TODO POR UN LIBRO – Sergio Carrera González

Por Sergio Carrera González

Estaba ahogada en mi propia vida de la cual era una simple espectadora. Casi nada me hacía sonreír y me sentía sin rumbo ni propósito. Lo único que me gustaba era leer y descubrir nuevas historias y vidas diferentes. Me gustan tanto los thrillers, que quise dejar mi huella contando una historia que despertase las mismas emociones que generan en mí. En la oficina trabajaba en algo que ya no me entusiasmaba y soñaba con llegar a casa e ir entramando una historia a medida que crecía la idea en mi cabeza. Pero llegaba tan agotada que apenas tenía fuerzas ni de encender el ordenador. A veces me ponía música para inspirarme y dejar que las ideas bailasen en mi cabeza. Pero nada llegaba a asentarse. Nada me convencía. Por eso tomé la decisión más complicada de mi vida, un órdago. Dejé mi trabajo para volverme una gran escritora. La J.K. Rowling española. Ya veía mi nombre en todas las portadas, en las noticias y todo el mundo hablando de mi en las redes sociales. Incluso me ponía a practicar en el sofá mis imaginarias entrevistas en los medios.
Renuncié hace casi un año y desde entonces he estado sentada frente al cursor parpadeando en la pantalla en blanco. Nada me parece digno de ser contado. Todos los comienzos que se me ocurren son nefastos y a penas consiguen crear una trama que pueda enganchar al lector. Cientos de ideas e imágenes se me presentan delante, pero ninguna es suficiente. No me gustan ni una pizca. El gesto que más repito es el de suprimir párrafos enteros. Al final es la pescadilla que se muerde la cola: no se me ocurren ideas y me agobio, y estar agobiada no me deja tener buenas ideas.
Mi hermana gemela Laura cree más en mi potencial como escritora que yo misma y me anima cada día. Siempre me escucha e intenta ser lo más empática posible, sin juzgarme lo más mínimo. Desde que nos mudamos a Madrid para estudiar, vivimos juntas y nos hemos vueltos confidentes e inseparables. Nos defenderíamos ante cualquier peligro, incluso llegaría a dar la vida por ella y sé que Laura haría lo mismo por mí. Me ha estado manteniendo desde que se acabaron mis ahorros y en ningún momento la he oído quejarse. Quiere lo mejor para mí y por eso me suele obligar a salir de casa, no solo para relacionarme, sino para buscar inspiración en los alrededores. Por eso, esta noche he decidido quedar con unos amigos para cenar en un restaurante.
Como tengo tanto tiempo, puedo prepararme con calma. Me doy una ducha con el jabón de olor a vainilla que tanto me relaja. Al secarme, veo en el reflejo del espejo a una joven hundida en su esquelético cuerpo, como los escombros de un edificio derrumbado. El pelo rizado y negro posándose en sus hombros como si estuviera de luto y los labios carnosos que parecen derretirse de pena.
—Qué guapa estás, Adela, me encanta—me halaga Laura cuando salgo ya preparada de mi cuarto. Después me abraza cálidamente mientras me acaricia la espalda.
—Gracias—respondo queriendo sonreír, pero no encuentro las fuerzas.
Salimos de casa juntas. Laura tiene que hacer algunos recados y así aprovecha para acompañarme un rato. Voy con suficiente tiempo porque me gusta ser puntual, aunque sepa que mis amigos siempre llegan tarde. Y esta noche no es una excepción. Por eso, para entretenerme, decido pasear por las calles de la zona. Inmersa en mis pensamientos sobre el fracaso de persona que soy, acabo perdida en un laberinto de calles angostas con poca iluminación. Buscando la salida escucho unos golpes, seguidos de aullidos de dolor. Lo que veo al fondo me hace parar en seco y querer darme la vuelta. Pero como un árbol que ha echado profundas raíces, permanezco quieta. Tirado sobre el suelo hay un chico que está recibiendo una brutal paliza. Junto a él, hay una silla de ruedas de la que aún cuelgan sus pies. Un grupo de cuatro personas encapuchadas está machacándolo a golpes. Y yo ni me inmuto. Quiero ayudarlo, de verdad, pero mi cuerpo no sigue mis órdenes. Nadie se percata de mi presencia, porque la oscuridad de la noche me oculta. Permanezco petrificada mientras destrozan al joven. Juegan con su cabeza como si fuera un balón de fútbol y la sangre salpica las parades cual lienzo de un dibujo abstracto.
—Por favor. Por favor. Parad—balbucea el pobre muchacho atragantándose con su sangre.
—Deja que nos divirtamos un poco más—ríe uno de los asaltantes.
Lo levantan unos centímetros del suelo y aplastan su cabeza contra la pared a bestiales golpes. Acto seguido lo dejan caer sobre su silla de ruedas como a un saco de patatas y pisan sus rodillas, escuchándose perfectamente que se parten como si fueran una rama. El chico grita al cielo, pero rápidamente lo callan machacando su cabeza con un mazo blanco de grandes dimensiones. No me da tiempo a taparme la boca antes de soltar un grito de angustia, delatándome. Todos miran en mi dirección y al distinguir mi silueta en la oscuridad, dos de ellos comienzan a perseguirme. Huyo por las estrechas calles sin rumbo, escuchando la acelerada respiración de las dos personas a pocos metros.
—Ven aquí guapa, no tengas miedo. Solo queremos hablar contigo.
Tengo que suprimir las ganas de vomitar si quiero salvar mi vida. El corazón me oprime tanto el pecho con cada latido, que apenas puedo respirar, pero mi mente me impulsa a seguir hacia delante. Tras varios minutos de persecución, que parece estirarse en el tiempo, desemboco en una plaza masificada en la que me camuflo entre la muchedumbre. Consigo dejar a los atacantes atrás, que me buscan en el mar de personas. Suficiente para entrar en el metro y dirigirme a casa. Hasta que me subo al vagón, miro cada pocos segundos por encima del hombro para confirmar que no me están persiguiendo. Durante todo el trayecto no soy capaz de quitarme la imagen de la cabeza. Pero me sorprende que la culpa no se esté ensañando conmigo, diciéndome que debería haber intervenido, haber increpado a los atacantes o al menos haber llamado a la policía.
Fuera de lo esperado, una chispa se enciende en mi cabeza. La escena ha despertado mi imaginación, que empieza a expandirse con tal revuelo que parece un huracán creciendo y absorbiendo todo a su alrededor. Inmersa en este nuevo mundo que estoy descubriendo, me bajo automáticamente en mi parada sin ser consciente de ello y mi cuerpo recorre el camino a casa, mientras mi alma está en otra dimensión maquinando una historia. Nada más entrar por la puerta me lanzo al ordenador y escribo el asesinato con todos los detalles que recuerdo. Los dedos teclean como si tuvieran vida propia y fueran ellos los que controlasen mi cuerpo. El sonido de las teclas parece termitas comiéndose la madera. No somos capaces de escribir al ritmo que mi mente lanza las ideas, por lo que decido grabar todo lo que se está proyectando en mi interior. Mi cabeza genera tanto contenido que no parece que vaya a ser capaz de descansar nunca.
A la mañana siguiente, Laura me despierta. Me quedé dormida sobre la mesa y las manos sobre el teclado, como si ellas hubieran continuado escribiendo mientras yo descansaba.
—Supongo que no has mirado el móvil—comenta mientras saca las tazas de caf鬗. Al parecer ayer en Madrid hubo una marcha para visibilizar la discapacidad. Un chico tetrapléjico ha desparecido
Ansiosa, desbloqueo el móvil para encontrarme una explosión en redes sociales denunciando la desaparición de Matías. Un joven de pelo castaño, ojos azules con una sonrisa que ilumina la pantalla. Lo único que pasa por mi mente, es que esta situación puede ser la historia ideal para mi libro. Un crimen desconocido para el mundo, que necesita ser resuelto. Tengo que cambiar algún detalle e inventarme el pasado de Matías, para no levantar sospechas. Después de casi un año esperando a que mi imaginación encontrase una idea, rascando la inspiración de cualquier parte, es la vida la que me ha colocado la historia delante.
Durante los próximos siete meses lo único que hago es escribir y escribir, casi llegando a ser adictivo y temiendo a veces que el espíritu de una escritora se haya apoderado de mí. Matías empieza a crearse un hueco en mi corazón. Los horrores que sufrió en su infancia por un padre maltratador que, en uno de sus arrebatos de ira incontrolable, lo dejó paralítico. Una madre que enfermó hace unos años y que no podía encargarse de cuidarlo como quería. Y su injusto final que al menos en mi libro soy capaz de resolver. Absorbida en la historia por completo, durante el día casi no me levanto de la silla y por la noche a penas duermo, elucubrando como seguir con la trama. Laura continúa sacrificándose por mí y se preocupa por que coma, incluso llega a regañarme por no asearme lo suficiente. A veces una sensación de culpa invade mis pensamientos al ver a los padres de Matías destrozados por no conocer su paradero. Pero mi pasión como escritora y mi imaginación desbordante sepultan los remordimientos por querer enriquecerme con su sufrimiento.
Una noche mientras estamos cenando, Laura me dice:
—Me apetece leer tu libro, Adela.
—Aún no lo tengo acabado—digo presionando mis labios.
—Aunque sea un fragmento, anda. Uno que te guste especialmente.
Permanezco callada unos segundos, dudando si dejárselo. No le doy más vueltas y le entrego la escena del asesinato. Laura lee frenéticamente, sus ojos abriéndose cada vez más a cada línea que lee. Al acabarlo, se tapa la boca con su mano y niega suavemente. Levanta la cabeza para mostrarme un rostro que jamás le había visto.
—Se lo que le ha pasado a Matías, el chico paralítico—confieso casi entre lágrimas.
—No entiendo. ¿Cómo que lo sabes?—Laura no es capaz de esconder su inquietud.
—Fui testigo de lo que ocurrió. Lo vi todo. Vi a un grupo que lo mató. Lo mataron, Laura. Al pobre. Y no hice nada. En vez de denunciarlo, me he aprovechado. Solo pensé en mi libro y el éxito. Pero ya no puedo más. Necesito que alguien más lo sepa.
Sin saberlo, ha explotado lo que llevo reprimiendo durante estos meses. La presión de mi pecho empieza a liberarse desbocada y mi llanto inunda la habitación. Laura me abraza fuertemente, como si quisiera fusionarse conmigo y transmitirme su calma. Cuando mi respiración se relaja, me lleva al sofá y me acaricia el pelo. Sentadas le cuento todo acerca de aquella noche y como sentí una historia expandirse en mi cerebro sin poder controlarlo.
—Incluso al llegar a casa esa noche, grabé todo lo que recordaba para que no se me olvidase después.
Saco mi móvil del bolsillo y le muestro la grabación. Se escucha mi voz narrando los sucesos:
—Estaba todo oscuro y nadie podía verme.
Laura se levanta con el móvil pegado a su oreja y va a su cuarto. Yo aprovecho para ir al baño y a los pocos segundos, escucho fuertemente la grabación al otro lado de la puerta y mi corazón helado se paraliza.
—El chico estaba tirado en el suelo mientras todos lo golpeaban—dice mi voz agitada—. Había sangre por todas partes.
Mi corazón estalla, palpitando por cada centímetro de mi cuerpo al escuchar por los altavoces del televisor la descripción detallada del asesinato del pobre Matías. El sudor empieza a empapar mis axilas cuando salgo del baño.
Laura aparece por el pasillo de casa sonriendo maliciosamente, el mal reflejado en sus oscuros ojos. Levanta un objeto manchado de sangre y mientras lo embiste contra mi cráneo, al fondo me escucho decir.
—Asestó al chico un golpe con un mazo. Creo que era blanco.
Sí, era blanco.

 

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