TU HERMANO CARLOS – Matías Fernández Fernández

Por Matías Fernández Fernández

Tenía dos llamadas perdidas, ambas eran de Irene, mi mujer. El contestador con su enlatada voz me dijo que no tenía mensajes. La llamé disculpándome y ella con su habitual comprensión lo entendió. El día de trabajo estaba siendo duro. Quería decirme que había invitado a su hermano Carlos a cenar en casa el sábado, nada de particular. La novedad era que Carlos nos iba a presentar a su novia, a quien había conocido no hace mucho y con quien, según Irene, estaba muy ilusionado. Hacía mucho que Carlos no tenía una relación de pareja tras un largo y triste naufragio amoroso con su anterior mujer. La supuesta ilusión de Carlos no sería muy superior a la que tenía Irene por verle de nuevo feliz, Irene es de las personas que piensan que para ser feliz hay que tener pareja. No pregunté nada más y lo aplacé todo hasta la noche, cuando ya en casa Irene me pusiera al día de todos los demás detalles que en ese momento y siendo sinceros, me importaban más bien poco.

Al llegar a casa, Irene ya estaba, tras el beso acostumbrado y la pregunta consiguiente: ¿Cómo te ha ido el día? me respondió que el suyo también había sido horroroso y se dispuso a contármelo de manera cronológica, con todo lujo de detalles mientras yo me alejaba por el pasillo que lleva a nuestro dormitorio para cambiarme de ropa. Su voz se iba atenuando con la distancia, no así el entusiasmo con el que ella cuenta las cosas, aunque sean malas. Su voz iba creciendo según me iba acercando de nuevo a ella, ya en la cocina. Me acerqué por detrás y besé su cuello que asomaba debajo del pelo largo recogido, Su olor, el de ella, me hizo creer que, a pesar de todo, la vida puede ser maravillosa como cantaba Iván Lins.

El vino, la frugal cena, la calidez del hogar e Irene, siempre Irene, me envolvieron en un placentero sosiego que no tuve durante el día. La felicidad debe ser momentos como éste.

Recostados en el sofá, a Irene se le ocurrió el siguiente tema de conversación ¿por qué no me cuentas cosas de tus ex novias? -me disparó a quemarropa. Sorprendido, intenté salir del paso sabiendo que no iba a ser convincente, ni que Irene iba a darse por vencida.

-Porque no habrán sido lo suficientemente importantes y si lo hubieran sido tampoco creo que eso añada nada a nuestra vida actual -contesté esperando su réplica.

– Te echaré un poco más de vino, sé que aligerará tu lengua -contestó Irene con tono pícaro,

Las historias principales ya las conoces y recordarlas sería una fatigosa tarea a la que estoy seguro que no me quieres someter. Sabes que no me ha ido muy bien y que mis relaciones han sido más bonitas por lo que imaginé que serían que por lo que realmente fueron.

-Eso nos ha pasado a todos, -replicó Irene.

-Estás guapísima.

-Sí, claro. No cambies de tema. No me vas a desviar con tus adulaciones.

-Quien pretenda desviarte de tus objetivos es porque no te conoce, -dije resignado.

Como sé por experiencia que es difícil convencerte, te voy a contar una historia que me pasó y que viene al hilo de lo que te he dicho antes sobre que en mis relaciones ha sido más bonito lo imaginado que lo vivido.

-Pero ¿es verdadera o te la vas a inventar para que me calle?

-Tan verdad como que estás bellísima esta noche.

-Anda rollista y empieza a contar. -dijo dándome un beso que me supo a gloria y a vino.

Cuando me casé los preparativos de la boda fueron tal vorágine que viví unos meses tormentosos. Todo eran motivos de nervios, hasta el traje de boda. Una noche soñé que me lo iba a comprar y la señorita del establecimiento pretendía venderme un traje muy raro, un extraño atuendo que estaba muy alejado de lo que yo quería y de lo adecuado para ser el novio en una boda. Despertarse fue un alivio. Me preparé para ir a trabajar y cogí el metro, como cada mañana. Abrí mi libro y continué mi lectura donde lo dejé el día anterior. Todo transcurría con normalidad hasta que en la siguiente parada, levanté la mirada del libro y vi entrar a una mujer. Era la joven que quería venderme el estrambótico traje en mi sueño. Me quedé sobrecogido, intentando poner en orden mi cabeza. Llegué a la conclusión que aquella mujer se había grabado en mi mente de verla a menudo en el metro sin yo darme cuenta y la recuperé de algún rincón de la memoria cuando necesité poner cara a una persona extraña en mis sueños. Ahí lo dejé pero no pude evitar observarla. Era una mujer joven, morena, guapa, bien vestida, su pelo era ondulado y caía con gracia sobre su cara. De verdad que nunca había reparado en ella. No pude quitarle ojo, hasta el punto que me propuse no mirarla más, para no parecer un maleducado. Iba de pie y su mirada saltaba inquieta recorriéndolo todo, sin posarse en nada concreto.

Intenté seguir leyendo pero no me concentraba, mis ojos se iban a aquella aparición femenina. No había duda de que era la mujer del sueño, no había duda de que era muy guapa y atractiva. No había duda, en fin, de que se trataba de una emoción inesperada dentro de la grisura de aquellos trayectos en metro. Empezó a prepararse para salir y se apeó en la estación de Cuatro Caminos, no pude evitar mirarla fijamente mientras ella se quedaba caminando por el andén y yo me alejaba hacia mi destino. Solo pensé en cuanto me gustaría volverla a ver al día siguiente. Me quedaron tres certezas: era la mujer del sueño, me pareció muy guapa y nuestras miradas coincidieron en varias ocasiones durante el trayecto. Era miércoles y llegó el jueves con su doble ilusión, se acercaba el fin de semana y cabía la posibilidad de volver a ver a la secreta mujer. Fui mirando en cada estación por si la veía, con tanta gente a esas horas punta tan concurridas era casi misión imposible. Tampoco me percaté el día anterior en que estación subió. Mi ilusión se tornó desencanto cuando el metro llegó a Cuatro Caminos y no la vi. No saqué el libro en todo el trayecto. Me hicieron gracia estos entusiasmos míos.

Al día siguiente, ya con la ilusión muy atenuada. Empecé a valorar lo difícil que sería otro encuentro. Pensé en las mil posibilidades, podía ir en los trenes anteriores o posteriores, en mi mismo tren pero en otro vagón, podía haber ido aquel día a Cuatro Caminos a algo concreto y no volver. En fín, saqué de mi mochila el libro y volví al mundo real.

-¡Qué novelesco eres! ¿Y no la volviste a ver? – dijo Irene.

-Sí, al día siguiente. Me costó dejarla de mirar para averiguar en qué estación cogió el tren. Era en Puerta del Ángel.

-¡Oh qué sugerente!¡No podía ser en otra estación! -exclamó Irene mientras me daba una colleja con la misma mano que sirvió más vino.

-Anda, sigue con tu versión de «Extraños en un tren».

-Sí, la volví a ver, sin poder concretar que días ni a qué hora exacta. Todo en manos del azar y yo a pocos meses de casarme fantaseando con otra mujer. Con el paso de los días nos empezamos a mirar más veces y con más insistencia. Sin decirnos ni una palabra, por supuesto. Sólo miradas, lo demás lo ponía mi imaginación y quien sabe si la suya. Empecé a tramar tácticas y estrategias para hablar con ella que fui desechando por insensatas. Me imaginaba con ella cenando por ahí, viajando y viviendo una aventura como en las películas. Cada día me sentía más atraído por ella. Se convirtió en tal ilusión que estaba deseando que fuera lunes.

-Por dios ¡qué pasión!

Continué a pesar de su guasa

-Un lunes de aquel tórrido verano me llamaron de Recursos Humanos para decirme que me trasladaban y que la incorporación sería inmediata. Y no la vi más, pero gracias a ese traslado te conocía a tí.

-¿Ahí se acabó tu rollete del metro?

-Ahí acabó, porque al nuevo destino iba en coche y dejé el transporte público.

-Claro, además nadie merecía ocupar el puesto del ángel de la Puerta del Ángel -dijo Irene mientras me guiñaba un ojo.

-Exactamente. Le devolví el guiño y seguí:

-No fui capaz de decirle ni un hola, ni un adiós y sin embargo lo imaginado fue bonito. Igual más bonito que lo que hubiera podido ser en la realidad.

-Eso nunca lo sabrás. Menos mal que yo me decidí a pedirte el teléfono, si no hubiera podido ser otra de tus novias imaginarias.

-No me lo hubiera perdonado jamás -contesté

-¡Pelota!

-¡Guapísima!

-¿Más que la del metro?

-Infinitamente más

-Sabía tu respuesta

-Te toca contar a tí, amada Irene

-Tengo sueño, me voy a la cama -dijo mientras soltaba una de sus estruendosas carcajadas.

Irene comenzó diciendo:

-Unos meses antes de conocerte puse punto final a una relación que se había acabado dos años antes.

-Tendrás que explicármelo mejor ¿Pusiste punto final a una relación que había acabado dos años antes?

-Tal cual. Unos meses antes de conocerte terminé de pagar el crédito que me dejó como prueba de su amor mi anterior novio.

-Algo sabía. Tu novio ¿el promotor de eventos?

-De eventos y de marrones varios, el mismo.

La noche avanzaba tranquila. No hay que perder la esperanza de que un mal día pueda virar a mejor.

Irene me empezó a contar cosas, algunas ya las sabía por habérmelas referido otras veces, pero la noté nerviosa de repente y al comenzar a narrar se puso extrañamente seria. La deuda no había sido pequeña como una vez me dijo, pero lo que ignoraba que es que su novio mantenía otra relación y que se suicidó. Irene terminó diciendo:

-Posiblemente haya sacado el tema de los ex para contártelo. Me he quitado un peso de encima. Estaba muy enamorada y por amor se cometen muchas tonterías. Tuve que acudir a terapia para superar la ruptura.

Le propuse acabar la conversación y le indiqué que no volveríamos a sacar estos temas con una sonrisa y una caricia. Atrapó mi mano entre su cara y su hombro y zanjó la conversación:

-Tenía que contártelo.

Recogimos los platos de la cena en silencio. Irene se quedó pensativa.

-¿Nos vamos a dormir?

-Sí, me contestó con una sonrisa

La cena del sábado discurrió amena, a ratos. Hablamos de lo de siempre «de los temas candentes y de algunos quebrantos» como la canción de Serrat. A Carlos y a Laura, su novia, se les veía felices.

Irene se unió al grupo de los felices, su amor fraterno le había henchido el corazón de alegría. Le gustó mucho Laura, según Irene hacían muy buena pareja. A mí no me gustó tanto. Recononozco su atractivo físico, y esa fragancia que emanaba cuando movía su melena y que percibí, por primera vez, al darle los dos besos en la presentación. Me pareció demasiado habladora, con expresiones hechas el tipo:“punto pelota” “¿me entiendes?” ,“pero ¿qué me estás contando?”, “cágate lorito”, “eso no, lo siguiente”,“no te equivoques” cuando alguien opinaba diferente a ella, o “¿valeee? Como final de muchas frases, expresiones tan habituales en los diálogos hoy en día. A pesar de ello, no le faltaba un punto de querer parecer sofisticada, que en ella se convertía en cursilería. Y no paraba de hablar. Sólo paraba cuando comía, e instantes después, cuando se chupaba los dedos, gesto que aumentaba mi antipatía hacia ella. En sus monólogos, cuando creía que soltaba alguna gracia, ponía la rúbrica con una carcajada, se hacía gracia a sí misma, como Joaquin Sabina cuando habla. Nos dejó claro que los extranjeros vienen a quitarnos el pan y que las cárceles deberían estar vacías de delincuentes extranjeros, puesto que deberían ser deportados a sus países. Al responderle de forma muy modosita que entonces habría intercambios de presos, porque también hay presos españoles en cárceles extranjeras, me espetó uno de sus “no te equivoques” que sonó como un portazo en mi cara.

No le dije nada a Irene. Carlos, como siempre, compadeciéndose de si mismo, algo muy propio de mediocres y sonriendo  ante cualquier barrabasada que dijera su amada. Irene llevaba razón, hacían buena pareja.

Se fueron, ya tarde, tambaleándose ambos por el homenaje que hicieron al vino y a los gintonics posteriores. Eso sí, agarrados y besándose porque el amor debe triunfar, por encima de todo.

Decidimos recoger el zafarrancho montado en el salón a la mañana siguiente y nos fuimos a la cama.

Ya acostados, en la oscuridad de la noche y solo con los ruidos de tráfico propios de un sábado, Irene me preguntó si me lo había pasado bien. Le dije que sí. La decisión de traer comida preparada le había parecido muy acertada, yo le dije que opinaba igual.

Tras unos minutos de silencio entre ambos, le dije:

-Era ella

-¿Quién? contestó Irene

-La mujer del metro.

 

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