UN PAÍS SOBRE EL AGUA – Maite Salgado Torres

Por Maite Salgado Torres

Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo.

OSCAR WILDE

Qué suerte que solo pudiera permitirme aquel viaje. No hizo falta ni ir más lejos ni a un destino más exótico. Aquel inicio de julio fue desquiciante. A pocos días de empezar las vacaciones aún no sabíamos a dónde a ir. Era habitual en nosotras, siempre lo dejábamos todo para el final. En nuestro descargo he de decir que, tras semanas peregrinando por agencias, no encontrábamos nada que se ajustara a nuestro escaso presupuesto, ni tampoco a nuestras ganas locas de recorrer el mundo.

Los días pasaban y temía que un año más mi verano transcurriría en el chalé familiar compartiendo mi ya angustiada existencia con ruidosos tíos y primos salidos de no se sabía dónde. Pero aquella misma tarde apareció Carlota con montones de folletos en la mano, en el bolso, llevaba tantos que se le iban cayendo por el pasillo de casa. Por fin dijo: ¿Qué os parecería una travesía por las islas Frisias? Era una broma, ¿no?, ¿islas qué? Aunque lo más gracioso de todo aquello fue la cara de asombro que se nos quedó a todas. Ella ni se dio cuenta y siguió entusiasmada explicándonos todos los detalles. Nos sentamos a su alrededor, cogimos uno de los catálogos y nada más verlo la decisión fue unánime: ya teníamos viaje.

Los preparativos fueron la primera inyección de vida para mí. Necesitaba aire. No podía creer que por fin me lanzara. No entendía mis miedos, pero quería acabar con ellos. Esa era una buena oportunidad para soltarme, la primera que realmente iba a aprovechar.

Partimos a primeros de agosto dirección a Enkhuizen, una antigua ciudad neerlandesa donde nos esperaba, amarrado en la dársena, el Strijd, un viejo paquebote de carga que en su época dorada había navegado por el Rin y que ahora, sin ser un destino demasiado cruel, se veía reconvertido en barco de recreo. Lo habían sometido a una cuidadosa restauración y su aspecto era imponente. Su casco rechoncho pintado de azul y sus dos aparejos le daban una envergadura envidiable. Al entrar sentí su magia. Su interior de madera rojiza y sus pequeños camarotes me transportaron, al instante, a una vida ya vivida, y aquello me inquietó.

Esa primera noche a bordo fue la noche de las presentaciones y, por supuesto, la de la bienvenida del capitán. Se llamaba Guilliam. Rubio y con la tez quemada por el viento, era un auténtico lobo de mar. Aunque al verle uno tenía la sensación de que a él también lo habían reconvertido.

Desde el principio tuvimos claro que no iba a ser un crucero al uso. Aparte del capitán y de un marinero, el resto íbamos a encargarnos de todo. Eso era lo especial de aquel viaje, que nos íbamos a implicar en la navegación como miembros de pleno derecho de una tripulación a todas luces inexperta, pero eso daba igual.

Tras el primer día de navegación, después de fondear, nos animamos a alquilar unas bicicletas para recorrer el islote. Fue increíble. Aún mantengo en mi retina el color de ese atardecer: tonos rojizos y dorados sobre una hierba mojada. Eso sí, menos bucólico fue el dolor que sentí esa noche en mi trasero por culpa del maldito sillín. Os puedo asegurar que ese dolor traspasó los umbrales de lo imaginable.

Durante las largas horas de travesía, cada cual organizaba su tiempo libre de la forma más placentera. Yo me lo pasaba en cubierta, disfrutando de un mar oscuro y embravecido y viendo cómo Guilliam lo desafiaba. Pero todo se interrumpía en el momento que oíamos su grito de alerta y nos poníamos en marcha izando o arriando las velas. No era de extrañar que tuviera esas manos poderosas, esos dedos gruesos y ásperos. A las pocas horas yo misma mostraba visibles y dolorosas ampollas.

Al segundo día, lamentablemente, empecé a tener los primeros roces con mis amigas. Para ellas todo era un esfuerzo desmedido y me estaba resultando muy frustrante oír sus constantes quejas. Harta ya de tanta cantinela, no dude en recordarles que desde el principio sabíamos perfectamente cómo iba a ser esta aventura y que no entendía a cuento de qué se sorprendían ahora.

Yo en cambio, le estaba cogiendo el ritmo. Todas las mañanas, después de correr mis habituales cinco kilómetros, me acercaba a las instalaciones del muelle donde, por un par de monedas, me duchaba con algo más de intimidad que en el barco y, volvía justo a tiempo para desayunar y partir hacia nuestro próximo puerto.

Era increíble cómo se abstraía uno de todo estando allí. Sin ir más lejos, el día después al de nuestra llegada, las tropas iraquíes habían invadido Kuwait. Se trataba de un hecho grave que afectaba al orden mundial y, sin embargo, a penas me perturbaba. Me notaba tan lejos de esa realidad como de la vida que había llevado hasta entonces.

Con todo, no fue hasta el ecuador del viaje cuando descubrí la verdadera magia de aquel lugar. Ocurrió al recalar en una pequeña isla llena de dunas y de laderas pobladas de lavanda. El paisaje seguía siendo plano, húmedo y solitario y, sin embargo, era el natural reflejo de un hermoso país sobre el agua. Esa era su magia.

Por otro lado, lo que realmente empezaba a ser un incordio era la relación, cada vez más tensa, con mis compañeras. Era evidente que nos estábamos distanciando. La convivencia en aquel velero hizo aflorar nuestro verdadero yo. De repente era como si lleváramos el paso cambiado. A mí se me mostraba un mundo abierto sin más limitaciones que las que yo quisiera imponer y a ellas, en cambio, parecía que este viaje las reafirmaba en la idea de que los viajes cuanto más cerquita de casa mejor.

Por suerte para mí, el resto de los pasajeros era, en su mayoría, gente muy viajada. Las noches que pasamos a bordo las convertimos en deliciosas veladas en las que todo el mundo explicaba anécdotas y vivencias personales. Yo tenía poco que ofrecer. No es que hubiera viajado mucho así que me limité a escuchar y a deleitarme con sus historias. Lo que si empecé a notar era cómo algo en mi interior iba cambiando. No era sólo la situación con mis amigas, eso apenas me preocupaba, había algo más.

Después de casi dos semanas de viaje, se acercaba irremisiblemente el final de mi aventura. Los días habían pasado sin darnos cuenta y ya estábamos de vuelta en Enkhuizen. Esa última noche tenía que ser memorable y decidimos sumergirnos en la vida nocturna de una ciudad que apenas tuvimos tiempo de recorrer. Empezamos a andar cerca de la ensenada y localizamos una hermosa torre de defensa en cuyo interior servían copas hasta la madrugada. Nos pareció el sitio perfecto.

Primero fueron unas copas, después unos bailes y, al final, juntando nuestras sillas con las de unos marineros que estaban a nuestro lado formamos un enorme corro. Nos desatamos y aquello parecía un mercadeo de experiencias. Hicimos un trato con ellos: intercambiar historia por historia. Nos contaron anécdotas y curiosidades de la ciudad. De cómo había llegado a ser uno de los puertos con el mayor almacén de especias de la India y punto de partida de cientos de barcos dedicados al comercio de esclavos. Y de cómo, por rivalidad, se habían enfrentado a la flota española arrebatándole la primacía en ese negocio.

Al rato, alguien se puso a mi lado y se presentó como Cees, capitán de uno de los barcos fondeados en el puerto. Al verle percibí lo mismo que al entrar en el Strijd, pero esta vez no me inquietó. Hablábamos sin parar como si tuviéramos prisa en conocernos. El tiempo corría sin darnos cuenta. En un acto reflejo me senté sobre sus rodillas con la cerveza todavía en la mano. Su contacto era cálido. Me besó en el cuello e intercambiamos una sonrisa.

A la salida fuimos paseando por la dársena hasta que el sol nos devolvió a la realidad. Quedaba escasamente una hora para irme. Saqué un papel y, en dos cachitos, nos apuntamos mutuamente dirección y teléfono. No queríamos que aquello acabara antes de empezar. Me acompañó hasta mi barco y nos despedimos con un largo beso. Prometimos escribirnos. Pensé en hacerlo nada más llegar.

La vuelta fue agotadora. Cansancio, recuerdos, proyectos, todo estaba ahí, mezclado con miedos y deseos. Pensaba en Cees, en mi vida actual, en todo lo que podía hacer con ella y en la posibilidad de cogerme un año sabático y dejar que todo fluyera. No sé si estaba interpretando bien las señales, pero igual había llegado el momento de arriesgar.

La fractura con Carlota, Belén y Olga fue total. Ya desde los últimos días fueron pocas las palabras que cruzamos y lo mismo sucedió en la despedida. Se me habían enfrentado durante parte de la travesía con argumentos banales, pretendiendo que nuestro pequeño grupo de cuatro funcionara como un ente individual al margen del resto. Yo no quería aquello ni de lejos. Para mí un viaje era una aventura, era el medio para conocer gente interesante, nuevos lugares y asimilar nuevas culturas. Me di cuenta de que no tenían nada que ver conmigo.

Desde mi regreso estaba inquieta, sentía que había dejado atrás parte de un lastre que me inmovilizaba, pero a la vez sabía que debía tomar una decisión. Una sola llamada sirvió. Él se entusiasmó. Le pedí que intentara encontrarme algún trabajo para poder subsistir mientras estuviera allí. No hablamos de cuánto tiempo me quedaría. En esos momentos todo fue muy rápido. No consideré ni tan siquiera el hecho de poder vivir o no en otro país. Ya no importaba. Yo también necesitaba estar sobre el agua, ganarle terreno y espacio a la vida. Me sentía fuerte y sabía que cualquier dificultad que pudiera encontrar sólo iba a ser como una esclusa fácilmente franqueable.

 

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