TRISTEZA DE AMOR

Por Virginia Raquel Vázquez López

Cuando leí en el diario local la noticia, me quedé estupefacto; reconocía el nombre de la víctima, Elvira de Valmar, pero no recordaba de qué. Tras una noche de insomnio en compañía de una botella, vino a mi memoria el recuerdo que buscaba: Elvira era la hija de don Rodrigo de Valmar, uno de los empresarios más notables del sur de Andalucía.

Su historia saltó a los tabloides cuando el prometido de Elvira, Jacobo, apareció muerto junto a la Fuente de los Lobos y, según las habladurías, fue don Rodrigo quien planeó y ordenó el asesinato del amado de su hija. Cuando Elvira conoció tal barbarie renegó de su progenitor y abandonó de inmediato la casa familiar, jurando no volver. El desgarro de la soledad agravado por el remordimiento del acto cometido, condujo a don Rodrigo a la locura que le acabó llevando al manicomio, donde murió.

Y fue en el psiquiátrico donde tuve ocasión de conocerle porque mi periódico me envió para realizar una entrevista. Poco a poco se confió a mí y me fue detallando su historia. Y a pesar de mi juventud, y de que aquel encargo fuera una prueba de fuego de mis jefes, la historia se fue escribiendo sola, se nutría de confidencias, y con ella me fui transformando; de hecho, me dieron la enhorabuena por un reportaje brillante.

Comenzó diciéndome que hacía muchos años que guardaba un secreto oscuro y desgarrador. Cuando su alma no pudo más optó por volcar sus confesiones en un diario, en el que sus ideas estaban enlazadas por frases que repetía con machacona insistencia, con una satisfacción que rozaba el sadismo. Había intentado quemarlo en más de una ocasión; de hecho, algunas de sus primeras páginas daban cuenta del sacrificio porque estaban secas, pues habían ardido por el fuego más potente: el odio.

Recordaba que desde aquel trágico momento en el que una orden suya cambió el destino de su hija, y la paz de su alma, una imagen le perseguía sin descanso, la de su hija abandonando la casa, sin mirar atrás, sin derramar ni una sola lagrima; sería algo que nunca podría olvidar, o quizá tampoco quería. Y era en ese momento que escribía sus atormentados recuerdos, cuando parecía que el cuaderno tomaba vida, que se quejaba de aquel final que había decidido imponer a un muchacho indefenso. Era una imagen que a los ojos torturados de don Rodrigo se convertía en horrible: las hojas se retorcían, amorfas, pero llenas de vida.

Y en el diario aparecía ella; ahora que releía las oscuras páginas se daba cuenta que había conseguido olvidarla, pero todo lo demás, aquello que rodeaba su recuerdo, siempre le acompañaba: la soledad desde que ella lo abandonara, el rencor a lo vivido…, pero ahora, de repente, todo había desaparecido y sólo la recordaba a ella, su olor, su dulzura…. Y supo que, aunque no quisiera, tendría que enfrentarse a su pasado; no sólo era su corazón el que tenía que liberarse, sino que su alma, de no hacerlo, seguiría atrapada en aquel instante en el que se detuvo el tiempo, sin posibilidad de sobrevivir.

Sabía que nada de lo que le dijeran calmaría su dolor: se había enfrentado a su hija, y él había perdido. De forma inusitada, percibió que iba a suceder algo que él aborrecía en los demás: supo que iba a llorar.  Al recordar vagamente cómo había sucedido todo, sintió en el estómago una punzada: recordar le dolía.

Y esto fue lo que me contó…

La muerte de Elvira, a la que encontraron colgada de su propia camisa en la cruz del portón del cementerio de Aguilar, y que escribió en el suelo con su propia sangre un nombre, Jacobo, su amado, parece que ha sido un suicidio. Así lo dan a entender el juez instructor de Montur y el equipo de la Guardia Civil que investiga las circunstancias de la trágica muerte de Elvira, pintora, de 65 años, soltera y de una rica y conocida familia.

_Escribió en el suelo, con su sangre, un nombre que la obsesionaba, podía leerse en el atestado.

A las 13.55 horas del pasado jueves, día 13, Elvira tomó el tren en la estación de Atocha con destino a Montilla, en la provincia de Córdoba. Entre sus ropas se encontraría más tarde el billete. Desde hacía un año residía en Madrid con dos amigas, en un apartamento de la calle de Alcalá. Cada quince días, generalmente los fines de semana, viajaba a su pueblo para visitar a su anciana madre, en quien fijaba su extraordinaria necesidad de cariño. En la capital trataba de ampliar sus estudios de pintura, y últimamente preparaba una exposición de sus cuadros en la Casa de Córdoba. Amigos personales de tertulia en el café Gijón, como el pintor Aurelio Teno, la ayudaban en sus proyectos y compartían sus horas de asueto.

El tren llegó a Montilla a las 20.10 horas. Al bajar saludó y besó un tanto distraída y apresuradamente a una conocida que esperaba en el andén a otros viajeros. Ésta, residente en una casita, antiguo estanco, frente a la propia estación de ferrocarril, recuerda que Elvira descendió sin equipaje alguno, sólo con un bolso de mano; vestía un conjunto de pantalón y sahariana color tostado, y calzaba botas enterizas, tipo campero. Cruzó la placita ante la estación, atravesó la avenida en que ésta se encuentra y llamó a casa de unas amigas, hermanas del dueño de un pequeño bar que el jueves, como cada semana, estaba cerrado.

_Si hubiéramos estado aquí, señala Clara una de sus amigas más cercanas, quizá se hubiera evitado todo; lo extraño, añade, es que regresara un jueves, porque ella solía acudir a ver a su madre cada dos sábados y pasaba aquí el fin de semana.

La Guardia Civil de Montilla trató el domingo, infructuosamente, de confirmar la versión de un taxista que señalaba que alguien la vio entrar sola, como después precisaría un testigo, en otro de los bares de la estación, donde habría tomado una cerveza acompañada de un joven.

Desde esa hora hasta las 2.45 horas del viernes hay un vacío que las investigaciones no han podido llenar. Nadie sabe dónde estuvo ni qué hizo en esas casi cinco horas. No acudió a casa de su madre.

Poco antes de las tres de la madrugada del viernes, un comerciante que circulaba hacia Aguilar la vio cruzar el puente que atraviesa la carretera de Córdoba, a un kilómetro de la población y a otro, aproximadamente, del cementerio, hacia donde parecía dirigirse.

-Debió de dar muchas vueltas por el campo, porque sus botas tenían una espesa capa de polvo, apuntó uno de los Guardias Civiles que acudieron al requerimiento del sepulturero. Éste, Antonio García Gómez, la encontró de pie, con los brazos descansando en la cancela, de cara al interior.

-Pensé que estaba esperando que abriera, porque estos días en que se acercan los santos viene mucha gente a arreglar las tumbas de sus padres.

-Lo que no entendemos es cómo siendo noche de poca luna pudo, sin usar cerillas -que llevaba, pero no empleó-, realizar todas las manipulaciones que hizo para escribir con sangre, comenta un Guardia Civil.

La tapia del cementerio que discurre al final del camino se ensancha y forma una plaza en la que se abren dos cancelas, correspondientes a los dos patios del camposanto. En la esquina de la tapia del primero de ambos patios, el de San Rafael, presuntamente, Elvira fracturó sus gafas, con cuyos cristales se hizo unos cortes no muy profundos en ambas muñecas. Unas gotas de sangre marcaban los dos metros desde la esquina al lugar en el que en un pequeño hoyo se acumuló la sangre.

Mojando en ella los dedos índice y medio de su mano derecha, trazó en letras sinuosas un nombre, y dos letras casi ininteligibles más.

_ ¿Cómo pudo encontrar el pequeño hoyo en el suelo, en la oscuridad? se pregunta la Guardia Civil tratando de apurar cualquier otra posibilidad, a pesar de las evidencias de suicidio.

Debió de quitarse la camisa con la que haría un nudo corredizo; situada bajo la cruz de hierro que centra la cancela, que dista poco más de metro y medio, se aupó para apoyar los pies en los hierros que enmarcan el friso inferior de chapa; se veían señaladas las marcas de sus botas, posiblemente marcadas al gatear de frente. Se piensa que, una vez colocada a la altura, tras enganchar la camisa en la cruz de hierro se dejaría caer bruscamente. Como curiosidad, en el atestado se menciona que se encontró una huella presumiblemente de una bota distinta, de tacos, que no ha sido aún explicada.

Cuando Antonio García, el sepulturero, acudió a las ocho de la mañana al cementerio, los pies de Elvira no sólo reposaban en el suelo, sino que incluso sus rodillas estaban un poco flexionadas, mientras que la camisa, convertida en soga de ahorcado permanecía tensa anudada a su cuello y a la cruz de la cancela.

_No se extrañe que estuviera de pie, explica el forense, Diego Álvarez de Aguilar, quien añade: Yo he visto ahorcados que murieron sentados. Cuando la voluntad de morir es firme, el suicidio se consuma. Pensamos que debió de descolgarse bruscamente y que esto le produjo la paralización súbita del riego sanguíneo, y la inmediata pérdida del conocimiento, por lo que falleció por asfixia.

El cuerpo no mostraba señales de violencia, y fue encontrada con la mirada dirigida hacia el cielo, los ojos muy abiertos, en los que se reflejaba fondo negro de dolor interrumpido.

Los lapsos de tiempo que no pueden explicarse, la oscuridad y lo tétrico del lugar elegido para morir, el hecho de quedar de pie, son detalles que vienen a confirmar la situación psicológica en la que se encontraba Elvira: la condición sombría de la difunta, puesta de manifiesto por todos los consultados.

-Elvira se ha suicidado, eso es seguro, afirma su amigo Ángel Salgado, que desde Madrid aporta telefónicamente datos sobre el suceso.

Los antecedentes recogidos sobre su personalidad parecen afirmar su condición de enferma, afectada de una psicosis paranoide por la que ya había estado en tratamiento con el psiquiatra cordobés José Aumente:

-En efecto, me visitó, un poco a regañadientes, llevada por la familia, en el mes de enero; pero el secreto profesional me obliga a no desvelar datos sobre su enfermedad. No obstante, expuestos los antecedentes de los datos alcanzados, el psiquiatra aceptó: Esos son los datos, y la realidad incuestionable.

Testimonios de sus propias amigas confirman su paranoia y las alucinaciones de que era objeto:

-Tenía ingenio y alegría, así como inteligencia y belleza. Su fuerza vital era extraordinaria, aunque el final pudo con ella. La pobrecilla terminó convertida en una histérica. Murió víctima de sí misma.  Se acercó demasiado a las llamas.

Los vecinos de los pisos contiguos al que Elvira transformó en estudio, situados pared con pared en una finca propiedad de la familia de la difunta, relataban los frecuentes cambios que sufría la pintora. En varias ocasiones Elvira denunció encontrar abiertas las ventanas que ella dejaba cerradas y que alguien trataba de drogarla. Un conocido de ella, cabo de la Policía Municipal, atendiendo a sus continuas quejas, visitó una tarde su piso acompañado de un superiorl. Al abrir la puerta la encontraron equipada con un tablón que, a modo de trampa, estaba provisto con un mecanismo que caería sobre cualquier intruso, y que casi se desploma sobre ambos agentes. Aquel día, en un espejo situado frente a la puerta, un letrero escrito -ella reconocería su autoría- estaba dirigido a Jacobo. Un día más tarde, en una segunda visita, Elvira se había contestado a sí misma con carmín de labios. Este desdoblamiento esquizofrénico queda patente en las alucinaciones que Clara atestigua:

-Creía estar viendo a Jacobo en todas partes: ¡Míralo, allí está!, y no había nadie.

La confirmación de los antecedentes de locura de la pobre Elvira se escuchaba a media voz en los corrillos del pueblo:

-Como tienen dinero, lo han mantenido oculto; pero su padre falleció en el manicomio. Padeció manía persecutoria y afirmaba que cierto hombre lo quería matar; un día, en Lucena, le cortó el cuello a un desconocido. Lo juzgaron, lo encerraron en el manicomio y allí murió.

Lo último que supe de la familia Valmar lo leí en La Voz de Córdoba. Una breve reseña indicaba que, por obras de mejora en el cementerio, el ayuntamiento había comenzado a trasladar a otros terrenos municipales los restos de las tumbas y los nichos. Como no quedaba ningún familiar de los Valmar, los sepultureros se habían encargado de abrir el panteón de la desdichada familia.

Cuentan que tras el pequeño altar encontraron escondidas unas empinadas escaleras, que los llevaron a una cripta de mediano tamaño. En el fondo, amontonados, había un conjunto de huesos; parecía que habían sido revueltos sin ningún asomo de piedad. Según pudieron comprobar en el Registro Municipal, la documentación apunta que don Rodrigo fue enterrado junto a sus padres y abuelos; quedaba una sepultura vacía, la que hubiese correspondido al cuerpo de Elvira, pero nunca llegó a reposar en ese lugar. Nadie conoce dónde descansa.

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