UN PESO SOBRE LOS HOMBROS

Por Carolina Fresno

A finales de mayo, el calor comenzaba a hacerse notar en Córdoba y la habitual tertulia de la tarde tenía lugar a las nueve de la noche. Con su acostumbrada puntualidad, Francisco entró en el café del Hotel Suizo, punto de encuentro de lo más florido de la sociedad cordobesa. En la mesa de siempre, esperaban ya algunos contertulios. -¡Buenas noches, Francisquito! –le espetó Pepe Benjumea con tono burlón. -¿Dejarás alguna vez de llamarme Francisquito, Pepe? -Si es que disfruto viendo la cara de torturado que pones… Don Francisco. ¿O prefieres “señor Jiménez”? –contestó Pepe con retintín. Francisco, despojándose del moderno canotier, se dejó caer en uno de los sillones de mimbre con un gesto de infinita paciencia y replicó: -Discúlpenlo ustedes. No da para más. Todos rieron las bromas de los dos amigos. -Francisco, ¿qué tal ese negocio en el que se ha embarcado? Se comenta que va viento en popa. -Aún no puedo cantar victoria. Creo que vamos por buen camino, pero no lanzaré las campanas al vuelo hasta comprobar que los números cuadran según lo esperado. -En cualquier caso, tienes las espaldas cubiertas. Tu hermana Carmen no tendría inconveniente en saldar tus deudas si llegara el momento. Quien escupía esas frases, era Antonio Aguilar. Condiscípulo de Francisco y Pepe, estos siempre le habían considerado parte indispensable del trío que formaban, pero Antonio nunca se había sentido un igual. Por eso mostraba el aguijón siempre que tenía oportunidad. Francisco fingió no apreciar el tono hiriente del comentario y contestó benévolamente: -Antonio, Carmen es para mí más que una hermana. Me acogió cuando fallecieron nuestros padres. Fue la madre que había perdido. La principal razón por la que me esfuerzo en lo que hago es conseguir que ella se enorgullezca de mí y agradecerle así todo lo que me ha dado. ¿Crees que podría pedirle algo más? Antonio, con gesto nervioso, exclamó: -¡Dios mío, qué serio estás! Debe de ser que has madurado. Dicen que pronto entrarás en capilla… He oído rumores de boda… Su porte de galán y su acomodada posición hacían que Francisco fuera el pastel alrededor del que revoloteaban todas las señoritas casaderas de Córdoba. Francisco miró a Pepe, quien negó con la cabeza. Era el único que conocía el noviazgo de Francisco con una jovencita gaditana que le había cautivado durante el carnaval, pero su boca estaba sellada. -Habladurías –respondió Francisco molesto. Y, poniéndose en pie, continuó–. Señores, lamento tener que abandonarlos pero tengo trabajo por hacer. Mañana estaré encantado de volver a verlos. Tratando de disimular su enojo, Francisco se apresuró a salir del hotel para encaminarse a casa de su hermana, donde aún residía. Recorridos pocos metros, escuchó la voz de Antonio:
-¡Francisco, espera! Tengo que decirte algo importante. -Ya has dicho bastante en la tertulia -dijo Francisco sin detenerse. -Francisco, somos amigos y debo avisarte de algo… Aunque sé que no te gustará –dijo Antonio misteriosamente. -¡A ver! ¿Qué es eso tan urgente que me tienes que decir? -Tu novia… Lola se llama ¿no? No es trigo limpio. -¡Antonio, no me calientes! -¡Escúchame, Francisco! –dijo Antonio reteniéndole por los hombros-, yo estaba contigo cuando la conociste y, desde entonces, no me preguntes cómo, sé que vas a Cádiz frecuentemente para verla. Pues bien, hace una semana, fui yo a Cádiz por negocios y, al bajar del tren, vi a Lola muy acaramelada con un hombre. La curiosidad me hizo seguirlos hasta verlos entrar en una casa. Me acerqué para averiguar la dirección y, para mi sorpresa, los vi besándose en el portal. ¡Créeme! He pasado días dilucidando si decírtelo o no, y al final nuestra amistad me ha obligado a dar este paso. Francisco enmudeció. Su corazón era puro hielo. Su cabeza ardía calibrando si aquello era verdad o una broma de las que gustaba su amigo. Entonces dio media vuelta y aceleró el paso, dejando a Antonio en medio de la calle llamándole sin recibir respuesta. Sin saber cómo, llegó a casa. Atravesó la cancela y, en el patio, se topó con una de las criadas. -¡Buenas noches, señorito Francisco! Hoy vuelve pronto. ¿Necesita algo? -No, gracias Gertrudis –respondió Francisco–. No me encuentro bien. Me voy a dormir. Por favor, dile a mi hermana que mañana saldré pronto. Ignoro cuándo volveré. Al día siguiente, Francisco tomó el primer tren a Cádiz. El trayecto se hizo interminable. No veía el momento de hablar con Lola. Si Antonio había mentido, sería la última broma que le soportaría y tendrían un ajuste de cuentas. Pero… ¿si decía la verdad? Al pisar el andén, las piernas le temblaban. Comenzó a andar hacia la casa de Lola. Notaba en su rostro la brisa cálida del mar a la par que un sudor frío le brotaba en la frente. Conforme caminaba, pensó que todo aquello era ridículo. Lola se alegraría de verle… Le suplicaría que se quedase con ella… De repente, al llegar a su destino, apareció ante sus ojos la misma escena descrita por Antonio: Lola se besaba apasionadamente con un hombre en el portal. Al notar su presencia, Lola le miró. Francisco quedó paralizado, sus manos se crisparon y automáticamente dio media vuelta para volver a la estación. No había nada más que hacer. Nada que decir. ———————————————————————————————————————– -Doña Carmen, me temo que no podemos hacer nada más por su hermano –dijo el médico. -¡Apenas tiene veintiséis años, doctor! Tiene que haber alguna forma de salvarle. -La tuberculosis no entiende de edades. Ya sólo podemos rezar –respondió el médico-. Mañana volveré para ver cómo evoluciona. -Tengamos fe, Carmen –dijo consolándola Marcelo, su marido– tal vez consigamos un milagro… Lejos de ocurrir el milagro deseado, a los pocos días Francisco fallecía, dejando a su hermana convencida de que la causa de su muerte no había sido la tuberculosis, sino la tristeza. Carmen estaba resentida con él por no haber sido capaz de superar el engaño
de aquella desvergonzada… Y por haberse dejado morir sin importarle los que tanto le querían. Obsesionada con esa idea, decidió que la muerte de Francisco había sido un suicidio, por lo que no merecía oraciones por su alma. Por más que Marcelo y don Esteban, su párroco, intentaron convencerla de que, si fuera así, el alma de Francisco necesitaría aún más sus rezos, Carmen se mantuvo irreductible. No se celebraría ningún funeral, ni se rezarían los acostumbrados rosarios por su hermano. ———————————————————————————————————————– Durante más de un año, en la familia se acataron las estrictas normas de luto decretadas por Carmen. Mientras, ella seguía desolada por su pérdida. Todo en la casa le recordaba a Francisco y, según sus propias palabras: Algo pesaba sobre sus hombros. Pero la vida seguía y, tras ese tiempo de luto riguroso, Marcelo y sus hijos comenzaron a reclamar la vuelta a sus antiguas costumbres. Ese verano, unos amigos de la familia invitaron a Carmelita, la segunda hija del matrimonio, a capea y peroles en su cortijo, a las afueras de Córdoba. Su madre aceptó a regañadientes, a condición de que los demás jóvenes fuesen a recogerla a casa. Así ella sabría con quién estaría su hija. Así lo hicieron y, sobre las ocho de la mañana, un bullicioso grupo de caballeretes y damiselas invadieron el patio de los Lara para devorar el apetitoso desayuno que allí les ofrecían. Carmen bajó las escaleras hacia el patio para saludar a los invitados y, al verla, Clara, una de las jóvenes del grupo, notó cómo su sangre se helaba tornándose su rostro blanco como la nieve. Nadie se percató de ello y Clara prefirió no divulgarlo. Trascurridos unos días, se presentó en las oficinas del negocio familiar. La recibió Manuel, el hijo mayor del matrimonio Lara, que ya trabajaba con su padre. -¿Puedo ayudarla? –preguntó Manuel muy interesado en las piernas de Clara, que mostraban sus tobillos siguiendo la nueva moda charleston. -Me llamo Clara Velarde. Usted no me conoce, pero hace unos días estuve en su casa. Iba en el grupo que recogió a su hermana para ir al cortijo de los Abengoa. -¡Ah! Ya recuerdo. -El caso es que… he dudado mucho en venir, pero es preciso que me escuche. Manuel estaba cada vez más intrigado. -¿Ha muerto alguien en su casa recientemente? –preguntó ella sin preámbulos. Aquella pregunta dejó estupefacto a Manuel. Era lo último que hubiera esperado oír. Dudando si debería seguir aquella conversación, respondió con recelo. -Hace algo más de un año falleció mi tío Francisco, el hermano menor de mi madre. -Pues… tengo que decirle que él permanece en su casa. Tras unos segundos de asombro, Manuel soltó una sonora carcajada. -Dígame la verdad, ¿qué pretende? Como broma me parece ridícula. -Pretendo ayudar a un alma en pena. Estoy acostumbrada a que se rían de mí o me tomen por loca, pero creo que mi deber es hacer lo que hago. En fin, veo que no me cree, así que adiós y buenos días. -¡No, no, no! –exclamó Manuel–. Ahora no puede irse. Cuénteme, al menos, qué le hace pensar eso.
Clara comenzó a hablar con voz suave pero firme. -Cuando entré en su casa, doña Carmen bajaba la escalera y tras la mujer, lo hacía un hombre que posaba las manos en los hombros de ella. Inmediatamente supe que ese hombre ya no pertenecía al mundo de los vivos. Entonces él me miró y suplicó: ¡Pídeles que recen por mi alma! Y eso estoy haciendo. -Usted no es de aquí ¿verdad? -preguntó Manuel tras unos momentos de silencio. -No. Estoy pasando unos días en casa de mis tíos, los Velarde. Convencido aún de que todo era una broma, Manuel le propuso algo que, pensó, desbarataría las intenciones de aquella extraña muchacha. -Le propongo una prueba. Venga a casa. Allí hay fotografías de toda mi familia. Quizá pueda decirme quién acompañaba a mi madre. Tras alguna duda, Clara aceptó y ambos se dirigieron a la casa familiar. Manuel abrió la cancela y atravesaron el patio hacia un salón donde, sobre un piano de cola, se acumulaban fotografías de todos y cada uno de los miembros de la familia. Allí, su madre se esmeraba en la realización de un hermoso encaje de bolillos. -Hola, mamá –dijo Manuel-, te presento a Clara Velarde. Le han hablado de nuestro piano y está muy interesada en verlo. -¡Encantada! Adelante, hijo. Enséñaselo –contestó Carmen enfrascada en su labor. Tras observar las fotografías, rápidamente y sin vacilar, Clara señaló la de Francisco. -Es él. Y ahora mismo está de pie detrás de su madre. Manuel sintió un escalofrío. No podía ser una broma. Recomponiéndose, hizo algunos comentarios sobre el piano, tomó a Clara del brazo y se despidieron de su madre. Una vez en la calle, Manuel, con tono casi amenazante, dijo: -De esto ni una palabra a nadie. ¿Queda claro? Lo último que necesita mi familia es que corran más habladurías por Córdoba sobre la muerte de mi tío. -Descuide –dijo Clara–. Yo tampoco deseo que se sepa. Sería la gota definitiva para que mi familia me ingresara en un manicomio. Manuel acompañó a Clara a casa de sus tíos y desde allí corrió a hablar con don Esteban. El párroco se afanaba en la iglesia colocando flores para la Virgen de la Soledad. -Buenas tardes, don Esteban. -¡Hola, Manuel! ¡Cuánto tiempo sin venir por aquí! Muy importante tiene que ser lo que te trae. -Pues… verá, don Esteban. Muy importante y muy extraño. Manuel relató al anciano párroco lo acontecido con Clara. Lejos de sorprenderse, el sacerdote miró a Manuel con gesto comprensivo. -Hijo, aunque nos esforcemos en olvidar nuestro espíritu, éste no deja de formar parte de nuestro ser. Es nuestra esencia. La parte del Padre que vive en nosotros. Cuando dejamos este mundo, nuestro espíritu necesita ayuda para desprenderse de lo que le ataba a lo terreno. El empeño de tu madre en no proporcionar esa ayuda a tu tío, le impide marchar y eso está causando dolor a ambos. -Padre, ¡ayúdenos!
-Dile a tu familia que, mañana, a primera hora, celebraré una misa a la que todos debéis asistir. Si tu madre pone peros, recuérdale firmemente su deber como cristiana de obedecer a su pastor. Al día siguiente, a la hora indicada, don Esteban celebró una misa funeral por el alma de Francisco a la que asistieron todos los miembros de la familia, incluida Carmen. Después, el sacerdote recomendó encarecidamente a todos ellos que rezasen a diario por el alma de Francisco. Tras varios meses llevando a cabo las recomendaciones del párroco, desapareció de la casa todo rastro de pesadumbre y Carmen pudo llorar todo el dolor guardado en su corazón por la muerte de su hermano.

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