UN DÍA DE VERANO

Por Begoña Otero

Las dos niñas jugaban en su habitación. Estaban de vacaciones de verano. Subí para hacer las camas. Sobre la alfombra había muñecas, libros, puzles… La habitación era abuhardillada y estaba totalmente revestida de madera. Me gustaban las cortinas y las colchas que les había hecho a juego.

Ese día no tenía trabajo, podía dedicarme a hacer cosas en el jardín. Siempre había cosas que hacer: cortar el césped, regar, quitar las flores secas.

Bajamos las tres, pues a ellas les encantaba ayudar.  Detrás de la casa había un terreno más alto,  delimitado por un muro de piedra,  donde crecían varios árboles. Bajo ellos el suelo estaba acolchado de hojas secas. El sol lucía con fuerza. Entonces se nos ocurrió una idea: haríamos una cabaña bajo los árboles. Las niñas estaban entusiasmadas.

—A ver, chicas ¿Qué necesitamos?

—Una manta para el suelo —dijo Thais—, la que usamos para jugar en la habitación nos valdría. ¿Verdad, mamá?

—Claro, hija. También buscaremos unas cuerdas y unas telas para atarlas a los árboles, así formaremos las paredes. Si dejamos abierta  la parte delantera  será  la puerta de entrada.

¡Bien! —gritó  la pequeña con mucho desparpajo— ¿Podemos llamar a los primos para que vengan a jugar?

—Pues claro que sí, en cuanto la terminemos vamos a su casa y los invitamos.

La cabaña resultó   más amplia de lo que pensamos, los niños jugaban y cuchicheaban secretos. Escuchaba sus risas y sus peleas infantiles desde la cocina mientras hacía  la comida. De pronto entró Quío en la cocina. Siempre fue alegre y valiente. Le gustaban todo tipo de animales, perros, gatos, grillos, hámsteres, tortugas, y hasta un pato tuvimos, que vivía feliz en el jardín y entraba de vez en cuando en casa a ver la televisión. En esta ocasión  traía una culebrita enroscada en la mano, y di un grito. Era inofensiva, una cristalina, como la  llamamos  aquí, pero  daba mucha grima y ella lo sabía. Al ver que yo chillaba ella empezó a reírse a carcajadas. Yo me hice la enfadada y le dije: suelta ese bicho ahora mismo.

Se fue corriendo y riéndose.

Por la tarde  hicimos una excursión para ver una cascada que había en los alrededores. El agua que traía el arroyo no era mucha pero a los niños les encantó ver cómo se precipitaba desde  unos diez metros de altura. Dimos un rodeo por el campo para que subieran a la gran roca, que durante muchos años, otros niños antes que ellos, habían disfrutado.

De regreso a casa jugaron un rato más en la cabaña. De pronto me pidieron un tarrito. Fui a ver para qué lo querían, y lo encontré con cuatro ratoncillos recién nacidos dentro. Lo dejaron tapado toda la noche en la cabaña.

Esa noche durmieron emocionados pensando en lo bien que lo pasarían al día siguiente. Pretendían regalar a su tía Luca los ratoncillos, sabiendo que ella les tenía fobia.  Ella chillaría y se retorcería solo con verlos  y se morían de risa al imaginarlo.

A la mañana siguiente los ratoncillos estaban muertos y la tía Luca se salvó del susto, pero los primos habían pasado uno de los mejores días del verano.

 

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