mientras me contaba de sus aventuras amorosas o no tanto.

Mientras Pilar continuaba con su monólogo un sonido extraño me terminó de despertar, era el teléfono fijo de la casa. ¿Quién llama al fijo hoy en día? Todos nos manejamos con los móviles. “¿Señora Quiroz? la llamamos del Hospital de Morón” Estaba a punto de decir equivocado. Mi apellido es Juárez, Quiroz es el apellido de Mariano, y en ese mismo momento sentí un frío es- tremecedor en mi columna vertebral. Desconozco mi cara, o qué puede haber dicho, solo recuer- do que Pilar me hablaba, pero yo no oía nada, ella tenía cara de asustada. De forma automática contesté que ya iba para ahí. ¿A dónde tenía que ir? ¿quién me había llamado? ¿qué pasó?. Creo que en ese momento mi cerebro reptiliano entró a funcionar, estaba en modo supervivencia, por- que realmente desconocía lo que pasaba alrededor.

Mi siguiente recuerdo es tratar de hacer foco para leer los carteles del hospital, las lágrimas que no dejaban de brotar de mis ojos no me permitían ver claro, todo era borroso. Una patadita de Juana me sacó de ese ensimismamiento.

En algún momento llegó mi hermana con mi papá, y los padres de Mariano me llamaban al móvil. No pude atender, no sabía qué debía decir. Le pedí a Sara, mi hermana, que hablara ella. Los brazos regordetes de mi papá me abrazaban fuerte, mientras intentaba calmar mi llanto, y como un padre primerizo con su bebé recién nacido, no lo lograba.

Otra vez mi móvil sonaba, pero ese sonido sí lo registraba, era la alarma para mi medicamento para la presión alta, que por supuesto no había traído conmigo. Mientras trataba de buscar una solución, salió el médico de urgencia llamando a los familiares de Mariano Quiroz, creo que me teletransporté a su lado, cuando el médico vio mi enorme panza me preguntó si estaba acompa- ñada, y me pidió que tomara asiento. A los pocos segundos, escoltada por Sara, Pilar y mi papá, estaba preparada para escuchar lo que fuera, o por lo menos eso aparentaba. En realidad no es- cuchaba más que palabras sueltas; “accidente”, “huyó”, “amputación”, “coma”. Reconozco que son todas palabras que dan miedo, pero mi cerebro solo decodificaba que Mariano estaba vivo, y eso era lo único que me importaba.

Mi padre fue el encargado de comunicar las noticias a la familia de Mariano, y Pilar a su jefe y amigos. Mientras, Sara trataba de convencerme de ir a mi casa a descansar, imposible, jamás lo dejaría solo, siempre hicimos todo juntos, y ésta no sería la excepción. Acordamos que me trae- rían ropa y se turnarían ellos para acompañarme, yo sabía que él no iba a demorar en levantarse. Necesitaba escucharlo, que él me dijera qué había sucedido, por el momento todo eran suposi- ciones.

En ese momento me sentí observada, ya me estaba cansando de esas miradas de lástima, y solo habían pasado unas pocas horas. Fue entonces que reparé en el muchacho sentado en una es- quina de la sala de espera, ya estaba allí cuando llegamos, cada tanto me miraba. Su ropa estaba

 

manchada de sangre, muy manchada de sangre. Cruzamos miradas varias veces, antes de que se acercara y con voz temblorosa dijera: “¿Amalia, puedo hablar con ustedes?”. Como un grupo de autómatas nos dimos vuelta todos juntos. ¿Cómo sabía mi nombre? ¿Qué quería un descono- cido de mí?

Su nombre era Santiago, un futuro ingeniero agrónomo que resultó ser el ángel guardián de Ma- riano, gracias a él no se había desangrado en el asfalto, era el único testigo de lo sucedido. El sábado por la noche se había quedado en casa de un amigo, a la mañana siguiente iba en su moto a su casa a estudiar, y por la autovía un auto iba zigzagueando, mientras sus ocupantes sa- caban medio cuerpo por las ventanas mientras cantaban. A lo lejos, vio que frenaron abrupta- mente y luego salieron huyendo a toda velocidad. Nos contó que vio algo que se movía en el  piso, que imaginó que era algún perro que había intentado cruzar, pero a medida que se acercaba la imagen se volvía mas terrorífica.

Era Mariano, mi Mariano, en medio de un charco de sangre y diciendo solo mi nombre. Santiago dijo que se acercó y sin saber qué hacer, solo atinó a realizar un torniquete en un muñón que es- taba en lugar de su brazo izquierdo, que Mariano solo repetía mi nombre y que en un lapso de lucidez le avisó que estaba embarazada, que por favor no me asustaran. Mientras intentaba cal- marlo y llamar a urgencias, Mariano sólo repetía mi nombre. Entre el llamado y la llegada de la ambulancia solo pasaron 10 minutos. El Hospital estaba cerca del lugar del accidente. Cuando  los paramédicos bajaron de la ambulancia, lo hicieron con una bolsa mortuoria, ya que luego de las referencias de la situación lo daban por muerto, nunca imaginaron que alguien lograría mante- nerlo con vida durante esos minutos.

A pesar de la asistencia de Santiago, Mariano estaba muy grave, me dejaron verlo solo porque pensaban que moriría esa misma noche. Sabía que sería difícil, no lograba hallar el rostro de mi marido en esa masa amorfa, morada, con cicatrices en todos lados, y sin su brazo. Los monitores a su alrededor y los cables que tenía por todos lados no me dejaban siquiera tocar su mano, su única mano. Sentía enojo, bronca, impotencia, miedo, mucho miedo. Recé, lloré, grité en silencio, mi cuerpo no aguantaba más, estaba cansada, poco a poco mis piernas se aflojaban, no quería caerme al piso, así que simplemente me senté en él, hasta que una enfermera, muy dulcemente, me levantó y me prometió que cuidaría de Mariano si le prometía dormir en una cama que me consiguió. Mientras mis lágrimas seguían brotando, acepté su oferta. Nadie lo reconoció, pero creo que me dieron algún calmante, porque dormí un par de horas seguidas.

Me desperté rogando que todo hubiera sido una horrenda pesadilla, pero no, ahí estaba yo, con la misma ropa ridícula que uso dentro de casa, hinchada, mi cuerpo por mi estado de gravidez y mi cara por el llanto continuado desde la llamada telefónica.

Sara estaba hablando con alguien en la puerta, me levanté lo más rápido que pude, quizás era algún médico para avisar que Mariano había despertado, pero no, era Santiago, nuestro ángel. Lo abracé con fuerzas y mientras le agradecía, no dejaba de ver las miradas que cruzaban con Sara, se admiraban mutuamente, tal como Mariano y yo solemos hacerlo. En ese instante me enteré de que ambos se habían quedado haciendo guardia mientras yo descansaba.

La enfermera se acercó a nosotros y con cara de preocupación nos avisó que Mariano había despertado. Pero las buenas noticias no coincidían con su rostro. Sin embargo, solo me quedé con que Mariano estaba despierto. No me dejaron verlo enseguida, lo llevaron a hacer más prue- bas y estudios.

Otra vez sonó la alarma de mi remedio, y ahora Sara, que estaba más atenta, se dio cuenta de que desde ayer no lo tomaba, pidió a la enfermera que me tomaran la presión, para controlar cómo estaba. Yo estaba tranquila porque Juana estaba bien, yo la había sentido moverse dentro de mí. La última vez fue… no lo recordaba ¿Cuánto hacía que no la sentía?. Comencé a llamarla y a mover mi panza, muchas veces está dormida. Cada vez mis movimientos eran más bruscos, y creo que mis dulces llamados se convirtieron en gritos desesperados.

En un segundo estaba en una camilla rodeada de enfermeras, mi presión era altísima. Me inyec- taron para bajarme la presión y por otro lado para terminar de madurar los pulmones de Juana, la tenían que sacar lo antes posible. Éramos una bomba, y podíamos explotar en cualquier momen- to. No me dejaban levantarme, así que les rogué que me llevaran a ver a Mariano, si él estaba despierto, yo debía acompañarlo.

No quería que se preocupara por mí, así que entré caminando y me paré a su lado, estaba dor- mido, pero por esa conexión especial que tenemos, enseguida abrió sus ojos, intentaba disimular sus miedos, pero yo ya los conocía.

“Amor, dame la mano”, dijo casi en un susurro que ocupó muchas de sus fuerzas. “Apriétame más fuerte”, pero yo no le pude mentir, no le estaba apretando, tampoco estaba su mano.

 

No aguanté la situación y me fui del otro lado, con la excusa de que con los cables no llegaba. Por unos minutos sólo nos miramos, luego me contó que recordaba que estaba a punto de rom- per su récord de velocidad en la bicicleta, y en un instante solo estaba esperándome en un lugar maravilloso, él sabía que yo estaba por llegar, por eso me llamaba. Y ahora estaba en esa cama, sin poder moverse, con cables por todos lados y con un dolor enorme en su brazo izquierdo.

Solo intenté tranquilizarlo, pero mucho pitidos empezaron a sonar, y nos asustaron. Vinieron los médicos a sacarme. Yo no quería separarme de él. Gritaba, y hacía fuerzas por quedarme. “Amor, tranquila. Sara y Santiago lo van a hacer bien. Te espero.” Entonces la puerta se cerró, todo lo escuchaba a lo lejos, yo estaba como abajo del agua, los sonidos no eran nítidos.

Sentí la mano fuerte de mi papá, y a Sara pidiendo ayuda. No entendía qué pasaba. Santiago me llevaba alzada. Y alguien me puso una mascarilla. Mis ojos se cerraban. Escuché un llanto. Juana lloraba y la pude sentir, esos ojos únicos, como los de su papá.

“Es hermosa como vos”, me dijo Marian mientras sus manos tomaban mi cara y me besaba. No puedo reconocer dónde estamos, solo que me siento muy bien y tranquila. Mariano está perfec- to, como siempre.

Pasan los años y lo único que necesito saber es si Juana está bien. Me asomo por esa especie de ventana. Y los veo felices, Juana festejando sus 12 años, con su primo-hermano Marianito en brazos. Papá con sus ojitos tristes, sé que me extraña. Pilar tratando de hacer reír a todos. Sara y Santiago lo están haciendo muy bien.

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