UN VASO DE AGUA – María Clarisa de la Vega Gómez

Por Mª Clarisa de la Vega Gómez

Tan a gusto como estaba y se tiene que levantar. Y no porque los de al lado estén montando una fiesta de órdago, sino porque tiene la garganta como un hoyo en el desierto. No aguanta más sin beber. Pero, ya que se levanta, esos golfos que tiene por vecinos lo van a oír. Dormir, ya no va a dormirse pero oír, lo van a oír. Porque, de no ser por ellos, Damián seguiría en su reino feliz de los sueños ignorando que tenía sed, único motivo por el que se ve caminando a oscuras pasillo adelante, tiritando de frío. Claro que eso de que “se ve” no es más que un decir. Como mucho, intuye en la penumbra al individuo flacucho y pálido que se arrastra a su encuentro, descalzo y en pijama, por el espejo del taquillón, individuo a quien esquiva con un giro audaz para entrar en la cocina. Y es en esa audacia cuando Damián empieza a aullar al tropezarle los dedos del pie contra la pata de la mesa.
—¡Tiene derecho a guardar silencio! —oye detrás de sí.
Sin tiempo de preguntarse qué ocurre, Damián siente cómo le cubren la cabeza y se lo llevan agarrado por los brazos. En vano forcejea y grita pidiendo socorro al oír el bullicio que anuncia que están pasando por delante del piso de al lado, camino de la calle. Alrededor de las muñecas, obligadas a juntarse, nota el frío duro de unas esposas. La presión de una mano vigorosa en la cabeza lo empuja al interior de lo que parece un vehículo cuyas dimensiones se perciben medianas. Damián se retuerce tratando de liberarse mientras el coche arranca y se pone en movimiento.
—¿Quiénes sois? —grita.
Pero, en lugar de responder, las dos voces masculinas empiezan a conversar acerca de la enfermedad de un gato.
—¡Que quiénes sois!
—Teníamos que haberlo “amordazao” —dice uno como única muestra de comunicación—. Y yo no tenía que haberle “dao” al gato esa maldita lata de atún. Me lo está poniendo “to perdío” de vómitos.
—A ver si aprendes algo para la próxima vez.
—Si hay próxima vez…
Damián sacude la cabeza intentando sin éxito librarse del paño que no le permite ver y que lo está asfixiando con una peste a sudor de futbolista. Calcula que se habrán alejado unas treinta manzanas de su domicilio cuando el motor se detiene y las manos que lo empujaron dentro tiran de él hacia fuera.
—¿Adónde vamos?
Pero todo lo que oye es el clac clac de los zapatos de esos tipos al pisar un suelo que Damián percibe liso y helado bajo sus pies descalzos. Inclinándose con una sacudida fuerte, consigue deshacerse del paño que le cubre la cabeza, un capuchón negro que ahora ve tirado en el suelo pulido de un pasillo largo con columnas barrocas y techo elevado. Antes de que los tipos corpulentos que tiran de él recojan el capuchón y se lo vuelvan a colocar, Damián alcanza a ver una puerta señalada como “sala VIP”, más allá de la cual varias personas trajeadas se recuestan en divanes para ser atendidas por camareros en esmoquin que les sirven copas y bandejas con unos montoncillos de polvo blanco.
A medida que siguen andando, los pies de Damián notan cómo cambia la textura del suelo, más áspera y húmeda ahora. Las pisadas de los otros dos ya no resuenan con el eco palaciego de antes, sino con otro más bien cavernoso. Damián tiene la certeza de que está entrando en una sala en el momento en que se escucha un murmullo comprimido.
—“Tas” de suerte —le dice uno de los tipos retirando el capuchón—. Los últimos serán los primeros.
Los ojos desorbitados de Damián recorren la sala pequeña, sombría y con olor a moho donde se hacinan numerosas personas. La mayoría se distribuye por seis o siete bancos dispuestos al estilo de una iglesia, ocupando Damián el extremo derecho del primero, justo al lado de una señora con la cara magullada y vestida con una bata de andar por casa cuyo tejido grueso suscita la envidia de Damián, que sigue temblando de frío bajo su pijama. Frente a ellos, tres ancianos con togas negras se sientan a una mesa larga, elevada por una tarima. El del centro hinca en el vulgo su faz aguileña.
—Damián Rodríguez Sssoto —articula con boca lenta.
Damián se pone en pie, pero una mezcla de orgullo, confusión y miedo le impide decir palabra.
—¿Es usted Damián Rodríguez Sssoto? —pronuncia con dificultad el anciano.
Damián asiente con la cabeza.
—¡Que alguien le diga a este imbécil que tiene que hablar para que conste en acta! —se queja la anciana de la izquierda poniendo los ojos en blanco.
—Protesto —murmura el de la derecha rascándose la calva.
El del centro se acerca a la boca un vaso largo de papel. Damián traga saliva al contemplar cómo bebe.
—¿Es o no es usted Damián Rodríguez Sssoto?
—Sí, señoría, soy yo.
No puede creerse lo que acaba de decir. ¿“Sí, señoría”? ¿Por qué diablos lo están juzgando? La mujer de la izquierda enrosca en un moño su pelo blanco y toma la palabra.
—¿Vive usted en el segundo piso, letra A, del número doce de la calle Larra?
—Así es.
—¿Cuánto hace que vive allí?
—Pues creo que siete años.
—¿Lo cree o lo asegura?
—Lo aseguro. Siete años.
—Damián Rodríguez Soto, ¿se levantó usted de la cama en la madrugada de hoy, dieciocho de febrero, a buscar un vaso de agua?
Damián quiere contestar, pero el estupor se lo impide.
—¿Puede alguien recordarle a este imbécil que tiene que hablar?
—Protesto —dice el de la defensa dejando reposar su cara entre las manos.
El anciano del centro vuelve a beber del vaso mientras la mujer reitera su pregunta.
—Sí, fui a por agua —admite Damián.
—¿Y llegó a beber esa agua?
Los ojos de Damián acompañan sedientos al vaso de papel en sus paseos desde la mesa a la boca del juez.
—Claro que no… ¡Unos tipos me secuestraron!
—¡Está mintiendo, señoría!
—Protesto —masculla el de la derecha dejando caer unos párpados somnolientos.
—Señor Rodríguez Sssoto —resuelve el del medio con el rostro enrojecido—, limítessse a dar la información que ssse le pide.
—¿Llegó usted a abrir el grifo?
—No, no, señora.
—¿Por qué?
—Primero, tropecé con la mesa en la oscuridad. Luego, llegaron ellos.
—¡Ajá! ¿Admite entonces que, después de siete años habitando esa vivienda como único lugar de residencia habitual, usted ignora dónde está la mesa?
—Es que de día la veo bien y de noche… no suelo ir a la cocina, suelo dormir.
—¡No es disculpa, señoría!
El hombre del centro se termina el vaso y hace señas para que le sirvan más. Damián gesticula también pidiendo otro para él, pero nadie le hace caso.
—¿Tiene la defensa alguna cosssa que añadir? —pregunta el juez, con el rostro más enrojecido que antes.
—Algo que añadir ¿a qué? —refunfuña Damián por lo bajo.
—Que, de día, ve bien —responde el anciano entreabriendo los ojos— y, de noche, no suele ir a la cocina, suele dormir.
Lentamente, Damián se sienta mirando al suelo. ¿Por qué tengo que estar aquí? ¿Por qué no puedo yo estar en la sala VIP tomándome una copa y lo que quiera que sea el polvillo blanco ese? Debe de ser azúcar glas. Y está buenísimo, seguro, porque vi perfectamente cómo todos se acercaban a olerlo. Ay, Señor… ¿Por qué no me dan, al menos, un mísero vaso de agua? No es justo. ¿De verdad es tan grave tropezar con una mesa?
Los dedos del pie se le ven hinchados. Con todo ese jaleo, había olvidado el dolor. Y vaya si le duelen. Ay, demonios, ¿por qué no encendí la luz? Si hubiera encendido la luz… Si no me hubiera despertado… A la chusma del piso de al lado, a esos sí que habría que juzgarlos por el escándalo que arman, que no dejan ni dormir a un pobre hombre de bien como yo. Y pienso decirlo en cuanto me cedan la palabra. Solo faltaba que se fueran de rositas los muy sinvergüenzas.
Un camarero en esmoquin se acerca al anciano del medio con una botella de whisky en las manos y le rellena el vaso. En ese momento, Damián comprende dos cosas. La primera, que el rubor creciente en las mejillas del juez no se debe al enojo ni su manera de hablar a ningún trastorno del habla. La segunda, por qué le dijeron sin ninguna ironía, al sentarlo allí, que tenía suerte de que los últimos fueran los primeros. No quiere ni imaginarse en qué estado se hallará ese hombre cuando tenga que juzgar al primer acusado que llegó a la sala.
—Damián Rodrrríguez Sssoto, por ignorar la ubicación de la messsa de su cocina, este tribunal le condena a diez días de prisssión. ¿Quiere manifestar una última voluntad antes de cumplir su pena?
—No desea nada —farfulla el de la derecha.
—El acusado debería estar de pie —protesta la fiscala.
Damián golpea el suelo con un autoritario pie descalzo.
—¡Azúcar glas! —reclama exultante—. Quiero azúcar glas del que sirven en la sala VIP, así, en montoncitos, sobre unas finas bandejas.
La cara del juez multiplica por tres su enrojecimiento.
—¡Veinte días de prisssión! —meneo de campanilla seguido de un nuevo trago—. Siguiente cassso: Patrrricia Jiménez Fernández.
A un ademán displicente del juez, los dos hombres corpulentos agarran por los brazos a Damián, que se deja guiar al exterior de la sala mirando con lástima cómo se levanta la mujer en bata con la cara magullada.
—¿Es usted Particia… Paticia… Jiménez Fernández?
—Sí, su excelencia.
—Ay, por Dios, ¡que alguien le explique a esta imbécil dónde estamos!
—Protesto.
—Y bien, imbécil, ¿vive usted en el cuarenta y ocho de la calle Espronceda?
—Sí, su excelencia.
—¿Desde cuándo?
—Hace veinte años.
—¿Y a las nueve de la noche de hoy, dieciocho de febrero, se cayó cuando bajaba la basura por la escalera del edificio?
—Sí, verá, yo pensé que había llegado pero faltaban cuatro peldaños.

Fuera de la sala, Damián puede ver ahora el corredor empedrado por donde llegó. Justo antes de dirigirse a las mazmorras, percibe al fondo del extremo opuesto el resplandor marmóreo que rodea la sala VIP. Juraría que esos locos afortunados se están zampando por la nariz aquel apetitoso azúcar glas. Hay que ver cómo está el mundo…
Haces luminosos de un día naciente se van posando ante sus pies al filtrarse por la rendija baja de cada puerta herrumbrosa. Tras varias vueltas de llave, uno de los alguaciles empuja la puerta por la que Damián ingresará en prisión, descubriendo una celda que no cuenta más de tres por tres.
—¿Qué “tas” mirando? ¡Venga “p’adentro”!
Con la mirada fija en un destello pálido del interior, Damián emite un gemido. Inmediatamente después, camina hacia un colchón tirado en el suelo, sin apartar la vista del plato que yace al lado con un pedazo de pan seco y un gran vaso de bendita, reluciente y cristalina agua del grifo. Arrodillado, sostiene el vaso unos instantes y lo admira con devoción antes de beberse, con avidez pausada, hasta la última gota que logra hacer resbalar desde el fondo.
Ha probado mejores colchones. La manta que lo cubre carece de color. No es negra ni blanca, ni de ningún otro tono al que pueda dársele nombre. Sin embargo, no parece tan raída como para no abrigar. Eso es todo cuanto Damián se siente dispuesto a exigir de una manta que, al cubrirlo, va absorbiendo los temblores de su cuerpo a medida que le teje un capullo acogedor. El único ornamento que decora las paredes es una tablilla cuyas palabras divinas, acurrucado, Damián contempla leyendo y releyendo hasta quedarse dormido: “Rogamos silencio”.

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