UNA EXPERIENCIA EXTREMA – Margarita Acosta Martí

Por Margarita Acosta Martí

No tenía ni la más remota idea del lugar en el que me encontraba pero hasta la última fibra de mi ser me decía que no debía estar allí. Una urgencia apremiante, una pulsión visceral, me empujaban a huir.
El problema era adónde ir.
Me encontraba en una oscuridad casi absoluta.
Parpadeé y agudicé con fuerza todos mis sentidos para adquirir la máxima información de mi estado.
Estaba descalzo, sobre una superficie fresca, con una ligera rugosidad. Parecía un pavimento de piedra.
Apretaba mis puños con una fuerza desesperada, en un gesto extraño que no era propio de mí: sacando el pulgar entre el dedo índice y corazón. Abrí las manos para desentumecer mis articulaciones doloridas pero volví a cerrarlas en el mismo gesto absurdo al que sentía debía aferrarme.
No hacía calor sin embargo sudaba, notaba las gotas resbalar por mi espalda y humedecer mis sienes.
Vestía una túnica. Una túnica áspera, de un olor extraño que era incapaz de identificar, algo animal, que me producía una desagradable sensación de asco e incomodidad. Ceñía mi cintura un burdo cinturón de cuero y de él colgaba un saquito que parecía contener algo de peso ligero, desmenuzado en pequeños trozos que se rozaban sin emitir más sonido que el susurro orgánico de ese roce. No traté de averiguar de qué se trataba porque mi atención se centró en el resplandor de una llama que iluminaba una hornacina a escasos pasos de mi posición haciendo danzar sombras fantasmagóricas en derredor.
Sentía pavor ante la idea de caminar hacia aquella luz pero, de algún modo, sabía que era mi única opción de supervivencia.
Aún y así dudé unos segundos.
Entonces lo escuché: un ruido metálico, repetitivo; como el repicar rítmico de dos objetos de amenazante cadencia. Se oía a cierta distancia pero no tan distante como para descartar que pudiera venirse hacia mí y alcanzarme en un pocos segundos.
A ese sonido se le unió algo parecido a una voz lejana, gutural. Parecía un cántico que surgía de algún lugar profundo.
Un resorte de puro horror me impulsó.

Salvé la distancia con la hornacina en tres pasos y comprobé cómo una pequeña lucerna de terracota alimentaba una llama inquieta. Al fondo de aquel pequeño altar un rostro de cuencas huecas me miraba con sonrisa simiesca.
Di un respingo hacia atrás obligado a no apartar la vista.
Cuando logré enfocar, mi mirada ofuscada se topó con un mosaico de teselas diminutas representando una calavera humana suspendida sobre una rueda.
Arrebaté la lucerna de su lugar y giré sobre mí mismo.
Estaba en un cubículo pequeño desprovisto de mobiliario. Las paredes, pintadas de un granate intenso, representaban espacios arquitectónicos de profundidad inquietante transitados por figuras humanas sin rostro, apenas unas sombras. El suelo estaba pavimentado con un mosaico de motivos florales en color blanco y negro.
El cántico gutural era más audible y parecía aproximarse. La cadencia metálica, también.
La estancia tenía una única salida: un vano sin puerta. Lo crucé.
Ante mí, un patio porticado, cuadrado, abierto a una noche oscura de cielo sin estrellas. El pasillo que lo circundaba era estrecho y las columnas que lo delimitaban de una robustez que permitía albergar oculta a cualquier sombra de intención sibilina.
Había vegetación cuyas hojas y ramas se agitaban con una brisa creciente, desapacible, deslizando susurros indescifrables que erizaban la piel.
Una puerta cerró a mis espaldas. No fue un portazo estridente; chirrió sobre sus goznes, como profiriendo un graznido, y se cerró suave.
Giré nuevamente sobre mí mismo.
Todo eran sombras a la luz de mi pobre lucerna. Sin embargo, no necesitaba verla; sabía que una presencia se cernía sobre mí.
Eché a correr por el pasillo porticado hacia el lugar al que sabía que debía ir: un vano que parecía comunicar el patio con una estancia contigua. Estaba cubierto por un pesado cortinaje pero por sus laterales se deslizaba un resplandor y el sonido claramente audible de los cánticos y el repicar.
Súbitamente, un roce apagó la luz de mi lámpara. La dejé caer, sobresaltado, sintiendo como sus mil añicos se esparcían por el suelo y tocaban mis pies descalzos.
Antes de poder decidir algo, una fuerza brutal tiró de mi cinturón y me empujó por la espalda.
Caí de bruces hacia delante, cruzando el tapiz que cubría el vano.

Paré el golpe con mis manos y rodillas. Había aterrizado junto a mí el saco que pendía de mi cinturón y permanecía todavía cerrado, guardando su enigmático contenido.
Me incorporé recogiéndolo del suelo y asiéndolo con fuerza.
Estaba en un atrio cuadrado, con un pequeño impluvio en su parte central. Por la apertura del techo no se colaba ningún tipo de claridad.
Frente a mí, una figura envuelta de pies a cabeza en un hábito de negro, me daba la espalda. Era él el que emitía el cántico gutural siniestro y hacía tocar algún tipo de instrumento metálico.
Se encontraba frente a un pequeño altar doméstico con varias lucernas encendidas. En él, el busto tallado en cera de un anciano se derretía junto a una de las llamas desfigurando sus facciones con lentitud tenebrosa, como si agonizara quemándose vivo, perdiendo sus ojos, sus mejillas, descolgando sus labios, como si su carne se descompusiera y deshiciera, convirtiéndolo en un ser grotesco que perdía la vida ante nosotros.
La sombra no se volvió hacia mí y, sin embargo, la sola idea de verle el rostro me dejó helado de terror.
Repentinamente dejé de verla pero supe que no se había marchado. Sentía su aliento nauseabundo tras de mí, a mi alrededor, en todas partes, y, de alguna manera indescriptible, tiraba de mí, me arrastraba anegándome en pánico y desesperación.
Sobre el altar había dejado un cuenco de cerámica que sabía era para que yo cumpliera mi cometido.
Mi cometido… ¡¿Cómo era posible que yo tuviera un cometido en ese lugar?!.
De algún modo incomprensible para mí, sabía lo que debía hacer.
Vertí en el cuenco el contenido de mi saquito: nueve habas negras. Las tomé una a una, lanzándolas tras de mí, sobre mi hombro, mientras repetía, una y otra vez:
– Lanzo estas habas y con ellas me salvo a mí y a los míos. Salid de aquí espíritus de mis antepasados. Lanzo estas habas y con ellas me salvo a mí y a los míos. Salid de aquí espíritus de mis antepasados…

Comencé a retroceder, deshaciendo el camino que había andado hasta ese lugar pavoroso.

La sombra ya no era única, eran varias las que acechaban a mis espaldas y gritaban conminándome a volverme hacia ellas. El pánico que me embargaba me empujaba a ello, a ver qué tenía detrás. Sin embargo, un primario instinto de supervivencia me decía que si lo hacía sería el fin.

Salí del atrio atravesando de espaldas aquella cortina.

El peristilo había dejado de estar sumido en una oscuridad absoluta para vislumbrarse a la luz de una luna llena. Aguardé quieto unos segundos.
Hasta que una presencia tocó mi espalda y me volví.
Aullidos rompieron la noche, sombras encapuchadas surgieron entre las columnas, del suelo, de detrás de los árboles.
Se abalanzaban sobre mí.
Llantos y gritos lo ocuparon todo.
Miembros humanos desmembrados cubrían un suelo cubierto de sangre. Eché a correr pero me hicieron caer.
Me cubrí de sangre sin saber si era propia o ajena.
Alcancé el cubículo del que había salido. No tenía salida. Estaba rodeado. Me dejé caer en un rincón y me enrosqué en un ovillo.

Desperté sumido en un inmenso sopor.
Estaba en lo que me pareció una cama de hospital atendido por dos enfermeras.
Apenas alcancé a escuchar una frase.

– Se ha despertado. Parece más estable pero no te fíes. Dale otro chute o volverá a montar un escándalo.

Mi abogado y yo caminamos por aquellos pasillos de blancura aséptica precedidos por la señorita de traje impecable y coleta de diva que nos había recibido a las puertas del ascensor. Nos condujo a una sala diáfana, de pulcritud quirúrgica, sin más mobiliario que una mesa ovalada de cristal impoluto y varias sillas de nívea tapicería.

El rótulo luminoso “Estigia Entertainment” lucía en la pared, elegante y persuasivo.

Nos invitó a tomar asiento con un grácil movimiento casi coreografiado y depositó sobre la mesa, a nuestro alcance, una carpeta de documentación impresa cuya carátula rezaba: “Experiencia número 4.283, 8 de mayo de 2033 y mis iniciales, M.P.J”.

Acto seguido, pulsó un botón del dispositivo que portaba en el bolsillo derecho de su americana activando una imagen holográfica que se proyectó sobre la mesa hacia el techo de la estancia. Una figura femenina de tres cabezas se alzó, regia, ante nuestros ojos. Cada uno sus tres rostros sonreía de modo cálido, comedido y encantador.

Nuestra anfitriona hizo las presentaciones.

– Hécate.- señaló al holograma con desgana.- Nuestra asistente virtual interactiva. Ella les proporcionará todas las respuestas.

Sin dar ocasión de mayor comunicación, la diva de la coleta se esfumó. Hécate, hizo uso de la palabra con talante brioso e imperturbable:
– Bienvenidos al trepidante universo de Estigia Entertainment. Estigia Entertainment proporciona a sus clientes experiencias sensoriales únicas y personalizadas con las que sumergirles en un entorno virtual paralelo capaz de involucrarles en primera persona y de modo visual, mental y físico en un escenario único- hizo una ademán con uno de los brazos, cargado de teatralidad.- Con su puntero sistema de Inteligencia Artificial , Estigia Entertainment realiza la selección vivencial más auténtica en el contexto más cuidado y real posible. Todo ello a disposición del disfrute de nuestros clientes. Si desea adentrarse en su expediente, pulse amarillo.

Parpadeé, perplejo.
Luego vi que tenía un pequeño teclado al alcance de mi mano. Pulsé amarillo.

– Expediente número 4.283. Con el contrato de prestación de servicios de fecha 8 de mayo de los corrientes usted encargó a Estigia Entertainment una “Experiencia Inmersiva Premium” en su modalidad Extrema y con elemento histórico. Se marcaron los parámetros accesorios siguientes: Roma Antigua / ritos ancestrales / emoción extrema / espectáculo de sangre.

Miré a mi abogado, primero y luego a la tipa de tres cabezas.

– ¿Se puede saber qué mierda es ésta?. ¡Que me meé encima, por el amor de Dios, y aparecí con un dedo que yo mismo me había mutilado mordiéndolo de puro espanto!- alcé mi mano derecha, aún vendada- ¡Yo me imaginaba una carrera de carros, un combate de gladiadores o algo así!- exclamé.- ¡No un maldito aquelarre de brujos!.

El holograma hizo una pausa y siguió a lo suyo.

– Usted disfrutó de una experiencia premium, una experiencia que siempre vive el cliente en primera persona. Asistió a las Lemurias, un elemento nuclear en la cultura romana, un ritual sagrado.- su voz digital hizo énfasis en “sagrado”, destacando aquel dato erudito frente al que yo quedaba como un auténtico paleto.

La impotencia y el trauma, aún latente en mí, me vencieron.

– Creí que iba a morir. – lloriqueé. Las tres sonrisas remataron.
– De eso se trataba, señor. De que lo creyera.

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Francisca Diaz

    Me ha encantado. El desarrollo de la historia, los personajes, el ambiente y el desenlace. Solo una pequeña anotación: para los lectores habituales, el título revela el final. Enhorabuena

    1. MARGA

      ¡Mil gracias, Francisca, por tu comentario!. Me hace inmensamente feliz que te haya gustado. Y muchas gracias, también, por tu observación. Me doy cuenta que es algo a cambiar. Un abrazo muy fuerte y gracias por tu tiempo y cariño. Marga.

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